DANZA
En exclusiva, antes de viajar a Chile a preparar su próximo espectáculo, Pablo Rotemberg habla de sus influencias, obsesiones, miedos y procesos de trabajo.
› Por Magdalena de Santo
Pablo Rotemberg, uno de los directores más influyentes de la escena independiente local de danza teatro, hizo de la cogindanga un campo estético descomunal, para de este modo tematizar la violencia y la vulnerabilidad a la que estamos sujet*s. Porque si el sexo es una coreografía corporal más o menos pautada por reglas sociales, él supo estallarla con una ingeniería tan reiterativa como compulsiva en la que mucho de lo inefable se pone de manifiesto.
–La música y el cine. Yo era el típico niño tímido, hipersensible, muy vulnerable a los estímulos artísticos. El cine, la literatura y la música fueron las cosas que más me prendieron, era muy voraz. Por supuesto, Pina Bausch, DV8, Rosas y colegas míos argentinos que evidentemente dejaron una impronta en mis coreografías. Pero hasta los 18 o 19 años mi idea era ser pianista de música clásica, intérprete. Y después eso colapsó, lo dejé, y empecé a estudiar cine. Son dos disciplinas que desde muy chiquito soy fanático. Yo era de Ramos Mejía, y mi papá me llevaba a las clases de solfeo, armonía, y después era una fija que íbamos al cine.
–Ahora quizá no me gustan o me aburren, pero en su momento me hacían hervir la sangre Pasolini, Fassbinder, Visconti, que ahora me parece aburridísimo –excepto lo más neorrealista–: todos gays. Tiene que ver también con la época de mi despertar sexual. Yo con esas películas me moría, con esa mezcla de homosexualidad con alta cultura.
–Bueno, él me compraba la Enciclopedia del cine, entonces muchas de las películas que íbamos a ver, yo ya algo sabía. En esa época había una poética de los fotogramas que aparecían en las revistas, que en sí ya era una experiencia sensorial y artística. Yo tenía un fotograma de Querelle, la película de Fassbinder, que era muy audaz, y cuando fuimos a ver la película con mi papá, yo estaba súper incómodo. Sentado, sufría: “Va a venir la escena, va a venir la escena”, pero al mismo tiempo era yo el que había insistido en ir a verla. Cuando finalmente llegó –que era una estupidez si la mirás ahora–, me agarró una taquicardia terrible. Sentía que me iba a dar un infarto y me iba a morir. Terminamos en la guardia del hospital. No tenía nada, obviamente. Eran los nervios de que mi viejo presenciara algo que era de mi intimidad, que tenía que ver con lo que a mí me gustaba.
–Mirá, yo me compré Cuerpos que importan, de Judith Butler, y no entendí nada. ¿Pedimos una birra?
–Ahora hay una tendencia como que todos hacen obras de género... y a mí ni se me había ocurrido. Cuando hice La idea fija, que empieza con un hombre con peluca cogiéndose al piso, la gente me decía: ¡qué bueno que al principio no se sabe que Alfonso Barón –el gran bailarín del espectáculo– es un hombre! Yo recién ahí empiezo a pensar en eso, pero en realidad yo a él le puse una peluca porque es un bailarín hipertónico, que para un tipo de movimiento es genial, pero lo que yo quería era un movimiento más de danza moderna, ligado, circular, que le costaba. Entonces le di una peluca viejísima de cuando hacía teatro. Cuando se puso la peluca, increíblemente su cuerpo empezó a moverse de otra manera y se volvió más femenino. Y por eso quedó con la peluca. Yo a priori no lo había pensado como un cuestionamiento al género.
–Algunos me criticaron por misógino. Yo al principio me ponía re paranoico, y contaba cuántas veces cagan a palos a una mujer en la obra y cuántas a un hombre para que no me dijeran nada... Hay una escena donde una mujer tiene un monólogo que cuenta cómo la violaron y le pegaron, y una colega me decía que no le gustaba porque ironiza sobre sí misma, como una loca. Pero para mí ese momento es un lugar muy homosexual de varones, ese lugar para narrar, las fantasías violentas de lo sexual... La figura de la mujer loca es muy gay, eso de lo femenino que te vuelve loca.
–Sí, es más de “danza”. Las otras están más afectadas por convenciones típicamente teatrales. En La Wagner me pasó algo distinto. Me enfrenté con que no iba a tener el elemento que a mí me erotiza: el cuerpo del hombre. Eso fue una cosa que me preocupaba y me significaba un desafío, eso me pasó desde mi vanidad, mi ego. Pero después apareció esto de que la obra tratara de las mujeres, y la posibilidad de que yo me convirtiera en un abanderado de su causa... les pedía que no actúen como mujeres pelotudas, “tóquense los genitales como si le colgaran las bolas”, les decía. Después de esa experiencia, me empezó a pasar con mis alumnas mujeres algo parecido: les pido que no actúen como tontas, “agarralo a éste y reventalo”, les digo. No sé bien cómo se me armó la erótica de laburo con las chicas, porque en el vínculo de la dirección hay erotismo. No sé si es una cosa sádica –como algunos me acusan– o al revés, una apuesta a que no se las muestre débiles.
–Ellas son un elenco soñado. Y están muy expuestas. Me encanta, me emociona el nivel de entrega.
–Más allá de cuánto muestran la concha, eso arrastra otro problema que es lo más temido para el artista escénico, que es: “¿Por qué estoy haciendo esto?”. Que un espectador pueda pensar eso ubica al intérprete en un lugar muy desprotegido. Para mí no hay nada más espantoso cuando ves a un intérprete y decís: “Pobrecito, mirá lo que le hacen hacer”. En La Wagner nos pasó que muchas colegas de las chicas, a la salida del teatro, con una palmadita en la espalda le decían: “¿Estás bien?”. Sobre todo por la violencia sobre el cuerpo –no por la desnudez–. Y ellas, te lo cuento porque lo he escuchado, responden: “Sí. Estoy re feliz”. Ellas no son las que están vulnerables, es la obra la que habla de eso.
–Yo pensaba que me iban a matar por unir la violencia con Wagner, hasta me parecía indecente... Mis viejos son judíos y aunque yo no sé nada de la liturgia, desde chico me obsesionaba casi morbosamente el Holocausto, los nazis, etcétera. Bueno, nadie me dijo nada. A nadie le importa, pero a mí si me perturba mucho qué iba a decir la gente con que pusiera cosas violentas con Wagner.
–Sí, es una obra que surge en el marco del IUNA de Movimiento, con la compañía de danza de la institución, los domingos a las 21 en El Portón de Sánchez; es divertido, citan textos de Beatriz Preciado. Hay algo feminista, pero degradado. También esto de Kate Millet: “Lo personal es político”. Es buenísima la frase porque para mí es algo propio de lo escénico también... muchas veces me acusan de no ser político, de no estar comprometido...
–Ah, entonces en esta nota voy a quedar como una mariquita. Me pone un poco paranoico...
–El otro día leía un libro que decía que el homosexual contiene una paradoja, porque los homosexuales se ponen a defender lugares que en la heterosexualidad –de las sociedades relativamente avanzadas– se están desdibujando. Y vienen los gays a ocupar esos lugares de la mariquita o el ultra chongo, representando roles que el mundo heterosexual está disolviendo.
–Y mirá, mientras dure es mejor asumir que las cosas están cambiando. Cambiaron los códigos, pero todo podría volver a que salgo a la calle y me maten.
La Wagner, que se reestrena próximamente.
Savage. Domingos a las 21, El Portón de Sanchez, Sánchez de Bustamante 1034.
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