Un rescate de Philip Seymour Hoffman a través de su virtud
queer, esa que lo llevó de marica desestabilizadora metida en el porno hétero de los ’70 hasta convertirse en el Truman Capote de sangre caliente que hipnotizó multitudes.
› Por Diego Trerotola
Ni más ni menos queer que una marica desencajada: ése fue el carácter en el que se especializó Philip Seymour Hoffman en la primera década de su vida actoral en el cine a fines del siglo XX y con el que logró ganar unas dos docenas de premios internacionales, Oscar y Globo de Oro incluidos, en la década siguiente. El fin de siglo tuvo a la loca que se merecía, esa que encarnó lo mejor de los ’90, o sea, el movimiento queer y su desestabilización genérico-sexual. Primero, como para calentar el motor, fue el asistente de filmación de Juegos de placer (Boogie Nights, 1997), que se enamora en secreto de la porno star superdotada Dirk Diggler (Mark Wahlberg), y le quiere clavar un beso en el jardín de una fiesta. Una marica suelta en el porno chic heterosexista de los ’70, un puto de fuga, desencadenando el reverso, el inconsciente, lo reprimido de la trama sexual convertida en industria del entretenimiento erótico. Después, duplicando la apuesta, fue marica drag en Nadie es perfecto (Flawless, 1999), haciendo un fin de siècle a todo trolo (perdón por mi francés), para que por fin lo queer enchastrara al cine mainstream: Rusty Zimmerman da clases de canto a Walt Koontz (Robert De Niro), un oficial homófobo a más no poder. Con ese gran papel, en el sentido más drogón de esa palabra, Philip Seymour Hoffman no sólo se esnifó toda la energía de De Niro dejándolo en la sombra de la película, también logró traficar su sensibilidad en la historia de los mejores retratos queer de la historia del cine, esas interpretaciones que postulan que la ficción determina tanto el cuerpo como la naturaleza, confundiendo los límites de una y otra, mareando a la realidad con la fantasía y el deseo. Como la Myra Breckinridge de Gore Vidal y Michael Sarne, como Frank-N-Furter en The Rocky Horror Picture Show, Rusty es un Frankenstein de citas cinéfilas, enchufando la batidora de la mente y el cuerpo hasta marearse y servir un plato fuerte de feminidad estrambótica, imposible. Como postre, un diálogo de la película:
Walt Koontz: Eh, vos no sos una mujer.
Rusty Zimmerman: Solamente no soy “tu” idea de mujer.
Walt Koontz: No sos la idea de mujer de nadie.
Sí, ésa es la mejor opción, no ser de nadie, ir más allá de la imaginación genérica. Allí llegó Philip Seymour Hoffman en esta película bastante basurera que pocas personas disfrutaron tanto, que merece un culto aparte y que tiene los guiños LGTBIQ más políticos de los ’90 junto con el cine de Todd Haynes: en una escena, Rusty se opone a los activistas que quieren uniformar la Marcha del Orgullo imposibilitando que las drags vayan vestidas como quieran. Tal vez después de ese papel alguien en Hollywood atendió las plegarias de cada marica para que él encarnara a Truman Capote e hiciera de eso bien indefinido, que está entre la vida y la literatura, una performance de heroísmo de no-ficción. Así, desencajado de la dietética hegemónica de los cuerpos de Hollywood, fue inmenso al triunfar en la mariconería como casi nadie. Y tal vez por no soportar la sangre fría, por querer llevar por siempre la heroína dentro, se pinchó una dosis que dejó que su cuerpo se escapara más allá de lo imaginable.
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