Estoy saliendo de mi casa y me encuentro en la vereda con los dos hijos de una amiga (uno tiene alrededor de 5 y el otro tendrá 7 u 8 años) que se acercan a saludarme. Nos paramos al lado de mi auto que está estacionado y ellos se ponen a observar los stickers que tengo pegados en el vidrio. (En un gesto más de visibilidad: dos muchachitas y al lado mis gatas, una Q.E.P.D., ¡tengo que actualizar!). Y, entonces, el más grande me pregunta: “¿Por qué son dos nenas?”; a lo que yo le contesto que una soy yo y la otra es mi novia. (No quise enredarlo con que en realidad era mi ex, en ese contexto, la aclaración no sumaba.) El abre los ojos sorprendido y se queda un segundo en silencio... vuelve a mirar los calcos, luego a mí y me dice: “¿¿¡Sos gay!??”. (El más pequeño a esta altura, sin meter bocado, iba siguiendo muy interesado la conversación.) “Sí”, le digo, y ellos insisten, como reafirmándolo, primero uno y luego el otro, que sigue los pasos de su hermano mayor: “¿¡En serio que sos gay!?, ¿¡en serio que sos gay!?”. Mientras esto sucede –todo en pocos segundos–, me desplazo unos metros por la vereda y me acerco a la vidriera del negocio de al lado (que es el local de ropa de mi hermana), donde supongo que está mi amiga, la mamá de los niños. La veo y entro a saludar, ellos me siguen y terminamos la conversación puertas adentro. Los muchachitos repiten la frase –ya no como pregunta sino más bien como un cántico–, un poco también para poner al tanto a su mamá de lo novedoso del tema. Ella me saluda con un beso, sonriente y abre los ojos sorprendida, en un guiño celebratorio. Y en eso Vicente, el más pequeño, habiendo mermado ya la excitación del mantra de la diversidad, se queda pensativo un momento, me mira y me espeta –serio– su pregunta: “Y tu novia, ¿sabe que sos gay?”.
Florencia Magnaterra
Olavarría