ADELANTO DE TERROR ANAL (LA ISLA DE LA LUNA)
Terror Anal, publicado por primera vez en 2009 y ahora editado en la Argentina (La Isla de la Luna), sigue siendo un potente llamado, una alerta frente a la creciente normalización de los anormales bienvenidos al estándar de la institución familiar, el Estado liberal, la hegemonía blanca y las buenas costumbres. La española Beatriz Preciado recupera en este ensayo la potencia revulsiva de uno de los máximos críticos del régimen heterosexual, Guy Hocquenghem, que en 1970 lanzaba un libro bomba: El deseo homosexual. Preciado nos presenta a uno de los primeros anos homosexuales que produce un saber sobre sí mismo, sin culpa ni medicina, y se presenta como una forma de crítica política y de transformación. ¿Y si estamos cambiando todo para que todo siga igual? La reedición de este libro obliga a responder con inteligencia y responsabilidad a esa pregunta.
Puesto que hay que empezar por algún lado, inventemos un principio. Contemos la historia del ano. Traguémonos el tapiz de la civilización y tejamos con los hilos que asomarán entre nuestras piernas la carpa de un nuevo circo. Eso es lo que hizo Guy: analizarse en lugar de psicoanalizarse. En realidad, Guy había leído a Freud mientras chupaba pollas en las reuniones del Partido Comunista francés y –una cosa lleva a la otra– acabó preguntándose un día si Edipo tuvo ano.
“Erase una vez el ano”, dijo, e inventó un mito para explicar cómo nos habíamos convertido en hétero-humanos y homo-humanos. El mito, lo cuento de memoria, dice así: no nacemos hombres o mujeres, ni siquiera nacemos niños o niñas. Al nacer somos un entramado de líquidos, sólidos y geles recubiertos a su vez por un extraño órgano cuya extensión y peso supera la de cualquier otro: la piel. Es ese tegumento el que se encarga de que todo aquello siga contenido, presentando una apariencia de unidad insulada a la que llamamos cuerpo. Enrollada en torno al tubo digestivo, la piel se abre en sus extremos dejando a la vista dos orificios musculares: la boca y el ano. No hay entonces diferencias, todos somos un jirón de piel que, respondiendo a las leyes de la gravedad, comienza en la boca y acaba en el ano. Pero había demasiada simetría entre esos dos orificios, y los cuerpos, simples tubos dérmicos, asustados de su potencialidad indefinida de gozar con todo (la tierra, las rocas, el agua, los animales, otros tubos dérmicos), buscaron formas de controlarse y controlar. El miedo a que toda la piel fuera un órgano sexual sin género les hizo redibujarse el cuerpo, diseñando afueras y adentros, marcando zonas de privilegio y zonas de abyección. Fue necesario cerrar el ano para sublimar el deseo pansexual transformándolo en vínculo de sociabilidad, como fue necesario cercar las tierras comunes para señalar la propiedad privada. Cerrar el ano para que la energía sexual que podría fluir a través de él se convirtiera en honorable y sana camaradería varonil, en intercambio lingüístico, en comunicación, en prensa, en publicidad, en capital.
Los Santos Padres, temerosos de que el cuerpo nacido conociera el placer de no-ser-hombre, de no-ser-humano, de revolcarse entre los jabalíes y las flores, cogieron todo lo que tenían a mano (el fuego, la rueda, el lenguaje, la física nuclear, la biotecnología...) y pusieron en marcha una técnica para extirpar del ano toda capacidad que no fuera excremental. Después de darle muchas vueltas encontraron un método limpio para llevar a cabo la castración del ano: meter un dólar por el culo del niño, mientras exclaman: “Cierra el ano y serás propietario, tendrás mujer, hijos, objetos, tendrás patria. A partir de ahora serás el amo de tu identidad”. El ano castrado se convirtió en un mero punto de expulsión de detritus: orificio en el que culmina el conducto digestivo y por el cual se expele el excremento.
(...)
El deseo homosexual es un manual de instrucciones para hacer funcionar un orificio antisistema instalado en todos y cada uno de los cuerpos: el ano. Preciso, ofensivo, vital, es una máquina revolucionaria altamente manejable y pensada para su uso colectivo.
¿Cómo saber si aún tienes ano? ¿Cómo escribir con el ano (en caso de que aún lo tengas)? ¿Qué podemos aprender del ano? ¿Cómo hacer la revolución anal? Busca.
¿De verdad sabes qué es un ano? Entonces, responde: ¿es el ano un órgano sexual? Y en caso de que lo fuera, ¿de qué sexo? ¿Y a qué sexualidad pertenecen las prácticas que lo implican? Entonces, no respondas. Primero descarta toda certeza anatómica, desconfía de las evidencias visuales y lingüísticas.
Remítete primero al Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia. Ano: “Orificio que remata el tubo digestivo y por el cual se expele el excremento”. Compara esta definición con las de otros órganos situados en un área próxima. Pene: “Organo masculino del hombre y de algunos animales que sirve para miccionar y copular”. Vagina: “Conducto membranoso que en las hembras de los mamíferos se extiende desde la vulva hasta la matriz”. Vulva: “Partes que rodean y constituyen la parte externa de la vagina”. Matriz: “Víscera hueca, de forma redoma, situada en el interior de la pelvis de la mujer y de las hembras de los mamíferos, donde se produce la hemorragia menstrual y se desarrolla el feto hasta el momento del parto”. Primera conclusión provisional: algunos órganos gozan de un estatuto biopolítico privilegiado. Sólo el pene aparece como un órgano sexual, siendo el ano y la vagina relegados a órganos excretores y gestadores, respectivamente. Pero, ¿cómo definir entonces las prácticas de amor anal? Un pene que no copula, según esta definición, ¿puede seguir siendo considerado pene? Y un ano que copula, ¿debe considerarse pene, membrana o víscera hueca? Dejemos estas cuestiones en suspenso. Sospecha derivada: la Real Academia de la Lengua comparte la epistemología del Régimen de Castración Anal. Será necesario inventar lenguajes anales. Esa será la tarea de los y las activistas del FHAR: inventar un lenguaje anal.
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