Si Terror Anal, como todo manifiesto, cobra valor en sus resonancias y en sus ecos, aquí van dos textos que, mirando el agujero latinoamericano, siguen la pista de Preciado. María Moreno visita el sistema educativo que produce al niño/niña castradx de todo ano y las marcas de esa castración en algunas obras de la literatura argentina. Este texto y la carta de la fan Palmeiro que aparece en la página siguiente fueron leídos durante la presentación del libro.
› Por María Moreno
Voy a hablar menos de Terror anal que de sus resonancias, aunque en este caso la palabra “resonancias” evoque los sordos ruidos –y no tan sordos– intestinales y yo me atreva a este comienzo escatológico autorizada por un tema que nos desvelaba jocosamente en la infancia en nombre de su soberanía anterior al formateo familiar y pedagógico, es decir, antes de la castración del ano. El término “terror” es una síntesis perfecta entre terror como miedo y terrorismo, es decir, porta dos principios activos y antagónicos, ya que el terror anal puede devenir terrorismo –del estado hétero– contra los que no han consentido en la castración de su ano, y el terrorismo anal no podría ser puro y contendría terror anal. Porque una de las afirmaciones revolucionarias de Beatriz Preciado está en la cita de Trois Milliars de Pervers: “Este texto no se representa como un manifiesto, menos aún como una teoría. Arrastra todo un conjunto de elementos confusos: lo cómico voluntario e involuntario, elementos políticos revolucionarios mezclados con elementos racistas y fascistas, trozos de sexualidad edípica, mezclados con una tendencia hacia algo distinto de la sexualidad. Podríamos decir que los elementos reaccionarios o incluso fascistas que subsisten en un revolucionario son una traición potencial. Pero a partir del momento en que introducimos el deseo, la libido, el inconsciente, en el campo político todo se complica: porque las inversiones libidinales fascistas y revolucionarias, racistas y antirracistas, se mezclan y se distribuyen en la misma persona, creando nuevas condiciones que permiten el análisis de las yuxtaposiciones del deseo, fuera de toda referencia a la apariencia, la mistificación o la traición”.
Entre esas “afirmaciones revolucionarias”, las que yo elijo como “gente del cuero”, prefiero esta expresión a “queer”, ya que refiere a los indios, esa primera otredad, está lo que dice en relación a El deseo homosexual de Guy Hocquenghem y su producción de saber de una homosexualidad fugada del saber científico, de la interpretación psicoanalítica, de los discursos victimistas y de las peticiones de respeto: “Aquí la salida del armario no toma la forma de la confesión sino, por decirlo con términos de Judith Butler, de la ‘inversión performativa’: la afirmación ‘soy homosexual’ no es un enunciado soberano, sino una ‘citación descontextualizada’ de la injuria. La palabra ‘homosexual’ lejos de tener un valor ontológico, opera como un boomerang político. El enunciado ‘soy homosexual’ no contiene verdad alguna sobre la identidad del que habla, sino que dice: el sujeto que hasta ahora ha sido construido como abyecto (analizado, reducido a ano social) excede la injuria, no se deja contener por la violencia de los términos que lo constituyen y habla, creando un nuevo contexto de enunciación y abriendo la posibilidad a formas futuras de legitimación”.
La primera metáfora de castración anal fue la invitación a levantarse, es decir, a una erección pro verdad en el interior de la caverna platónica, esa oscuridad llena de aristas pero protegida en donde deleitarse contemplando las figuras o los tropos que las sombras inventan antes de que el conocimiento cosiera el culo filosófico.
Ni ese agujero era pasivo, como no lo era el que, en medio del bosque, hizo tropezar al filósofo Tales que, distraído por la altura fálica de sus pensamientos, no lo vio y cayó en él, provocando la risa de su criada, justamente la que seguro limpiaba las palomitas de sus calzones, es decir, los productos no sublimados de un culo meramente excretor.
Proclamar la actividad del ano, por ejemplo la de su inmovilidad “cazadora”, podría pensarse como una encerrona que mantiene la misma economía entre activo como valor y pasivo como disvalor. Pero es que Terror Anal se yergue contra la pasividad reaccionaria que se adjudica ilusoriamente al objeto de análisis psicopatológico, orden social del lado de la abyección, atril pedagógico.
Es preciso no saber, es decir, no haber entrado aún en el aparato escolar para atesorar culo sin culpa, contar con sus producciones siempre novedosas –¡cuántas abstracciones vivaces, cuántos signos vacantes, como decía Callois, o de ética interrogación, ¡cuánta representación de flora y fauna hecha en terracota intestinal desaparecieron en la cañerías totalitarias de la polis!–.
El niño no castrado, el de Beatriz Preciado –me tapo las orejas por si viene un psicoanalista a decirme que lo primero preciado es el excremento, ¿cómo no escribiría una Preciado un manifiesto llamado Terror Anal?– juega, muchos antes de que con los Rasti carnales de la diferencia, con su ano, probando su cualidad de arcón secreto, de garage toda-cosa, amasando y diseñando lo que sale por él. Productor y artista soberano, todo niño es inmediatamente, al menos a partir del siglo XX, expropiado por la habladuría edípica. “¿Para qué serían las heces, alias popó?” “Para mamá.” La fuerza de trabajo de cagar sería la primera forma de plusvalía extraída por Yocasta patronal. Luego están los deliciosos huéspedes, fruto de los placeres de la otra salida del tubo, ese paladeo constante de esos azúcares que tanto veneraba el gran Fourier, cuya sombra pasa por este libro y que traen los cosquillantes parásitos. Qué niño o niña no castrado o castrada de su ano no se ha excitado en medio de una reunión familiar con toda su parte de arriba enderezada por la educación –manos limpias, uso de cubierto y servilleta, obligación horaria, codos afuera– con ese movimiento acariciante y anárquico picando allá abajo y allá atrás. Qué yapa dionisíaca irse a dormir temprano para hurgar a solas con los deditos entre los pliegues tutelarmente entalcados para cosechar unos blancos gusanitos movedizos, estableciéndose una primera familia queer y por eso no androcéntrica. El lenguaje popular es sabio y del niño rebelde a la domesticación se dice que tiene lombrices u hormigas en el culo.
El maestro Fourier, protomarxista y fundador de una utopía de la felicidad conformada por un contraascetismo sistemático, fundador de Armonía –un reino cuyos habitantes se asocian en torno de pasiones y gustos y en donde la satisfacción del deseo es un deber– imaginando una igualdad en donde hacer algo que asquea no es admisible ni como precio ni como mal menor, eligió entre aquellos a los que la mierda aún no asquea: los niños. En Armonía el recoger la basura está a cargo de niños de entre nueve y trece años, edad en que la escatología es una verdadera pasión que se acompaña con una lengua sucia y el gusto por la cochinada en masa.
El doctor Kinsey fue negligente en su encuesta y que tire la primera piedra el que adhiriendo a este Terror anal no lo hace tanto por su radicalidad política como por sus más entrañables –¡qué bien esta palabra aquí!– prácticas intestinales. No, no saquen una hoja, huélanse los dedos.
La bandera que Preciado nos invita a manchar es marrón como la tapa de este libro cuya imagen circular bien podría ser el logo del ano.
El ano de Preciado –nada personal– es democrático: todos tenemos uno (mujeres, hombres, putos, intersex, travas, tortas). Los sabores del ano (flujo, semen, mierda, especias, jugos digestivos) constituyen un grafiti culinario contra el blanco Ace del flujo y el semen puros, recién soltados, sustancias que a pesar de lubricar un goce tienen ese blanco de primera comunión, de traje de bodas de virgen y entonces es, paradójicamente, un color de mierda.
Jorge Salessi, que fue la biblia rosa de muchos, muestra que la existencia del relato de la sodomía, utilizada como metáfora por los discursos maestros para representar a la barbarie en la Argentina, fue organizando categorías que se aplicaron luego para patologizar cualquier forma de insubordinación social y cómo, más tarde, al compás de la consolidación del Estado, el aparato médico higienista pasó de la política sanitaria a una política a secas, que con el justificativo de la “defensa social” diagramó la ciudad moderna en base a zonas excluidas y anatemizadas. Su libro Médicos, maleantes y maricas, al poner en evidencia la dimensión fantasmática de la política, propone que el ser nacional, lejos de constituir un modelo edificante y altruista a tono con el ideario escolar, fue sustentado en una estructura paranoica donde –como bien señaló ya Hugo Vezzetti en La locura en la Argentina– todo mito de pluralismo originario brilla por su ausencia.
Como el yo freudiano, el ser argentino es producto de la repulsa y exclusión de toda diferencia (bárbaros, mujeres, homosexuales, inmigrantes, disidentes políticos). Ser argentino es no ser puto, ni torta, ni trans, ni inter, ni extranjero, ni pobre, ni loco , ni mujer. Y el acto de excretar y aquello a excretar pueden encontrar su metáfora en el ano castrado y reducido a su función coaccionada por las instituciones. El ano de la Patria fundacional son las cárceles, los conventillos, el loquero-bajo la ecuación inmigrante-loco-criminal-. En Un episodio de fiebre amarilla de Manuel Blanes y Sin pan y sin trabajo de Ernesto de la Cárcova la oscuridad se cierne en la habitación pobre. La imagen genera una metonimia entre aguas servidas, infección, humores corporales mezclados. La luz que viene del afuera es la luz del saber positivista representado por la presencia de los médicos en el primero, en el otro es la luz de la integración del inmigrante como mano de obra representada por la fábrica lejana. En Sin pan y sin trabajo un anómalo estiramiento en el cuerpo del hombre lo homologa a un gusano.
La literatura argentina es un coito colectivo retórico desde “el íntimo cuchillo en la garganta” hasta la viga que el Oliveira de Cortázar intenta manipular entre sus piernas para “embocarla” en la ventana de enfrente donde están Traveler y Talita semidesnuda –encima después de haber tratado inútilmente de “parar” unos clavos por no hablar del sentido en toda la escena de “tirar la soga”– que tan perspicazmente señaló Elsa Drucaroff. Para David Viñas, el valor estaba en lo “incisivo”, “penetrante”. Y todos los intelectuales de los años sesenta y setenta marcaban el máximo de rating con la palabra “profundo”. Un personaje de Washington Cucurto brama “enjuagame el duodeno”, “teñime las tripas de blanco”,”pasteurizame el hígado”. Leónidas Lamborghini escribe un poema en donde el narrador detiene su taxi para visitar a su hermano en un hotel, un hermano enloquecido por “eso penetrándole por detrás que tenía desde niño”, algo por lo que el visitante debería dar explicaciones: “¡Pero eso fue sólo un penetrante accidente /nada más/le gritó violento”. El poema pone en escena el duelo entre el visitado con “eso” –el penetrante accidente– y el visitante con un electroshock que lleva entre sus ropas. Entonces él sacó eso/de atrás//de años hace años/que tenía clavado/y alcanzó a clavarme eso /algo/en su larga charla/violento/y yo saqué violento/mi electroshock /que siempre llevo// y él a su vez quiso /clavarme más/su accidente penetrante.
Sería idiota hacer el psicoanálisis de los hermanos Lamborghini, que siempre desecharon la autobiografía y a quienes eso que los corría desde atrás a los dos eran los papeles nacionales, el pasado literario argentino. Los hermanos del texto no son los Lamborghini, los textos no vienen de la vida sino de otros textos sin que la vida falte y sin que se sublime: son los personajes históricos del alienista y su loco-homo, Fierro y El Negro (¿Lamborghini? ). Lo que es seguro es que en el hermano menor la sodomía no es memoria sino parodia de la retórica del grupo Boedo sobre el cuerpo del pobre (El niño proletario) y que el culo no es el vendido y humillado sino que goza y hace gozar (Sebregondi retrocede). Osvaldo Lamborghini fue el terrorista anal para quien el ano no era un resto sino un valor “Paciencia, culo y pasión” decía.
Se puede interpretar la escena de la diarrea en El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, como que el deseo suele extender el umbral que separa del asco: entonces lavar la mierda puede ser un acto de amor. Y por eso conmueve el hecho de que La loca Molina limpie la mierda de Valentín y ése, y no el beso final, sería el verdadero acto de amor; Molina se sobrepone al asco y se convierte en una suerte de María Magdalena cloacal, Valentín, con el cuerpo disciplinado y moralizado para la guerra revolucionaria, lo entrega como el de un niño. Pero también se puede pensar que Valentín abrió el culo y lo vació de su función excretora para disponerlo a infinitas posibilidades de dar y darse. Quisiera terminar con esta escena de terror anal nacional.
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