Con ansia de explorador, el cuerpo dispuesto como un campo de ensayo y un manojo de reglas que pueden inventarse cada vez; así se aventura el cronista en prácticas de sexo radical como el S/M o el bondage. Un viaje al reino del dolor y la sumisión, donde los destellos del placer conjuran a la muerte. Una reivindicación del goce sin ninguna corrección política; pero eso sí, siempre de común acuerdo.
› Por Alejandro Modarelli
”Ha entrado y yo llevaba las cuatro fajas de sábana en los brazos, como los atributos de un rito, de un bautismo. Yo había dejado a la vista el negro falo inflado de agua hirviendo y engrasado, las disciplinas, las pinzas de la ropa, no ha puesto expresión de sorpresa. Le he dicho: ¿quieres ser mi víctima o mi verdugo?” (Los perros).
Por la promesa que encierra, este texto de Hervé Guibert podría provocar temblores mayores que cualquier sucesión de imágenes del canal Venus, el clásico “mete y saca” de unos órganos sexuales en general bien dotados para el ojo de la cámara, o para el espectador que busca menos masturbarse que observar en estado alfa cómo otros supuestamente gozan por él. No es que las rutinas pornográficas de la televisión de cable carezcan para el mirón de combustible sexual, muy útil además para los encuentros de alcoba. Antes bien, la escena pornográfica puede ejercer como salvación de ese encuentro de dos, al meterse con ellos en la cama y hacerse cargo del deseo. Pero Los perros recrea algo más allá de ese tercero hospitalario: a través de la puesta en acción del juego sadomasoquista (S/M), el texto invoca un momento mesiánico, un raro goce siempre por llegar, en cuya espera el cuerpo —el sujeto de ese cuerpo— deviene campo de ensayo radical de dolor y placer, de acuerdo con un pacto entre quienes se eligen víctima o verdugo. Quizá después vendrán las caricias, los besos y el reposo, lo que dentro de la subcultura S/M llaman, en su lengua de origen, “el after care”, el cuidado posterior, que todo buen Amo debe procurar a su esclavo, a riesgo si no de perderlo. Ternura que adviene acaso tras una experiencia extrema de disolución.
Hay no obstante que aclarar que el S/M es apenas una de las prácticas sexuales que forman parte de una cultura mucho más vasta, cuya sigla, surgida en 1991, es el BDSM. Prácticas que se relacionan a menudo entre sí: Bondage (ligaduras); Disciplina; Dominación y Sumisión y Sadomasoquismo. La subcultura leather, o de cuero, surgida en los ‘50 entre la comunidad gay californiana y neoyorquina, está estrechamente vinculada al BDSM.
“El relato de Guibert fue para mí como un disparador, algo que venía a pintar eso que se me cruzaba por la cabeza desde chico. ¿Cómo sería sentir que estás a merced de un ogro? Todavía no sabía bien el nombre de esa experiencia del relato. Al mismo tiempo, yo me calentaba mucho con unos personajes de Titanes en el ring, sobre todo Míster Moto. Cuerpos musculosos y agresivos, imaginate cómo me puse cuando vi por primera vez los dibujos de Tom de Finlandia. Lo del cuero, que viene muchas veces tan asociado al S/M, era apenas un agregado. No era como en otros un fetiche, una condición para hacer plena la fantasía. Entonces empecé a investigar por Internet y me puse en contacto con mi primer Amo. Así fui aprendiendo códigos con él y negociando las características del primer encuentro. El tipo no esperaba a cerrar la puerta y ya en la escalera me ponía una bolsa en la cabeza. Era como si alguien te asaltara con violencia y vos decidís no luchar, entregarte, y eso fuera entonces tu manera de hacer cargar al otro con la responsabilidad de tu existencia. A ver qué hacés ahora conmigo: te cedo el poder, sos mi Señor pero, ojo, esa posición te la tenés que ganar todo el tiempo. El juego de poder es fluido, exige que yo te vea y decida subirte al trono. Porque en tu presencia intuyo tu saber, del que me voy a alimentar. Enseguida vinieron las experimentaciones con el dolor, las ataduras o bondage; al tiempo me puso un collar, me dijo: ‘Esta es una señal de entrega hacia mí, de amor. No se lo doy a cualquiera’. Soy tu perro, le dije, y no me da asco comer de un plato en el piso. Después de la sesión nos quedábamos conversando de películas o libros y muchas veces dormimos juntos abrazados a la noche, cogiendo según las normas comunes. Mis encuentros S/M tuvieron lugar a lo largo de un año, y son recuerdos muy intactos. Dejé la práctica porque me quedaban marcas en el cuerpo y no podía desnudarme delante de mi pareja, que no sabía nada de mis escapadas. Además, el dolor de entre semana persistía y no sé por qué ahora eso me ponía sobre todo triste. Podría definir ese sentimiento como el de un pibe que fue abandonado en una casa vacía y está esperando a que el mayor vuelva. Era como un bajón después del éxtasis. Pero haber entrado en ese mundo me dejó una resistencia al dolor físico que todavía me asombra. Mi cuerpo tuvo a través del Amo la posibilidad de llegar más allá de lo que yo imaginaba, y le quedó, digamos, una especie de sabiduría.”
Sabiduría del cuerpo. Las prácticas de Adrián —de él se trata el testimonio— llevan a pensar en las constataciones del filósofo Michel Foucault. El BDSM sería, según su descripción, un trabajo de conocimiento, más cercano a un arte de vivir el deseo, a una ascesis, que a la verdad misma del deseo que postula el psicoanálisis, soterrado en el inconsciente. Importaría acá menos una ciencia que dé cuenta del origen y clasificación de sus goces —por ejemplo, qué fantasma edípico está detrás de ellos— que una determinada forma autónoma y ascendente de explorarlos o reinventarlos. Así, la humillación de un sumiso que debe limpiar la mierda de su dominante, el dolor de un esclavo, se convierten en experiencias que los trascienden. Su cuerpo, su mundo imaginario, será un espacio estratégico para desplegar sensaciones de placer impensadas. Ya el hecho de que el juego S/M no tenga como eje anatómico los genitales sino más bien toda su superficie, recorrida por instrumentos extraños y específicos, aleja al cuerpo de una tradición de goce que lo constreñiría necesariamente a penetrar, a ser penetrado según el mandato bíblico. En un artículo de 1977, Foucault —fascinado con sus visitas a los centros S/M gay de San Francisco— proclama: “¡Abajo con la dictadura del sexo...! Estoy a favor de la descentralización, la regionalización, la privatización de los placeres”. Como se ve, toda una plataforma teórica y política donde el sexo querrá hallar otros ejes que no residan sólo en la hondura y el imperio de los órganos sexuales. No se buscaría, pues, emancipar un deseo cuya verdad y producción han sido establecidas de antemano sino de innovar, de crear otras formas. No se trata, tampoco, de un programa autoritario al estilo del Marqués del Sade, de quien Foucault se iría alejando, hasta llamarlo “el sargento del sexo”. Al formularse la pregunta de Guibert —“¿Quieres ser mi víctima o mi verdugo?”—, la escena sadomasoquista moderna se construye bajo la regla permanente del consenso.
La práctica del fist fucking, “coger con el puño”, es toda una variante de goce, la única práctica sexual inventada en el siglo XX y en el interior de la cultura S/M californiana. Pone en primer plano una región del cuerpo que no tiene la función clásica de producir placer: el puño, el brazo. “Un arte —dice la teórica queer Gayle Rubin en The Catacombs— que necesita seducir uno de los músculos más sensibles y estrechos del cuerpo.” Algo que fue definido como “yoga anal” y que requiere para su ejecución un ámbito de silencio, de intimidad y de confianza.
Un cine XXX céntrico porteño, un club de hombres de cuero sobre la calle Viamonte, nos regala un fresco de fabulosa masculinidad emperifollada de insignias alrededor de la barra del bar. De pronto, dos que evocan a motoqueros americanos de los años ‘50, y que acaban de contarse la semana con una cerveza en la mano, se pierden en un laberinto penumbroso hacia una sesión de fist fucking. De la conversación y la risa de salón al silencio de una ceremonia que otros buscarán presenciar circunspectos. De la inquietud de ese silencio en la mazmorra a las quejas gozosas de uno de esos dos hombres. Su recto es ya una isla donde queda enterrada, junto con el puño del compañero, una larga tradición de sexo macho. A su lado, raros objetos rituales: un balde lleno y otro par de guantes. Mis ojos se inclinan ante el acontecimiento. Un varón que ofrece de ese modo su cuerpo acelera el universo, y con ese cuerpo que se abre al abismo hay algo en mí que también se modifica y aún no sé de qué se trata.
La subcultura S/M del ambiente gay y lésbico de San Francisco y Nueva York se encontró en los años ‘60 y ‘70 con la incomodidad de una corriente de activistas que veían en toda esa parafernalia de estética militar o leather —y sobre todo en sus recreaciones de las formas de poder— una evocación enamorada del fascismo, algo más o menos impresentable en su reclamo de aceptación e integración igualitaria en la polis democrática. En su libro Public Sex. The Culture of Radical Sex, Pat Califia, en aquella época una lesbiana que se definía como “sádica” (un nombre irritante incluso para las Amas o dominantes femeninas) y hoy es transgénero, se quejaba de las organizaciones gays y lésbicas que pedían a los grupos S/M mantener en el closet su sexualidad, para admitirlos dentro del movimiento. El feminismo ortodoxo, que veía la pornografía en contigüidad con las formas históricas de explotación y sometimiento de las mujeres, llevaba además a las lesbianas S/M, como las del colectivo Samois, al ostracismo penitente. “Como misioneras británicas en la Polinesia, insisten en interpretar las prácticas sexuales de otros conforme su propio sistema de valores. Un perfecto ejemplo de esto es el debate en torno de la transexualidad. En su forma actual, el feminismo no es ya el mejor marco para el trabajo teórico sobre las sexualidades divergentes”, escribe Califia en 1980.
Eleonora D. Lud es una feminista anarco, del barrio de Montserrat. Siendo además BDSM, no usa cuero porque se decidió hace tiempo por la ética veganista. Es decir, no consume nada que provenga del sacrificio ni del abuso de los animales. Prefiere unos códigos de vestuario más cercanos al glam. Y ama ponerse portaligas para la sesión, medias de red, unas prenditas insinuantes que disgustarían a cierto feminismo. “El feminismo ortodoxo no entendió que en el juego BDSM aquellos términos y prácticas como roles, dominación o sumisión difieren de las relaciones de poder y opresión estabilizadas en instituciones, que son previas, rígidas y permanecen en la opacidad de lo cotidiano. Mirá, si no, la desigualdad en la retribución a la mujer por el mismo trabajo que hace un varón, o en el control de su cuerpo y la reproducción. Acá el punto es el consenso y el placer, no es como con esa esposa que el marido viene del trabajo y para descargarse le pega o se la coge contra su deseo. Se teatralizan las relaciones de poder, se hacen explícitas las estructuras de sometimiento o de crueldad, de jerarquías y opuestos. Esos modos de relacionarse pueden habitar en el núcleo fantasmático de mi deseo, y seguramente esté en toda sexualidad. ¡Cuántas parejas no han actuado en un momento alguna escena S/M, o D/S! Sin que signifique, digo, que quiero ser efectivamente violada por un batallón, humillada por un jefe o que quiero navajear a mi pareja. Por eso en este ambiente hay que estar muy atento en el momento de la negociación en no caer en manos de alguien que busque dañar en serio. Además, abundan los tipos que en realidad lo único que buscan es sexo con mujeres que suponen fácil. Eso se va aprendiendo en la socialización BDSM. Las chicas nos conectamos sobre todo por Internet, aunque ya existen algunos lugares de encuentros privados. A mí me parecería muy disruptivo que surgiera una comunidad de este tipo pero queer, es decir donde pudieran experimentar juntos lesbianas, gays, trans, cross-dressers o bisexuales.” Eleonora es switch, que en el lenguaje BDSM indica al que puede intercambiar los dos roles, el dominante o el de sumisión, según lo acuerde con el compañero o compañera. En el medio local es poco menos que una oveja negra. Incomoda, porque los roles, al parecer, no son acá tan fluidos como le hubiera gustado a Foucault. Y, para ella, desestabilizar los roles es una decisión, un goce de orden político. Le pregunto qué significan y cómo se escriben, además de ese término ilustrativo (switch), otros que me enumera: Vanilla, todos lo que no son BDSM. 24/7: algunas parejas de sumiso y dominante ejercen las 24 horas, los siete días de la semana. “La vida de mi mamá, pero en este caso con consenso”, se ríe Eleonora. RACK: “Risk Aware Consensual Kink”, que se traduciría como Racsa, riesgo asumido y consensuado para prácticas de sexo alternativo. EPE: intercambio erótico de poder. SSC: seguro, sano y sensato, consensual. Floggers: látigos utilizados para disciplinar. Pero, en fin, Eleonora sugiere que nada es definitivamente tan seguro y quizá tampoco tan sensato, como tampoco lo es en otras formas de sexualidad, pero plantear así el tema parece ser una buena estrategia contra los miedos de los primerizos.
“Hace ya varios años que no tengo sexo penetrativo. Eso significó para mí una transformación en el modo de gestionar los placeres. Fue una construcción creadora, en el sentido que tenía para Michel Foucault, y una deconstrucción de esa pieza históricamente tan bien armadita en Occidente que es el cuerpo sexuado y el uso recto de la sexualidad. Es una forma de resignificar en el sexo las estrategias de poder. Olvidarme de esa dimensión política sería como reducir la experiencia BDSM a un asunto de psicología, de hedonismo extremo, de producción en el cuerpo de sustancias químicas que llevan al nirvana a través del dolor. Algo de ese estilo está presente en Homos, de Leo Bersani.”
Leo Bersani, amigo de Michel Foucault, no es un teórico de la cultura caro al pensamiento BDSM. Nadie puede, sin embargo, dejar de admitir su lucidez, aunque disienta de sus críticas. Con el capítulo “El papi gay” entre las manos, les pido a Marcelo y a Matías, pareja S/M y miembros del Club Leather de Buenos Aires, una respuesta a Bersani, que consideraba en 1991 que, si bien las vuelve explícitas y levanta por tanto una represión social, en su abierta adhesión a las estructuras de poder —y al indisimulado apetito de éxtasis que éstas prometen—, la cultura BDSM sería en realidad cómplice de su subsistencia. Marcelo no duda: “Creo que esa visión pertenece a una época pasada en que todavía se privilegiaban ideales de una igualdad que muchas veces terminaba por ser meramente formal. Que en el caso de la comunidad Glttb suspendía las diferencias de posición, que en la realidad seguían intactas. Esos ideales fueron necesarios en un proceso político que va desembocando en la adquisición de derechos civiles, en una seguridad jurídica que se fue extendiendo. Veo un cambio de percepción de la cultura BDSM hacia mediados de los años ‘90, cuando el horizonte de igualdad legal ya está afirmado. Plantear opuestos, gestionar las diferencias, vuelve entonces a resultar atractivo. Ahí se fortalecen ciertos grupos de intereses sociales específicos, como el nuestro. Empieza un período de visibilidad BDSM, en la que Matías y yo militamos hoy en la Argentina. Antes de 2000 aparecen en Buenos Aires los clubes Fierro Leather y después el nuestro. Las primeras reuniones comunitarias se hicieron en el cine ABC y en Tomás. En la Argentina va evolucionando, pero de a poco, nuestra aceptación dentro de la comunidad Glttb. El nuestro es un contexto social similar al mexicano, de un cierto avance de derechos igualitarios y lenta revalorización de lo diferencial. Hoy la gran escena BDSM está en Alemania, en Barcelona, y no tanto en Estados Unidos, donde el ámbito público fue decayendo por efecto de las políticas conservadoras de estos años, que terminaron por minar los ambientes alternativos”.
La hipótesis de Marcelo se completa con una intuición que hubiera entusiasmado a Reinaldo Arenas o a Néstor Perlongher. Para él, las prácticas BDSM vendrían a restituir por una vía lateral un modelo relacional de opuestos que había sido repudiado en el auge de la cultura gay igualitarista, como el del chongo y la marica, el tío y el sobrino, el fuerte y el débil, pero privándolo de las estructuras y efectos de dominación históricas.
La voz profunda, la actitud magistral de Matías cuando habla, me perturba. Es Amo, pareja de Marcelo, aunque tiene otros esclavos, y por alguna razón en su interior mi cuerpo lo adivina antes que mi conciencia. Es el primer dominante con el que converso desde que inicié mi investigación. Defiende en nombre de la diversidad el derecho de los leather a buscar lo que les gusta, la masculinidad: “Quienes nos tildan de machistas están equivocados. No revalorizamos al macho en tanto que macho sino un gusto por las formas, unas formas además muy codificadas”. Cuando se piensa en sus prácticas corporales, desvirilizadas en su acepción clásica, uno puede admitir esos argumentos. Matías compara su función de Amo con la de un explorador de personalidades, un psicólogo atento al lenguaje de los cuerpos: “Al principio uno tiene que asumir la tarea del espía. En general —y es mi caso—, se accede al saber hacer S/M primero jugando como sumiso. Porque, por ejemplo, el arte de las ataduras con cuerdas, que remite a un viejo arte japonés, no es simple. Negociar un contrato, tampoco. No cualquiera tiene idiosincrasia de Amo y eso enseguida se nota. Si sos inexperto, tu sumiso puede detener el juego, aburrirse. Si te excedés y no respetás la palabra de seguridad, lo perdés y tu fama de loco corre por todos lados. Incluso existe el metaconsenso, esto permite detener por seguridad la sesión si pensás que tu sumiso está sobrepasado, embriagado, y por algún motivo no echa mano a la palabra clave”.
En su eminente embriaguez, el cuerpo S/M quizá sueña en última instancia con explorar la cercanía imaginaria de la muerte. En Un año sin amor, Pablo Pérez, aficionado al S/M agobiado por síntomas del sida, busca a través de un diario personal —a la vez reescritura erótica de su cuerpo— usurpar los tiempos y blasones de la muerte, que cree próxima, para vivificarse. La escena S/M se abre entonces para él como un campo propicio de restitución de placeres: “Cada orgasmo es para mí como un golpe eléctrico que me revive un poco, aunque sea por unos minutos; como un rayo que me trae de la muerte a la vida”.
Multiplicidad de dimensiones. Un Amo desconocido me pregunta por chat si conozco las reglas de la sumisión. La pregunta me recorre el cuerpo. “No las sé, Señor. Me gustaría aprenderlas de su mano.”
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