Vie 31.01.2014
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GIRO A LA DERECHA

El regreso de la peste rosa

La noticia de un vengador sexual, que parece extirpada de cualquier periódico del siglo pasado, cuando el estigma de la homosexualidad se potenciaba con la llegada de la peste rosa, recorrió los medios del mundo. Y, entonces, a pesar de las políticas inclusivas vigentes, se borró de un plumazo el concepto de vivir con HIV, el concepto de prevención, y regresó el SIDA con mayúsculas, los homosexuales promiscuos, los contagiadores y la ley persiguiendo a estos bandidos. ¿No será un síntoma de un regreso de los dinosaurios matadiversidad, una señal de giro a la derecha aquí y allá?

› Por Alejandro Modarelli

Que el diario La Nación, por la barbarie de su tono, haya tenido que cerrar la semana pasada los comentarios de los lectores a un artículo suyo sobre Michael Johnson, acusado por un fiscal de Missouri de algo así como propagador intencional del sida, revela el carácter bifronte de su doctrina: por un lado reproduce, junto con el video, una noticia amarilla que la cadena informativa yanqui Fox estaba encantada de monopolizar –la cara del guapo chico negro que vive con HIV (el titular habla directamente de sida), y lo transmite por perversión a sus amantes ocasionales– se transforma en la imagen del noticiero en una especie de simio constipado (los malos, los terroristas, suelen volverse feos en su versión Fox identikit); por otro lado, como una maestra que muestra un poco las tetas, La Nación hace como si se asustara de los efectos brutales de su gesto poco pedagógico y clausura el canal de expresión soez de los lectores ávidos de sangre, como quien apura los botones del delantal para escamotearles la visión del escote.

EL AGENTE DE KAOS

Es entonces la obscenidad del doble juego periodístico –y judicial– lo que interesa, mucho menos que el debate adonde nos llevaría el fiscal y la cadena Fox o La Nación sobre responsabilidades y complicidades involuntarias en torno del hecho ahora criminalizado, situaciones imposibles –ay, podemos dar testimonio– de descifrar una vez que se desamarra en la alcoba el goce, ese navegante sin documento de identidad (quién podría determinar si Johnson se estaba vengando del destino o qué otra sombra le atravesó la mente cuando se amarró a otro cuerpo; quién, pues, puede condenarlo a cadena perpetua si a fin de cuentas los amantes furtivos no se cuidaron como corresponde en cualquier caso, y todos, chicos, ya lo saben; si –como en tantas situaciones de esta era de afanes oculocéntricos– hubo filmaciones suyas no consensuadas en plena tertulia sexual, interpretadas después casi como las travesuras de un caníbal). Después de leer muchos comentarios sobre Michael Johnson, uno no sabe si han pasado treinta años o en realidad muy poco desde el pánico de la “peste rosa”, cuando el 56,8 por ciento de los lectores del periódico estadounidense News of the World se declaraban “a favor de la idea de que los portadores de sida deberían ser esterilizados para refrenar sus apetitos sexuales, y un 50 por ciento estaba por repenalizar la homosexualidad” (Leo Bersani en “¿Es el recto una tumba?”). En fin, que en realidad parece ser el sexo no regulado aquello que sigue angustiando bajo las capas más o menos necrosadas de su liberalización o mercantilización.

EL VOCABULARIO DEL TERROR

Se desarchiva, ahora, la antigua divisa “propagador intencional del virus”. La terminología represiva recurre a menudo para legitimarse a la prehistoria de los conceptos: ahora, en 2014, regresan a través del tratamiento dado al caso Johnson los miedos de los años ’80, cuando un diario liviano se animaba a publicar la foto de un pastor apuntando a su hijo con un rifle, porque el muchacho había contraído el virus, y en las piscinas públicas se invertía tiempo y dinero en controlar que no ingresaran posibles portadores. El mismo terror medieval a la peste negra de Venecia animaba las sombras higienistas de la era Reagan, al acecho los nuevos judíos acusados de contaminar el agua en esos haitianos infectados que ya en la década del ’90, buscando refugio en el Norte, terminaron detenidos por el Servicio de Migraciones de Estados Unidos en la Bahía de Guantánamo, prenunciando en sus cuerpos la política post-11-S y las torturas y humillaciones sexuales dirigidas a prisioneros musulmanes que todavía hoy continúan encadenados, sin aguardar otro juicio que no sea el de Alá y sin la menor asesoría legal. Escenas hardcore fotografiadas por los carceleros, que se habrán considerado así ejecutores nocturnos de la condena social, como el verdugo que deja colgado el cadáver de un ajusticiado para que lo vean hasta los niños.

Y es que el modo en que la cadena Fox trató la cuestión Johnson (repito: me niego a ingresar al campo de las discusiones morales fuera de la responsabilidad periodística) me recuerda el protagonismo de esa empresa mediática en la estigmatización de los migrantes y la reactualización cotidiana de “la guerra de civilizaciones”, donde cualquier atrocidad del gran ejército americano en Oriente Medio encuentra la justificación de la defensa de las propias murallas. Fox –líder del periodismo facho– nos devuelve sin quererlo, estas últimas semanas y a modo de parodia de parodia, a esos personajes de ficción de la Guerra Fría con los que alguna vez nos divertimos tanto: los agentes de KAOS. Aunque nadie se ría, la estética de la noticia no deja de ser kitsch. Ahora se ensaña con un estudiante negro a quien llama “sospechoso con HIV”, se las toma hasta con su rostro y retoma como un mantra las palabras del fiscal, que categoriza como amenaza a la seguridad pública sus repetidas encamadas sin protección, como hace más de un siglo los funcionarios sanitarios con las prostitutas acusadas de propagar la sífilis. En aquel momento se debatió hasta dónde se podían cercenar los derechos civiles de las incriminadas; con Johnson se repite otro tanto, y hay que ver si no termina condenado a cadena perpetua.

Habrá que analizar el contexto mundial en el que se produce esa posible condena; por todos lados (Francia, Rusia, Brasil) hay una cierta sed reaccionaria. De las leyes anti-lgtbi de Moscú a las marchas parisienses contra el matrimonio igualitario y los crímenes de odio en el país del eterno carnaval y la prolífica bancada evangélica. Le toca esta vez a la Justicia de Estados Unidos volcar el miasma del peor pasado sobre los avances culturales del presente. Hablamos de un país en el que se concibe a menudo la sexualidad como arma de guerra: prisioneros iraquíes heterosexuales obligados a actuar ante una cámara fotográfica una escena gay; donde el laboratorio Wright de su fuerza aérea en los ’90 pretendía desarrollar una delirante arma química afrodisíaca no mortífera para despertar un irrefrenable deseo homosexual en el enemigo –si hasta parece una de las bromas del Superagente 86– y volcar a unos en brazos de otro (adorable indisciplina). Un país atravesado por el fundamentalismo cristiano, una Justicia siempre tentada con la silla eléctrica, donde el sexo sin vigilancia, más allá de los movimientos libertarios de los ’70, sigue siendo para los que mandan una amenaza contra la seguridad pública.

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