Inspiradxs tal vez por Georges Bataille o por Néstor Perlongher, dos autores que han visto en la podolatría puntos de fuga del orden social, grupos de gays y lesbianas argentinxs fans de los pies se reúnen, redes sociales mediante, para adorar en banda. Se conectan, se lamen, votan por las patas más sensuales y organizan fiestas con consignas como “pies descalzos” o “sexo con botas”. El fetichismo de pies es subversivo no sólo porque patea a la genitalidad del centro del placer sino porque, por lo menos según la tendencia entre hombres que gustan de oler y chupar pies transpirados y velludos, quiebra la falsa premisa del ascetismo para todxs.
› Por Patricio Ezcurra
”Situación inapropiada del objeto sexual”, “transgresión anatómica”, “desviación” y todos los sinónimos imaginables para hacer referencia aquello que late a un costado de la norma aparecen en la definición de fetichismo de los psicopatólogos de principios del siglo pasado, aún vigente para muchos profesionales de la mente. Según la fórmula que el padre del psicoanálisis presentó en 1905 (en “Ensayo sobre las aberraciones sexuales” del libro Tres ensayos de teoría sexual), el fetichismo era el proceso por el cual “el objeto sexual normal es sustituido por otro relacionado con él, pero inapropiado para servir al fin sexual normal”, y como ejemplo se cita el pie, que junto al zapato encabezan la iconografía fetichista más obvia. Hay que aclararlo: en la categoría freudiana de aberraciones se incluían también la homosexualidad y el sexo oral. La relación pie-zapato era, además, metonimia hétero: el pie era un ejemplo “antiquísimo del órgano sexual masculino presente ya en la mitología”, y el zapato era “correlativamente un símbolo de los genitales femeninos”, la cavidad en el que se introduce el pie.
Frente a tanta impudicia contra natura que había visto en su trabajo y al mejor estilo Lombroso, el psiquiatra alemán Krafft-Ebing, en su Psicopatología sexual (1886), fue pionero en listas de parafilias que podrían tomarse por una Enciclopedia del delincuente sexualmente desviado. Allí estaban: el exhibicionismo, el froteurismo, el abuso de estatuas, la necrofilia, el lust murder (sí, el fetichista era visto como un degenerado capaz de acribillar con tal de obtener su objeto de deseo), el corrosivo vicio del safismo, la pederastia (que confundía bajo una misma etiqueta homosexualidad y pedofilia). Krafft-Ebing registra desde los fetiches más generales a los más específicos, como los “casos de daños a vestidos de señora por fetichismo de tela mojada” o los de jóvenes que sólo logran llegar al orgasmo acariciando cerdos. De hecho, la referencia a Cesare Lombroso no es gratuita. Krafft-Ebing asociaba determinadas clases de fetichismo a ciertos tipos físicos: “Alto grado de asimetría en la constitución del cráneo y mayor longitud del pie derecho que la del izquierdo” eran, por ejemplo, rasgos reconocibles del adorador de calzado.
¿A quién hay que agradecerle que las fijaciones excitantes hayan salido del registro perverso? La primera colaboración entre Deleuze y Guattari, El antiedipo, ese esquizo-análisis de 1972, aportó lo suyo al hablar del deseo como proceso de producción: el deseo no es el estado de un sujeto ni una tensión hacia un objeto, es desplazable, es transformación. Articula signos, huellas, recuerdos, trozos de cuerpos y fragmentos de palabras. De todos los trozos de cuerpo el pie es el más devaluado y proclive como ningún otro a dar el mal paso o a enterrarse en el barro. Es justamente esa cercanía con lo terrenal y lo bajo lo que lo vuelve vía de liberación. En La conjuración sagrada, entre las asociaciones libres de su diccionario crítico, Georges Bataille le dedicó un espacio al morbo histórico (producto de tanta fascinación como repugnancia) alrededor del dedo gordo. Bataille lo reivindica por su proximidad con los desechos y con lo abyecto. “La sangre no fluye en una sola dirección, la vida humana no es sólo un camino ideal de elevación”, dice el pensador francés. Es tan fácil como injusto dirigir la rabia hacia este órgano y es por eso que “el pie humano es sometido generalmente a suplicios grotescos que lo vuelven deforme y raquítico”. Basta con recordar la expresión “tiene las manos tan sucias como los pies”. Bataille se lamenta por la mala prensa que tienen las molestias ocasionadas por callos y juanetes en comparación con la dignidad del dolor de cabeza, y demanda igualdad de carga erótica para todas las partes: “En el caso del dedo gordo, el fetichismo clásico del pie que culmina en la lamida de los dedos indica categóricamente que se trata de baja seducción, lo que da cuenta de un valor burlesco que se vincula siempre más o menos a los placeres reprobados por aquellos hombres cuyo espíritu es puro y superficial”.
Para el brasileño y prolífico hombre de letras Glauco Mattoso (que no era su verdadero nombre sino un juego negro de palabras a partir de “glaucoma”, la enfermedad que lo dejó ciego en 1995), la potencia queer de su pluma y su mote de poeta maldito derivaban indirectamente de su gusto por los pies masculinos. ¿Y de dónde venía su podolatría? Según él, de su progresiva ceguera y de un episodio traumático de su niñez nerd. La falta de visión lo había obligado a profundizar sus capacidades olfativas. De ahí, una mitad de la explicación de su fetichismo por los pies sudorosos. A la otra mitad hay que ir a buscarla a un episodio de bullying de su infancia: una escena en la que los agresores de su misma edad lo forzaron a lamer zapatos y pies y orinaron en su boca. Mattoso escribió en 1986 Manual del amante podólotra. Aventuras y lecturas de un maníaco de los pies, un compilado, a medio camino entre la humorada y la prosa autobiográfica, sobre su propia podofilia. Allí cruzaba sus fantasías con anécdotas escatológicas y anticlericales. No faltaba la sátira porno desbordante de incorrección política (se apropiaba, por ejemplo, de textos no necesariamente literarios en clave de amante de pies, al punto de atreverse a reescribir testimonios de torturas incluidos en el “Nunca más” en clave podólatra). Y también toda una serie de consejos útiles para sobadas de dedos, lecturas recomendadas y tips del buen podólatra. El tono paródico no le restaba legitimidad a su defensa del olor a pata, según Mattoso, un potencial y subversivo desactivador del paradigma de la higiene y la asepsia. En su manual, Glauco incorporaba el argot urbano brasileño al tiempo que proscribía el sexo limpio. Sus preferencias amatorias detalladas en el manual le abrían la puerta a la sexualidad no genital. En el libro difundía, como publicidad-trampa para todo joven con curiosidad, un volante que detallaba los beneficios para el cuerpo y el alma de la técnica erótica de su autoría: el masaje linguopedal. Perlongher escribió el epílogo del manual: “El deseo del pie”. Allí trazó una línea entre el olor a queso y la irreverencia de este fetiche kitsch: “No es un mero fetiche para Glauco el olor a pies. No es algo frío e inerte para prender artificialmente el deseo de las fantasías frustradas. Más que la suciedad reciente, más que la humedad del sudor, el vestigio más palpable del erotismo era el olor, la unión espiritual y el deseo del cuerpo entero”.
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