› Por Augusto Balizano
Se hizo famoso por la botica: primero del ángel y después del tango. Del café concert a la televisión, fue de un lado al otro con lo puesto: su propio criterio estético. Artista, pero también promotor de artistas, inventó, con La botica del ángel, el café concert para que luego se convirtiera en sello porteño y, como si fuera poco, también se metió con el otro gran icono de Buenos Aires, el tango. No se lo pidió a nadie, lo hizo suyo, lo vistió de rosa y celeste, le puso plumas, brillos, angelitos con velos, y una vez adornado siguió mezclando: cantantes y artistas plásticos con bailarines y escritores, músicos y actores, todos paraditos allí en el mismo decorado monocromático que salía desde su cabeza cubierta con chambergos multicolores. Se convirtió por prepotencia de talento en el gran maestro de ceremonias de su propio circo porteño.
En este mundo tanguero, macho, machista y estructurado, nadie se atrevió contra este gordo que empujó... y empujó... y justo un segundo antes de caer en el ridículo aflojó siempre para quedarse del lado del buen gusto. Estoy seguro de que esto no fue así por una simple casualidad. ¿Será ésta la receta para ser distinto y aceptado en nuestra Buenos Aires querida? ¿Había que tener receta? El la tuvo: mucho trabajo, mezclarlo con criterio y elegancia; agregar un buen número de oportunidades para otros; gran cantidad de buen humor y cocinar todo con una seguridad a prueba de sornas, poner amor en lo que se está haciendo.
Ojalá fuera ésta una receta que se sigue paso a paso y se logre el reconocimiento del medio sin violencia, sin prejuicios al gusto, sin prejuicios de lo sagrado y —por qué no— sin prejuicios a una clara elección para vivir.
Paladín de la exquisitez con sello personal, suerte de Almodóvar color pastel y Tiepolo del siglo XX, Eduardo Bergara Leumann “se nos fue re-depente”, habría dicho Niní, quien también supo pasar por la botica. O no tan re-depente...
¿De cuántas maneras se puede nombrar una relación a la que no se puede nombrar? Daniel Angelone hizo lo posible. Dijo frente a cámara que su relación con Eduardo Bergara Leumann era de padre e hijo, más tarde que eran cómplices, convivientes, amigos, confidentes. “Una relación de amor”, terminó, en una síntesis abierta para que se entienda el tamaño de su desolación después de haber quedado afuera de la Botica del Angel, el lugar que fue su casa por más de doce años, donde todavía están atrapadas las gatas de los dos, que son “como mis hijas”. El candado lo puso un primo del maestro de ceremonias, seguramente previendo que el testamento lo dejaría sin nada. Y fue justo después del mentado casamiento de Roberto Piazza, en un programa en el que se había festejado a los novios, al amor, a la escueta carta de la presidenta Cristina Fernández saludando a la pareja que Angelone se desbocó, a su modo, y se nombró: “Esto que me pasa a mí es lo que nos pasa a los gays, porque estamos desprotegidos”. “El Gordo” –como lo llama el hombre que ahora lo llora y lo cuidó hasta el final– jamás usó palabras para salir del closet. Su compañero –como sea, vivían juntos– tuvo que usarlas para que el clóset no lo deje definitivamente fuera del ejercicio de sus derechos.
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