OUT
› Por Mariana Docampo*
Mi coming out fue un año antes de que efectivamente se concretara mi primer romance con una mujer. Provengo de una familia católica, aunque rara, muy tradicional, así que ninguno en casa estaba preparado para recibir noticias acerca de mi orientación sexual.
Pero en el momento en que me di cuenta de que toda la vida me había enamorado de mujeres, tuve una necesidad profunda de hablar con la verdad, y un día fui y le dije a mi mamá: “Mamá, soy lesbiana”. Mamá me miró desconcertada, pero enseguida se repuso y me dijo: “Pero no, cómo vas a ser”. Yo traté de explicarle que sí, que no tenía dudas y ella empezó a hacerme preguntas para hacerme entender que todo era una fantasía mía. Fue así como me preguntó: “Pero a ver... ¿y quién te gusta?”. Me gustaban miles, pero elegí una, mi compañera de la facultad Perfecta (a partir de allí ella no pudo oírla nombrar nunca más). Lo cierto es que como hasta ese momento sólo había vivido amores platónicos, no tenía forma de demostrar lo que decía, así que me las arreglé como pude. Busqué escenas de mi infancia, amistades femeninas de la adolescencia, enamoramientos de profesoras, etc., y se lo presenté todo como pruebas. Pero nada la persuadía. Finalmente mi madre fue aceptándolo, como pudo. En esa época yo sufría mucho, y cuando una de mis hermanas, la más católica, también supo de mí, me recomendó, con la mejor intención de hermana que te quiere, que fuera a un psicólogo y me dio un teléfono. Este era un viejo cura que tenía un consultorio en Chacarita. Para mí era un viaje tremendo, pero realmente necesitaba hablar con alguien sobre mis angustias existenciales, y también sobre mi sexualidad, así que viajaba cada día con mucha esperanza. Enseguida me derivó a una psicóloga llamada Mary, y que era profesora en la UCA, no me olvido más. En la segunda sesión yo le dije, al igual que a mamá (rápidamente había entrado en transferencia): “Soy lesbiana”. Y ella me echó un vistazo. Justo yo tenía puesto un vestido, y tacos, porque venía del trabajo, y tenía las piernas cruzadas y el pelo largo y suelto sobre los hombros. Entonces me dijo: “Pero vos... no parecés”, y negó con la cabeza. En el transcurso de los diez minutos restantes me explicó que yo en realidad no era, que estaba atravesando un período de confusión, que seguramente ahora no lo podía ver, pero que en el futuro vería que era como ella decía, y como fundamento desplegó ante mí, en bruto y sin contextualizar, la teoría freudiana sobre la homosexualidad femenina. o
* Escritora, autora de la novela El molino, editorial Bajo la Luna.
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