SALIó
Brandsen es el debut de Marcel Pla, la primera novela de una trilogía protagonizada por un hombre que recorre la Pampa a la deriva y se siente atraído por pocas cosas, entre ellas los hombres.
› Por María Moreno
Un nombre propio, Brandsen, que señala un lugar en la ruta al recorrer la provincia de Buenos Aires, una chapa maltrecha que los faros iluminan en una ráfaga, se diría un mojón en la memoria –menos para los de Brandsen–, el homenaje a un coronel del ejército napoleónico enrolado en el de los Andes y que murió en la batalla de Ituzaingó, un perdido de la patria, también escritor, que bien podría figurar en Brandsen (la novela) en donde Brandsen es el nombre de un sicario. Un muchacho, Ignacio, que viaja todo el tiempo debido a eso que Baudelaire denominaba spleen, esa indiferencia que podía ser angustia, pero sobre todo elegancia de huir de un destino común. ¿Qué más? Dos chicas Kill Bill, pero criollas, unos mostritos, un villano que además tiene una cara horrible, una lucha desigual con un fondo de mineras volando cerros y nubes químicas emanadas de una planta extractora de bórax.
La deriva de Ignacio no es beat, carece de todo mito vitalista de una experiencia contra el hogar como la de un Kerouac, de ese utilitarismo químico destinado a dirigir la visión y su registro en la escritura mientras se vive en ruta –encima los beat terminaban siempre en lo de una tía, frente a una chimenea encendida–, tampoco es una autoeducación en la templanza del cuerpo y el acceso a la América profunda –uso esta expresión con ironía a falta de una más original en el vademécum retórico de la izquierda– que montó al Che Guevara en una motocicleta. ¿Un ángel antiburgués como el visitante del Teorema de Pasolini, un pene hipnótico detonador de una estructura edípica? Nada que ver. Ignacio, en cada una de sus paradas de viaje, simplemente se suma o no pasa de alguna infracción a la ley de vagos. ¿Un existencialismo en kilometraje? Tampoco. Ignacio no filosofa, se deja llevar. Es un peón golondrina del spleen.
Hay en Brandsen (Ed. Blatt & Ríos) tres frases talismán, que hay que llevar en el bolsillo mientras se lee el libro: “Tu padre no quería que nacieses” es la sentencia fantasma que parece desenrollar la novela. ¿Qué mejor bienvenida al mundo si no viene a joder el psicoanálisis? Un padre líquido, ingrávido hasta no poder sostener, es un benefactor: hace un hijo sin deudas ni imperativos. Tener un padre, en cambio, fija al domicilio, ficha en el registro municipal, da una patria. Para el que no debería haber nacido la vida es un plus, no un don para el agradecimiento. La segunda frase es una declaración de principios: “Quizá debiera tomar lo árido por posible, escribir en el viento confiando en la dispersión, vivir en la intemperie despojado de toda ilusión, de todo sueño. No detenerme, tomar distancia con lo conocido, kilómetro a kilómetro, lejos, donde desaparecen las huellas, lo más lejos posible si una nueva hondonada no me hace volar por los aires, y caer con el espinazo roto, de cara al cielo, hacia el vuelo circular de los caranchos, pero no, eso todavía no”. Quizás ésa sea la única responsabilidad de aquel al que se ha deseado que no naciera, mantener en prórroga la vida que no se le deseaba: “Eso todavía no”.
La tercera frase la dice un personaje, Mica, a quien su madre ha abandonado llevándose las fotos del hijo a quien sí quiso, un hijo muerto al que debió sustituir haciéndose machona: “Se llevó una valija con ropa, eso fue lo único, además de las fotos de su hijo, que colgaban en casi todas las paredes de la casa. Debido a la indiferencia de su madre hacia ella, no le resultó difícil olvidarla. Sí recordaría el resto de su vida esos clavos de los que nadie nunca volvió a colgar nada. Mientras vivió su padre, los clavos permanecieron; fue sólo después de su muerte que ella los arrancó uno a uno con una pinza”. Muchos personajes de Brandsen se han atrevido a arrancar esos clavos de los que no cuelga nada, como si pensaran: ¿el origen? Ni en fotos.
Porque Brandsen es sobre el club de los mal paridos, del encuentro hospitalario entre sobrevivientes en lo que el autor llama “ciudades desterradas de su propia patria”, como Mansilla, para Mica, “el culo del mundo”.
Iván, hijo de más de una madre que tuvo muchos y se crió en un orfanato de Bahía Blanca en donde aprendió sadomasoquismo en revistas de celadores y un ritual donde hombres desnudos le frotan sus desgracias a un elegido, antes del culo del mundo. Mica, esperada como varón, y que aprendió a diferenciar entre una bala calibre 9 y una 22, 38 o 45. Sabe montar a pelo, bolear, castrar e inseminar vacas metiendo el brazo hasta la axila peluda. (Entre paréntesis, qué idea estereotipada del género masculino.) El llamado Mapuche, majestuosa presencia con el vientre lleno de gases, agotado por ser el único sobreviviente de su estirpe, y ya se sabe que el sobreviviente de una estirpe debe estirar el tiempo para hacer durar la memoria de su tribu –malparido por exceso de nombre, de obligación dinástica–, ama de crianza de unos malparidos genéticos, producto de la experimentación chambona de Simón, un Dr. Frankenstein bajo presupuesto que se queja porque nunca le mandaron un manual para hacer gente. Los michi son la multiplicación del niño salvaje de Itard, pero rubiones –¿una versión científico-bufa de los pichiciegos?–, depredadores por obediencia que se alimentan de gases tóxicos del metano de las minas a los intestinos del Mamamapuche. Este es el elenco de Brandsen.
Hay en la novela un bien parido: Brandsen mismo. Tuvo un padre holandés, de profesión médico, que hablaba varias lenguas y aprendía griego para leer a Homero. Con un padre así, con ese modelo, ¿qué otra cosa queda que salir a matar? Brandsen es sicario; claro que a veces trabaja gratis, de corazón.
Durante muchos años, Marcel Pla vivió sucesivamente en diversos países en donde a menudo sólo podía hallar su propia lengua en los libros o extraña en otros hispanohablantes. Cuando escribía esa lengua era rara, a veces de una aridez minimalista, otras llenas de expresiones retorcidas hasta la extravagancia, temas lentos obsesivos como la cámara de Herzog. Al parar en Brandsen, luego de que Pla volviera a la Argentina, esa lengua se ordena, se hace sutil, ahorrativa, al mismo tiempo que desata toda la imaginería de la leyenda, pero en clave ciencia ficción –cambiando el sentido de la leyenda y de la ciencia ficción– y parece deleitarse sin abandonar la precisión con la naturaleza; los forrajes quemados, los campos de jatrofa, los valles con matojos, los pedregales, las hondonadas. Puede decirse que la lengua de Marcel Pla se hace suya cuando él toca tierra, vuelve a la Patria, aunque dicen que la patria de Marcel Pla es el cine. Y que Marcel Pla, como lo hizo Colette en su tiempo –con su estrella vespertina, sus flautas hechas de avellana y sus zarcillos de vid– reinventó la naturaleza en la literatura.
No puedo contenerme para decir que Ignacio es el protagonista de una saga que comienza con Fantasmas de la vida civil y La noche entera. Y que en las dos novelas inéditas nos enteramos del apellido de Ignacio: “Esper”. Un apellido posible, pero en donde resuena la palabra “espera”. Como si se hubiera cortado el nombre, al igual que Marcel Pla, capado el nombre de un padre. La espera remite al sedentarismo: Penélope o alguien en agonía. Pero una espera como la de Ignacio es una búsqueda, no una búsqueda con mayúscula que compromete la totalidad del ser sino una búsqueda que va encontrando lo que busca como la de Picasso, al compás de los flejes de una cama desconocida, en el interior de un auto y en el lugar del lechucero, en la complicidad de un crimen de justicia, en el fogón en donde se acepta un convite bajo la única cruz de una oveja carneada. Ya los veo morderse las uñas, empezar a manosearse con la pregunta flotando: ¿es Brandsen una novela gay? Bueno, hay aquí y allá en toda la saga de Ignacio Esper unos revolcones en los yuyos, unas clandestinidades de estancia, unas ganas que se sacan con semen y piñas de hombre a hombre, unas huidas que se premian con un nuevo muchacho. ¿Ya se tragaron el cebo? Ahora léanla.
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