CINE
La nueva película de Daniel Burman, El misterio de la felicidad, recrea en clave de humor el tópico del deseo mimético y triangular, y también el de las intensidades en las amistades masculinas.
› Por Darío Cortés
Y un día Eugenio se fue. Sin avisar. Sin despedirse. No volvió. Atrás quedaron los dos universos que lo mantenían en pie y activo, pero que no despertaban su felicidad. Uno de ellos era el negocio de electrodomésticos, llamado “Electramigo”, que tenía en sociedad con Santiago (Guillermo Francella). Atrás quedaron las mañanas en las que desayunaban juntos, los partidos de paddle, los estiramientos musculares asistidos entre ambos, los ratos de distensión en el sauna. Atrás quedaron las miradas cómplices y sin palabras que compartían los dos amigos. El otro universo de Eugenio era el de su matrimonio con Laura (Inés Estévez), la novia que conoció en la universidad y de la que nunca se separó, con quien compartía una vida algo monótona en la que se lo veía ausente.
El guión de Burman y Dubcovsky lleva al paroxismo y a la risa el viejo tópico del deseo mimético y triangular sistematizado por René Girard, el filósofo francés que postula que los deseos humanos no son autónomos sino que siempre se dan por imitación, a través de un modelo. Por eso son tres los entes implicados. Y el deseo triangular bajo la forma del conflicto amoroso es una de las maneras más recurrentes que encontraron la literatura y el cine para dar cuenta –casi siempre de manera trágica, como en La intrusa (Christensen, 1979) o Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001)– del nunca revelado misterio de la homosexualidad en tiempos de censura: dos hombres tienen toda la vida el mismo objeto de deseo (mujer, negocio, ropa y hasta la sunga) como forma de encubrir la corriente libidinal entre ellos. Pero la destacable diferencia es que en El misterio... no hay, paradójicamente, misterios en la relación entre los dos amigos. Todo se dice y se dice con humor. Por eso, tranquilamente, los compañeros de asado se burlan explícitamente de la amistad mimética y se preguntan: “¿Probaste la tripa gorda?”. “No, yo no –responde el personaje de Francella–. Todavía no la probé.”
Es decir, podría imaginarse que Santiago está enamorado de Eugenio, pero eso no parece constituir ningún trauma. Cuando acuden a la comisaría a efectuar la denunciar de la desaparición y el oficial les pregunta: “¿Qué vínculo tienen?”, Santiago se adelanta y responde: “Soy su mejor amigo y bueno, ella... es su mujer”. Cuando tienen que describir a Eugenio, Santiago lo describe como un tipo pintón, atractivo, tímido hasta que se suelta, y Laura, como un hombre pelado y con cara de nada. “Me abandonó, nos abandonó –termina diciendo su esposa–. Pero el ausente nos eligió a los dos, así que ahora nosotros tenemos que ser socios.” Cuando Laura se decide a trabajar en el negocio, increpa a Santiago en su oficina: “Vos a lo mejor sos p... homosexual. No tiene nada malo ser homosexual. Te atraen los iguales”. A lo que Santiago contesta: “No puedo definirte como es él con palabras, compartíamos todo, pero sé que él va a volver con nosotros”. Es decir que Santiago lo espera para que vuelva a su lugar, no lo quiere enteramente para él, quiere seguir compartiendo la vida con él.
La búsqueda de Eugenio los lleva por varios caminos y también a revisar viejas fotos e indagar en el pasado. Así sabemos que la amistad entre Eugenio y Santiago se fundó sobre un sacrificio –nuevamente Girard–: en pos de la amistad, ambos renunciaron a una mujer de la que se habían enamorado en un viaje de vacaciones a Brasil. Un viaje casi mítico al pasado –un paraíso en una escena final grandilocuente y luminosa– permite romper ese pacto fundante y que todos los personajes continúen con sus vidas. La resolución ya estaba implícita en una frase pronunciada por un excéntrico investigador privado (Alejandro Awada), promediando la película: “Hay verdades ocultas en los secretos... que son verdades, y a veces una mujer puede ser un buen lugar donde encontrarse con otro hombre”.
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