Vie 19.09.2008
soy

Lo raro es la familia

Sin reconocimiento legal alguno –sea cual sea el armado siempre hay alguien invisible para la Justicia–, las familias fundadas por parejas de lesbianas se multiplican, se hacen ver, inventan un camino propio y desbaratan a cada paso el reinado del sentido común.

Sentada en la dirección del jardín de infantes, María buscaba las palabras necesarias. Esta vez, Estela no la acompañaba; la presencia de las dos, atentas a la beba de seis meses, no serviría de indirecta (aunque ese tipo de mensajes, la experiencia lo dice, siempre llega deformado). Tampoco era un relato sencillo, M había sido tan deseada por ellas dos como por el hombre al que un día, en un bar, invitaron a ser padre. Demasiada información en una primera cita para pedir una vacante. Sin embargo, la directora fue la que encontró el atajo. A ese jardín de la zona de Tribunales iba una nena que tenía dos madres, María no tenía por qué preocuparse, ella, la directora, iba a acompañar a la familia, iban a resolver juntos los problemas que pudieran surgir porque, vamos, tampoco los iba a negar de plano. Hace tres años que M va todos los días al jardín Verde Limón.

La hija de Natalia y Luciana todavía no necesita guardería. Natalia va a la facultad a la noche y puede cuidarla hasta que Luciana vuelve del trabajo. Pero también conoce el Verde Limón; su mejor amiga es maestra ahí mismo y le contó emocionada que el año pasado entregaron el diploma de egreso de una niña a sus madres. Sin eufemismos y en pleno acto de fin de curso.

María y Estela viven en Villa Urquiza. Natalia y Luciana, en Lanús. La casualidad –o los famosos 8 grados que a todos nos separan y nos vinculan— tejió su red en torno de estas dos historias, apenas una constatación más de lo que cada familia por separado sabía: que era posible emprender la aventura. Aunque también podrían haberse conectado por Internet, basta poner en cualquier buscador “madres lesbianas” para que aparezcan los blogs en los que otras parejas van dejando rastros de su vida cotidiana: Mamis por dos. Dos lesbianas; 9 meses y una nueva vida; El blog de Luli; Ella, los trillizos y yo; Saltorana; Piedra libre para dos mamás; En busca de algo naranja y verde; Mamás mías; la lista sigue y los vínculos que aparecen en cada página obligarían a una enumeración interminable y hasta empalagosa que no evita que a la navegante, cada tanto, se le suelte un lagrimón de puro y vibrante amor filial. El milagro de la vida, diría un aforismo de poster; o el deseo puesto en acto, para no desbarrancar —demasiado— en las pendientes del melodrama.

El protagonista de The different dragon también tiene dos mamás.
Editorial Two Lifes.

Somos dos

Natalia tiene 25, Luciana, 28. Son las mamás de una nena que todavía no cumplió los dos y es capaz de vaciar un pelotero si se le quita la atención por un rato. Es lo que intenta, al menos, mientras Natalia cuenta la historia de su gestación en un bar de Almagro: “Siempre quise tener un hijo, y además siempre quise tenerlo joven. Estuve siete años en pareja y con ella teníamos todo planeado, hasta el nombre elegido. Pero se fue todo a la mierda. A Luciana la conocí en el chat, ella jamás había pensado en hijos, ni siquiera en convivir... qué sé yo, a lo mejor planeaba joda para toda la vida”. ¿Por qué el deseo de hijos? Natalia no puede identificarlo; simplemente sabe que es así. El mismo día en que le dijo a su madre que era lesbiana le aseguró que de todos modos le iba a “dar” nietos. “Para mí, lo biológico no era un freno, aunque ni siquiera conocía a otra pareja de lesbianas, ni sabía cómo lo iba a hacer.” De todos modos, trataba de adivinar en las chicas esos rasgos que podrían convertir a una en “la madre de mis hijos”. Pero en su fantasía era ella la que siempre aparecía embarazada. Apenas pasó un año de convivencia con Luciana cuando el planteo se hizo concreto: “No sabía con cuántas trabas me podía encontrar, tal vez nos llevara años lograrlo, así que teníamos que empezar. Tenía que ser con donante anónimo, sí o sí. Sobre todo porque no quería que nadie me rompiera las pelotas, ni tener miedo de que algún día me quieran sacar a mi hijo; siempre se escuchan casos así”. Todo sucedió más rápido de lo que imaginaba. Escribieron cartas a dos centros de fertilidad —Fecunditas y Cegyr— y sólo el segundo contestó. “Nos recibieron muy bien, ahí me enteré de que tenía que ir a comprar la muestra de semen a un banco —Cryobank—, donde tuvimos una charla con un médico que nos preguntó a quién queríamos que se pareciera. Porque en las parejas heterosexuales siempre buscan que se parezca al padre. La verdad es que no nos importaba demasiado el parecido. A Luciana yo le gusto, así que ella quería que fuera como yo y eso estaba asegurado en un 50 por ciento.”

En el primer intento, Natalia quedó embarazada. Con esa noticia, las dos empezaron a pensarse como madres: “Somos dos mujeres, dos madres, con roles distintos. Cuando fantaseábamos cómo iba a ser nuestra vida en común, Lu se imaginaba arreglándole la bicicleta, por ejemplo. Algo que yo no haría ni loca. Pero, ¿eso quiere decir que tiene el rol del padre? ¡Ni ahí! Menos si lo pensás en términos de género... Yo tengo una sobrina que fue violada a los once y tiene una nena de la edad de L. Con mi hermana nos imaginamos cómo van a ser sus conversaciones cuando crezcan, porque ninguna va a tener un padre, pero qué distintos son los relatos”...

Cuando Natalia se imagina el relato que va a transmitirle a L sobre su origen, empieza con el amor que sentían las dos mamás y sigue con “un día, un médico nos ayudó para tenerte”. En estos 17 meses las cosas no fueron fáciles para las chicas: a los 20 días de nacer, L tuvo la primera de una larga serie de internaciones en terapia intensiva. Todavía está en diagnóstico y las preguntas sobre la historia familiar suelen dejarla muda, pero eso no la hace dudar de la elección de un donante anónimo: “Vivo llamando a Cryobank para ver si pueden darme un dato más, creo que habría que guardar más información sobre los donantes, porque en el cuestionario que hacen sólo hay unas pocas preguntas. A mí me re sirvió que alguien haya donado esperma protegido por el anonimato, pero a la vez hay cosas que necesitaría saber. De última, lo que nos pasa a nosotras también te puede pasar en una relación ocasional en la que quedás embarazada y no sabés nada del chabón”.

Somos tres

Estela nunca se imaginó pariendo. Sí criando. Su fantasía, antes de conocer a María, era adoptar; incluso adoptar un niño o una niña que pudiera elegirla también a ella. Como Natalia, usa la palabra biología para mencionar un obstáculo que no era: “Ni siquiera soñaba con tener un bebé porque no me interesaba una ficción biológica”, dice. María, en cambio, quería parir. Llegó a imaginarse que en una noche de alcohol podría tener sexo con algún amigo gay, una fantasía que fue cayendo por su propio peso y por el que aporta la posibilidad de la fertilización artificial, que fue el método que terminaron usando. Estuvieron casi cuatro años juntas hasta que convocaron a Diego en un bar para invitarlo a ser el padre en esa familia que empezaba a gestarse en el deseo. Diego no lo dudó ni un instante. Para él, un hijo era una presencia concreta en su futuro, tanto como el hermano o hermana que proyecta para M y que, está seguro, va a llegar.

La primera inseminación se hizo el día del cumpleaños de Estela. Los tres estuvieron en el consultorio; Diego tuvo como tarea contestar algunas preguntas sobre María —con quien ya cuenta 15 años de amistad—, Estela guió la cánula que provocaría, en esa primera vez, el embarazo que terminó con el nacimiento de M en la clínica Suizo Argentina, frente al padre y sus dos madres en la sala de partos.

Ahora que M habla —y discute, y pregunta, como lo hacen las niñas a los tres años y medio—, no llama mamá a Estela. Nunca estuvo en los planes. María era la más estricta en ese sentido. Su formación como psicóloga le hacía pensar que era proteger la subjetividad de M tener un solo padre y una sola madre. Estela, con el tiempo, se convirtió en “Lala”, un nombre nacido de la media lengua que para M es un vínculo. Después del último Día de la Madre en el jardín, por ejemplo, la miró a Estela y le dijo: “Otro día va a ser el día de las lalas, ¿no?”. Y ya preguntó otra vez por qué sus compañeritos no tienen lala. Este es el relato que eligieron para contestar: “Nosotras vivíamos juntas, nos queríamos mucho y queríamos tener una hija. Y como papá también quería, nos juntamos los tres y un médico nos ayudó”. Con el tiempo, M —como L— irá desgranando las diversas imágenes de su historia; la figura aséptica del médico como vínculo que reemplaza al sexo, el amor como motor de su llegada al mundo.

“La única vez que dije públicamente que era la mamá de M fue en el jardín, una de las primeras reuniones, tal vez porque M era bebé todavía y no se iba a enterar. Para mí es mi hija. Siempre la pensamos como hija de los tres, aunque no me diga mamá. Quién sabe, a lo mejor con el tiempo es ella la que elige llamarme así. Por mi parte quisiera que hubiera un nombre para este vínculo. Un nombre reconocido.” Ahora, María empieza a entenderlo de la misma manera. Haber cruzado experiencias con otras familias despejó eso que ella veía como una “constelación rara” para una hija: dos madres, un padre. Sin embargo, jamás se le ocurrió ocultar en ningún lado de qué se trata su familia, aunque bien podrían presentarse, Diego y ella, como una pareja separada. “No somos una familia tradicional, ni queremos aparentarlo. Si pienso en quién cumple con esa función paterna de corte de la que se habla en psicología, estoy segura de que ese lugar lo ocupa Estela. Diego tiene su propio lugar y M sabe aprovecharse de las situaciones como cualquier niña, a él le pide las Barbies que nosotras jamás compraríamos.”

La historia de Rey y Rey cuenta el feliz matrimonio de dos príncipes. Una de las pocas producciones traducidas al castellano.
Ediciones Serres.

No somos nada

El huevo, para Natalia y Luciana, se rompió el mismo día del parto. Antes habían estado envueltas en una cápsula de aceptación y mimos, por parte de los padres de Luciana —y hasta de la abuela octogenaria— que enseguida se ubicaron en la cadena generacional como legítimos abuelos, y de la madre de Natalia. Habían hecho el curso de preparto juntas cada vez que las parejas eran convocadas y tenían plena confianza tanto en la partera como en el obstetra. Pero la cáscara se quebró en el peor momento: cuando iban a entrar a sala de partos, la misma mujer con quien habían hecho el curso le frenó el paso a Luciana.

—Acá entran sólo las parejas.

—¡Ella es mi pareja! —gritó Natalia entre contracciones.

—Parejas hombres —sentenció la partera, y le dio con la puerta en las narices.

La desesperación de Natalia, las gestiones con el obstetra, haberse plantado cuando en realidad las dos necesitaban entregarse a lo que vendría, hicieron que finalmente Luciana presenciara el parto. Pero la frustración, la bronca, la confrontación permanente con la falta de estatuto legal que une a esta familia, siguieron lastimándolas en los momentos más dolorosos. “Cada vez que internamos a L dejan afuera a Luciana porque no es nadie. Yo me desespero, no lo puedo creer y la peleo hasta el final. Ella está un poco cansada, llora, me dice que no importa. Pero es por las dos, L también la necesita.” A la terapia intensiva, se supone, sólo pueden entrar padre, madre, abuelos paternos y maternos. Ese permiso reduce para L el universo de su familia a dos personas: Natalia y su madre. El resto de esas caras y esas voces que podrían tranquilizarla, mimarla, consolarla, queda afuera cada vez hasta que Natalia exige, habla con un jefe, con otro, consigue una carta, logra franquear la puerta. “Pero aunque las internaciones sean en el mismo lugar, siempre hay un médico o un enfermero que cambia. Dicen que la gente se queja porque entran ‘la mamá y la tía’. ¿Y por qué no preguntan antes de inventar un vínculo?”

Para quienes no quieren ver, inventar un vínculo es tranquilizador. El padre de Diego, por ejemplo, le ha preguntado por “su mujer” —en relación con María— frente a las carcajadas del resto de la familia. “Pero yo con mi viejo apenas tengo relación”, dice Diego y pone al margen ese único lugar hostil que puede reconocer. “Trabajo en Cancillería, que es como un ministerio gay, todo el mundo sabe de María y hasta recomendé nuestro obstetra a una compañera que también va a tener un hijo con su pareja y un amigo maestro. En mi edificio saben que vivo con Jorge y que M se queda tres veces por semana, que es mi hija, y no hay sorpresa, ni comentarios. Yo no siento la discriminación, aunque sé que existe y pienso que M puede sufrirla cuando crezca. Para mí no fue fácil el colegio, sufrí mucho por mi condición. Pero creo que ahora es distinto.”

De todos modos, la falta de amparo para estas —¿otras?, ¿nuevas?— familias no es una sensación térmica. No lo es para Natalia y Luciana cuando ven sufrir a su hija y tienen que distraerse reclamando su derecho. No lo es para María y Estela porque saben que la relación de Estela y M depende de la voluntad de los primeros implicados y, en casos de fuerza mayor, de sus familias. “Y si yo quiero a mi hija como la quiero —dice María—, tengo que asegurar ese vínculo, incluso más allá de mí, aunque Estela me cague con otra mina y se vaya a vivir con ella.”

¿Quiénes somos?

“Hoy, Tato, al salir de bañarse, llamaba ‘Maaaaá’, y al responder yo, me dijo: ‘No, la otra má’, refiriéndose a Triana, en vez de nombrarla madrina como la mayoría de las veces, provocando una alegría contenida en ella, ansiosa por compartir esto conmigo por si no había escuchado.” Tato tiene seis años, dos madres y un hermano que nació —por el mismo método de inseminación artificial— este año. Su historia se puede rastrear en el blog Mamis por dos. Madres Lesbianas. Es gracioso leer en este post cómo el niño se soltó tranquilamente de cualquier convención y llamó a las madres por su nombre, a pesar de que ellas —según cuentan— lo habían acostumbrado a llamar a una “madrina”. Todo un acto de autonomía y de afirmación de la propia historia de un niño capaz de preguntar por qué lo tuvieron sin papá —”porque estaba enamorada de una mujer”— y escucha, una vez más, el cuento del médico que ayuda a las “semillitas” —sí, todo vuelve, incluso el relato de las semillitas— a encontrarse. La pequeña anécdota de Tato da cuenta de cómo las piezas se acomodan y construyen un relato propio, cómo esos relatos se van escribiendo a medida que se viven y se transitan. María y Estela, cuando pensaron en tener un hijo, eligieron otro relato, uno que contiene al padre, despegándose del supuesto —que sobrevuela también sobre estas familias— de que sólo puede existir un binomio conyugal a la hora de formar una familia. “En una reunión de madres lesbianas, cuando reclamamos que en nuestro caso no había sólo un donante conocido sino un padre, nos dijeron: ‘Ah, ustedes están peor’”, cuenta María con un resto de asombro. La afirmación, dice, venía a subrayar la situación legal de las dos madres, pero también deja colar prejuicios en torno de guiones distintos al esperado, aun cuando la historia completa esté en gestación. “Para nosotras, el tema de la identidad era importante —agrega María—, aunque tal vez si no hubiéramos encontrado un padre, podríamos haber recurrido a la donación anónima.” Para quienes eligen esta opción, la identidad biológica es apenas una pincelada en esa pintura dinámica que construye una identidad: “Nosotras nos olvidamos de cómo son las cosas, nuestra familia también. Sin pensar, más de una vez, encuentran en L rasgos hereditarios de Luciana... ¡y es imposible!”. En los relatos de los padres que eligen tener hijos con donación de óvulos y alquiler de vientres —el método es tan caro y complicado que aquí no se conocen casos, aunque hay cientos en los países sajones—, no hay eufemismos para la ausencia de madre: “Sencillamente no hay”, como dijo Ricky Martin. La historia se va escribiendo con los propios pasos y tal vez en esa emoción pueda anidar la pasión por compartir la vida cotidiana en tantos sitios públicos. Un donante puede convertirse en padre si le abren la puerta. Una lala, una madrina, en madre. Alguien que pide que le digan mamá tal vez termine siendo reconocida por un nombre inventado. Hasta es posible devolverle a la reproducción el sexo, si es lo que se desea, incluso entre dos mujeres. En el origen del hijo que esperamos para noviembre —permítanme el desliz— hubo una noche de amor y de sexo, justo después de pasar a buscar el frasquito que donó el padre. Y que el placer —y una jeringa— ayudó a llegar al lugar correcto, justo en el centro de mi amada. Allí donde todavía se convierte en un milagro.

Un lugar en el mundo

Entre abril y mayo de este año se formó Familias Homoparentales de Argentina (FHoA), una asociación que reúne a familias diversas que buscan el reconocimiento legal de sus vínculos. Se reúnen una vez por mes para intercambiar estrategias y experiencias; y también para que niños y niñas puedan jugar juntos.

Más información: www.familiashomoparentales.es.tl

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