› Por Pablo Pérez
Rowlf está debajo de la mesa. Era una de las fantasías que me faltaba realizar, la de tener un perro esclavo lamiéndome los pies mientras trabajo o mientras chateo con mis amigos o juego a alguna boludez en la computadora. Es así, mientras uno va cumpliendo fantasías se inventa unas nuevas, más sofisticadas. Esta, en particular, pensaba que no iba a poder cumplirla, que no iba a poder escribir mientras alguien me lamía los pies debido a la excitación, pero acá estoy, escribiendo mientras siento la lengua tibia, húmeda y gruesa de Rowlf.
Hasta no hace mucho me interesaban solamente las lamidas de botas. Lo importante, en este caso, es que uno pueda sentir la lengua contra el pie a través del cuero. “No siento tu lengua, perro, lamé con más fuerza”, es una frase que repetí varias veces durante el entrenamiento de esclavos. Así lo aprendí yo de mi primer Master y es así como adoro las botas de Matute, mi Master actual, lamiendo con la suficiente presión como para que se sienta cómo el cuero cede ante la lengua. Las botas de mi Amo están ahora a un costado de mi cama, es un par que decidió dejar en mi casa para que no lo extrañe tanto y, además, por una cuestión sanitaria: el hecho de que no hayan sido usadas en la calle hace menos riesgoso para la salud el lamerlas, sobre todo lamer las suelas. El placer que se siente con la lamida de botas y la lamida de pies es muy diferente. Lamer botas implica necesariamente una actitud de sumisión, en cambio el lamer pies no necesariamente. En mi ranking de sensaciones placenteras, una buena lamida de pies mientras me cogen o cojo a mi partenaire, patitas al hombro, encabeza la lista.
En el caso de Rowlf sí se trata de sumisión. Es un excelente perro, muy sumiso y obediente. A veces se rebela y quiere dominar la situación, yo lo dejo, pero apenas le doy una orden, la cumple. Muchas veces se queda durante largos minutos mirándome fijo mientras yo hago otra cosa, entonces le pregunto qué le pasa y su respuesta es siempre la misma: “Es que me gustas mucho”. Por momentos me molesta esa mirada de perro esperando al borde de la mesa un resto de comida, o una caricia o una palabra de su Amo, con el plus de que los ojos de Rowlf son grandes y más expresivos que los de cualquier otro perro, que los de muchas personas incluso. Los perros son así, y en ese sentido mi esclavo es un perro genuino. La diferencia es que cuando un perro (un can, digo) te mira, no piensa, al menos eso creo; en cambio un perro humano, además de mirar piensa y eso por momentos me inquieta. Puedo saber cuándo Rowlf me mira con amor, con aburrimiento, con altanería, sé cuándo se siente humillado, cuándo está aprobando o desaprobando. A veces capto en su mirada una actitud desafiante. “Si seguís así me vas a ojear, perro. ¡A los pies!”, le ordeno entonces, y él siempre obedece. Hoy estoy en patas, es la primera vez que mi perro me lame los pies mientras escribo, es mejor que todos los perros del mundo. Hace un rato que no siento su lengua, miro debajo de la mesa, se quedó dormido, echado en el piso, con la cabeza apoyada en mi pie izquierdo.
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