Priscilla, la reina del desierto, con un despliegue que nada le envidia a la versión de Broadway, pero que tampoco escatima en toques de humor y calidez locales, expone entre sutilezas y estereotipos de la comunidad lgbtt una escena poco común: el encantamiento amoroso entre una señora trans (Pepe Cibrián) y un caballero que la admira (Omar Caliccio).
› Por Lohana Berkins
Qué paradoja. En el desierto, ese lugar donde supuestamente no pasa nada, se desarrolla esta historia y se desencadenan situaciones desopilantes, con un vestuario y una escenografía glamorosos y provocativos, actuaciones y voces impactantes. La obra es fiel a la historia de la película. La producción, los bailes, el vestuario, algunos cuadros son apabullantes. Los tres personajes principales, dos drags y una trans, son marcadamente estereotipados, sí. Pero no hay que perder de vista el contexto de la obra original, escrita hace casi 30 años. Si bien se trata de una comedia (y musical), capta y refleja con gran realismo relatos de lucha, soledad, frustraciones y también nuestras contradicciones como comunidad. Priscilla refleja a las claras que en distintas culturas hay un patrón histórico que se repite, estigmatizado y que nos marca. En ese otro confín del mundo hay cosas comparables a la historia nuestra. En Australia se es tan víctima del maltrato como acá. La obra hace uso de nuestra ironía como modo de resistencia, una estrategia de defensa individual que se vuelve colectiva. La música ochentosa y noventosa contribuye a la iconocidad gay de la obra. Lo performático, también. Es curioso cómo hemos ido encontrando refugio en el cine y el teatro. Siempre fueron espacios de liberación para las travestis: sentirte Priscilla, Marilyn Monroe, Judy Garland. Siempre atravesadas por esas fantasías, quizás escapistas, pero liberadoras.
El lenguaje es muy interesante también porque es el que nosotras usábamos en aquella época, con un montón de expresiones que hoy podrían sonar homofóbicas e incorrectas. Un lenguaje lleno de prejuicios que en ese momento también circulaba hasta dentro de la comunidad. Los estereotipos están presentes, dan escalofríos, pero me parece que es necesario contarlos. Deben mostrarse porque persisten. Está bueno ver cómo hemos llegado hasta acá y qué pasos hemos dado. Todo eso que hoy podríamos criticar, en otros momentos quizás eran la estrategia, las formas precarias que en esa época habíamos podido construir para romper con la cultura dominante. Pienso que todo el mundo debería ver la obra, el público de la comunidad y el hétero. Porque los modos en los que cada época nos piensa a nosotras van cambiando, pero tienen un mismo fondo. La discriminación va tomando otras aristas y formas más sutiles, imperceptibles, y está bueno ver esa transformación en el tiempo, que se ponga en escena algo que historiza el movimiento.
Son pocas las ficciones que nos ponen a nosotras en situaciones amorosas, como cuerpos y subjetividades deseantes y deseables. Esta historia de amor bajo ese cielo maravilloso fluye despojada de cualquier barrera corporal e identitaria, y de prejuicios. El la había conocido a Priscilla siendo joven, ella era una estrella, esa fantasía lo había alimentado y tiene, por lo menos, la oportunidad de decírselo. La imagen en la que ella se duerme en sus piernas es tierna porque da la sensación de que Bernadette por fin encuentra a alguien con quien puede relajarse, ser ella misma. Priscilla propone que hay un mundo posible para construir, que siempre nos pueden sorprender situaciones inesperadas, que siempre hay una esperanza para la realización. Tanto para la maternidad (no como una obligación sino como una opción) como para la construcción de una pareja. Uno de los logros de Priscilla es lo bien lograda que está la idea de que, más allá de la parafernalia y espectacularidad, ésta es una historia de amor que le podría pasar a cualquiera, montada con inteligencia, sutileza y creatividad.
Me quedé pensando, después de ver la obra, en cómo es el amor trava, cómo pensamos nuestros cuerpos en relación con él, cuál será el imaginario sobre nosotras, por dónde circula nuestro deseo, cómo hacemos el amor. Falta pensar en nuestro deseo más allá de la estética travesti. ¿De qué nos enamoramos nosotras? Curiosamente las personas que estamos o estuvimos en situación de prostitución tenemos una moral victoriana de terror. Por nuestra historia de lucha tuvimos que priorizar otras cosas, el amor se nos aparece siempre como tema menor. Fantasear con pajaritos frente a un policía que te iba a matar, escribir cartitas con corazones, en el contexto de opresión en el que se daban nuestras vidas, nos pareció siempre una nimiedad. Hoy, de a poco, son temas en los que podemos empezar a pensar. Es común que nos representemos a nosotras mismas una sexualidad o una posición frente al amor infantilizada. Por algún motivo siempre terminamos saliendo con chicos mucho menores, que muchas veces hasta doblamos en edad. Y ahí aparece la cuestión del dinero. La trava que logra alguna independencia económica, se pone frente al chonguito joven en un lugar de proveedora. También hay cierta masculinidad que traemos impregnada en nuestras subjetividades. Cuando un chico lindo pasa, tendemos a mirarlo y decirle alguna cosa, muchas veces desvalorizamos a nuestras parejas. Si un chico estuvo con alguna otra trava que conocemos, resta puntos. Todo eso es parte de una mirada machista que muchas veces sin querer reproducimos.
Y también del otro lado: es muy común escuchar al novio de una travesti decir: “Para mí ella es una mujer”. Eso suena a esas justificaciones de los tipos como “estaba oscuro y pensé que era una mina”, “es tan femenina que no parece travesti”, “no me había dado cuenta y... ¡resultó ser una mujer con manija!”. Lo que ellos no quieren es agarrar la manija de su propio deseo. En el relato masculino pocas veces aparecen frases como “quería probar algo nuevo”. Históricamente, nuestras parejas han sufrido nuestra propia marginación: tener que contarle a la familia, bancarse la estigmatización. O cuando caminaban con nosotras yendo a algún lado, se aprendían el camino, esquivando avenidas para no cruzarnos con la policía. Sabían que si la policía nos paraba, ellos tenían que seguir caminando porque no tenía sentido caer los dos: uno de los dos tenía que llevarle al otro una frazada a la celda. Todo eso influye en el amor.
Poco a poco vamos a poder ir estableciendo nosotras mismas nuestros contratos afectivos (esto me gusta y esto no, esto lo negocio y esto no) en vez de pegarnos tanto al deseo del otro, no sólo complacer. Más allá de la obligación de ser esbelta, hiperfeminizada, provocativa, ¿por dónde pasa nuestra cotidianidad, esa de amanecer dormida junto a otro u otra? La domesticidad de nuestro amor no está construida todavía. Nuestro deseo siempre es dicho por otros y nunca por nosotras mismas. ¿Dónde queda para nosotras el sexo y el amor, si nuestra sexualidad es formulada como prostibularia?
Cuando dije públicamente que me gustaban las mujeres, recibí acusaciones dentro del movimiento; de posmo, por ejemplo. En ese momento, las únicas que rompieron esa barrera de prejuicio fueron las lesbianas. Dijeron: “¿Por qué no?”. Fue un antes y un después para disociar identidad de género de orientación sexual. Hoy, las travas manifiestan que les gustan hombres trans, y otras travas, mujeres, sin tanto rollo. Estamos más amplias de criterio.
Tantos golpes y humillaciones no nos han quitado la capacidad de amor. De a poco iremos amando nuestros cuerpos como son y valorizando nuestros deseos. ¿Cómo la sociedad va a desear un cuerpo que no se atreve a imaginar? Ha desaparecido, por suerte, el artilugio de esconder el pene, lo que Lemebel llama la cirugía del pobre. Vamos dándole un nuevo sentido a nuestra corporalidad: no me vengas con que te acostaste conmigo porque soy tan mujer. Parafraseando a Simone de Beauvoir, diría: el día que una trava pueda no amar con su debilidad sino con su fuerza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal.
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