Viernes, 26 de septiembre de 2008 | Hoy
ES MI MUNDO
A más de 30 años de su publicación –¡en 1976!– y su inmediata censura, Monte de Venus, la segunda novela de Reina Roffé, es casi un incunable, un secreto bien guardado que sin embargo circula de mano en mano y de boca en boca, como corresponde a una buena historia de lesbianismo salvaje.
Por Claudio Zeiger
“Esa tarde se había cortado todo el vello de su sexo.” Si esta frase, aún hoy, es audaz para abrir una novela, lo era más en la Argentina de ¡1976! Toda una invitación a la censura. Y para colmo, la primera línea de una novela intitulada Monte de Venus. Naturalmente, el libro de la joven autora Reina Roffé fue prohibido a los pocos días de salir.
Hoy, la anécdota horrible de la censura le ha agregado sentido a un afán auténticamente transgresor presente en Monte de Venus, una novela “clásica” de los cruces literarios de los ’70 (violencia del lenguaje y violencia política, un poco a la manera de The Buenos Aires affair de Manuel Puig) pero con una novedad radical: la fuerte impronta lésbica de una parte central del relato.
Reina Roffé había tenido un promisorio debut literario siendo muy joven con la novela Llamado al puf (Premio Sixto Pondal Ríos en 1974) y dos años después ratificaba con audacia el ser una joven promesa o realidad literaria con su segunda entrega. Ella misma confesaría después haberse sentido muy tocada por la censura.
“Monte de Venus fue mi novela ‘planificada’, donde traicionando el mensaje individual, subjetivo, ‘femenino’, pretendí hacer una pintura realista de los avatares de una franja social inmersa en y condicionada por las convenciones absolutistas que regían la sociedad en general. En apariencia, la pintura fue realista y la intención desafortunadamente acertada, ya que a los pocos días de editado el libro cayó en la mira de la censura que, de un solo plumazo, firmó la prohibición por inmoralidad y lo retiró de circulación”, escribió unos años después. “Debo admitir que la censura me afectó y afectó –por ende– mi escritura. Por primera vez tuve plena conciencia de que no podía escribir lo que quería. Y en consecuencia me pregunté qué era lo que yo de verdad quería escribir, más allá de lo prohibido y lo aceptado.”
Este camino de autocuestionamiento la llevaría a escribir la novela La rompiente (1987), texto francamente experimental y atravesado por preocupaciones teóricas que fue un hito de los años ochenta y sigue siendo objeto de estudio académico en varias universidades del mundo.
Volviendo a Monte de Venus: esta interesantísima novela convocaba una lectura política propiciada por ciertas tensiones del propio texto, basada en una confrontación entre proyecto colectivo y vida individual. La novela transcurre en un liceo de señoritas, en el turno nocturno. Hay allí el registro cotidiano de una comunidad compuesta por una mayoría de mujeres
–alumnas, profesoras– y algunos hombres. Esta parte de la trama va virando hasta mostrar la inminente politización de la sociedad y la aceleración del tiempo histórico tras Ezeiza y la vuelta de Perón a la Argentina. Hay una toma del colegio, petitorios y fin de curso al grito de Viva Perón. En los capítulos intercalados se narra la particular vida de una de las alumnas más misteriosas del curso, Julia Grande. Ese personaje va tomando por asalto la novela así como las chicas toman el colegio. Su historia es la salvaje novela de iniciación de una mujer que descubre su sexualidad en una gira picaresca que la lleva del pueblo a la gran ciudad, a la calle Corrientes, la vida nocturna y la vida secreta de una Buenos Aires poco conocida en los ’70. Las andanzas de Julia no tienen nada que envidiarles a los personajes marginales de Sarah Waters y, para colmo, están insertadas en una novela que en su otra vertiente cumplía con los mandatos de “compromiso social” y contenidos politizados.
Cambian los tiempos y la lectura política de Monte de Venus se resignifica: hoy, debería focalizarse en el relato de Julia no sólo por su marca de identidad sexual sino por ser un relato a contrapelo de la visión doméstica y endogámica más usual o de relaciones amorosas que potencian la postulación de una sensibilidad y un erotismo específicamente femeninos: recrea un lesbianismo salvaje y callejero, y Julia está bastante lejos de ser una heroína limpia y edificante; más bien, la turbiedad de sus sentimientos y sus acciones la asimilan al pícaro que sobrevive en la marginalidad y que actúa bien sólo cuando puede. Además, es varonera y machorra, aunque sabe explotar su lado “femme” si cuadra a sus intereses. Es una visión realista que –se nos ocurre ahora– disputaba la calle a escritores bien machos como Jorge Asís, llegando inclusive a hablar de los bares donde se juntaban los reventados.
La propia autora consideró que su intención realista naufragaba “por la emocionalidad de uno de los personajes que empieza siendo secundario y termina por ganar el centro de la narración”. De todos modos resulta interesante que la novela, si bien presenta ese aspecto disruptivo señalado por Roffé, gana en el entramado de los dos planos narrativos que se van uniendo hacia el final, disolviendo en gran medida la visión de una parte que devora a la otra estilo pacman. Ese entramado, ese colegio de mujeres anclado en medio de la primavera camporista y esos aires de la mejor picaresca criolla, se aúnan para ofrecer una de las novelas más originales de su momento, intacta en su frescura, y que más allá de la censura siguió el derrotero de los secretos bien guardados.
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