En Servicio completo, Scotty Bowers, playero de día y taxi de noche, abre la caja de Pandora del underground erótico de Hollywood. Destapa jugosas anécdotas, secretos de alcoba y biografías sexuales no autorizadas, de primera mano, de estrellas que van de Laurence Olivier a Rock Hudson.
› Por Kado Kostzer
La cama de las celebridades siempre fue motivo de curiosidad morbosa. El mundo editorial, consciente de semejante debilidad humana, supo nutrir sus catálogos de jugosas biografías o memorias. No hay estrella, o casi estrella, que no haya sido tentada para contar verdades y mentiras sobre sus amores, amoríos e infatuaciones. Sin embargo, todos los secretos de alcoba juntos –sumados a hechos policiales, trastornos psicológicos y otras debilidades– se concentraron en Hollywood Babylone, escrito en 1965, no por un protagonista sino por un curioso, Kenneth Anger.
Debió pasar casi medio siglo para que otro autor –esta vez protagonista, Scotty Bowers– convocara en páginas enardecidas de sexo a un conjunto de rutilantes iconos de Hollywood. Muchas veces había sido tentado, incluso por el notorio Gore Vidal, para dejar testimonio de su colorida vida de prostitución y alcahuetería. En 1960, Tennessee Williams, que había compartido más de una noche con Scotty, escribió sobre él. El resultado no satisfizo al retratado y el dramaturgo se vio obligado a romper su manuscrito.
Cercano a los 90 años y nada senil –o quizá completamente–, un desinhibido Scotty Bowers se decidió, ayudado por Lionel Friedberg, a abrir el cofre de sus recuerdos que había permanecido inviolable. El resultado fue Full Service (Servicio completo) / Mis aventuras en Hollywood y la vida sexual secreta de las estrellas, título más que irresistible.
Apenas vuelto de la Segunda Guerra Mundial, el joven ex marine, de infancia granjera, recaló en una estación de servicio de Los Angeles donde –manguera en mano– llenaba los tanques de los cochazos de las estrellas de Hollywood que pasaban rumbo a los cercanos estudios de cine. Walter Pidgeon –venerable marido de la señora Greer Garson en finos melodramas de la MGM– fue la primera celebridad en la carrera del muchacho. “¿Estás ocupado el resto de la tarde?”, le preguntó exhibiendo desde la ventanilla de su Lincoln negro un verde billete de 20. Un gran progreso. En los grises años de la Depresión, Scotty, juvenil lustrabotas en Illinois, les hacía el favor a pederastas por sólo moneditas. En la mansión del distinguido actor los esperaba otro hombre. La tarde fue tan intensa que Pidgeon recomendó su descubrimiento a sus muchos amigos bisexuales, todos muy bien casados como él. También el ahora muy solicitado empleado de la estación de servicio tenía su discreta y sumisa esposa, Betty, que –dedicada a Donna, la hijita de ambos– no hacía preguntas cada vez que su marido pasaba una noche con sus clientes masculinos o femeninos.
Scotty era simpático, simple, discreto y, según deja muy bien aclarado, ¡generosamente dotado!, cualidades que lo hacían deseable y confiable para satisfacer apetitos prohibidos en las puritanas décadas del 40 y 50, regidas por brigadas antivicio e inquisidoras ligas de moral.
El expendio de combustible en tanques vacíos –de automóviles– pronto quedó atrás en su vida para dejar paso a otro negocio: hacer felices a los famosos de la Meca del cine, poniendo su disciplinado cuerpo y también reclutando bellezas de todos los sexos por encargos especiales. Su clientela era un 60 por ciento de gays y lesbianas de doble vida y el restante porcentaje de fiesteros que solicitaban chicas lindas para sus partusas. Scotty clama no haber lucrado con esa actividad, pues lo suyo, ya lejos del expendio de nafta, ¡era la coctelería! Barman contratado en selectas fiestas para delicia de los bebedores. Difícil de creer.
En el rubro masculino figuraban en su agenda mental –no escrita por razones de prudencia– el eterno seductor Cary Grant y su “novio oficial”, el viril héroe del oeste Randolph Scott; el polifacético Noël Coward; el refinado director George Cukor; un Sir Laurence Olivier; el insaciable Rock Hudson; el venerable Spencer Tracy; el eximio coprófago Charles Laughton; el carilindo Tyrone Power; el sorpresivo Perry Mason de la TV, Raymond Burr; el prolífico novelista Somerset Maughan, empedernido voyeurista, y hasta el feroz súper reaccionario J. Edgard Hoover, director del FBI, al que –según Scotty– le encantaba vestirse de mujer.
Quizá porque se las arreglaban muy bien solitos para procurarse sus partners masculinos, los jóvenes y rebeldes James Dean y Montgomery Clift no eran santos de la devoción del popular traficante de sexo. Al eterno Rebelde sin causa lo califica de maleducado e insolente, merecedor no de El este del paraíso; sino del infierno. Monty es definido como una loca histérica e invariablemente mal encarado, con una lengua viperina siempre lista para atacar. “Ambos se creían superiores al resto de la gente”, sentencia Scotty.
En cuanto a las damas que requerían a otras congéneres para saciar sus apetitos, Katharine Hepburn era clienta calificada –Scotty llegó a proporcionarle más de 150 muchachas, preferentemente morenas y despojadas de artificios cosméticos–, para que la heroína de La mujer del año se olvidase por un rato de su fatigante y prefabricado amor eterno con Spencer Tracy.
Entre los machazos que requerían compañía femenina, el más generoso era el cubanísimo Desi Arnaz, que pagaba a las chicas 200 dólares en lugar de los habituales 20 y fue descubierto ¡y cacheteado! por su mujer, Lucille Ball; el heroico William Holden; el ermitaño Howard Hughes... El espadachín pedófilo Errol Flynn, otro cliente, rara vez llegaba al orgasmo por sus excesos etílicos y ahí estaba Scotty –boy scout siempre listo– para dejar satisfecha a la Lolita de turno.
Más de una vez en las 288 páginas de la edición de Grove Press el autor confiesa que a pesar su amplitud sexual –no le hacía asco a nada en sus casi tres docenas de encuentros semanales– siempre prefirió a las mujeres. Dos damas memorables merecieron sendos capítulos. Al gorrión de París, Piaf, le arrancó trinos durante los encuentros sexuales que mantuvieron durante un mes y la casquivana Scarlett O’Hara de Lo que el viento se llevó, Vivien Leigh, fue más que satisfecha en sus deseos cuando filmaba Un tranvía llamado... deseo.
Tampoco la sangre azul –que a pesar de su frío color hierve tanto como la común– estuvo ausente en la vida de Scotty. En sus visitas a California, el duque de Windsor –el mismo que había renunciado al trono de un imperio por amor– y su esposa, Wallis Simpson, apenas llegados discaban el mágico número del eficaz heredero de otra testa coronada: la heroína de Rojas conocida como ¡Celestina! Ambos encumbrados personajes, bisexuales, estaban agradecidos a su amigo, Cecil Beaton, fotógrafo de la familia real, por haberles proporcionado semejante contacto. En íntimos encuentros, lejos del protocolo, el que recibía las reverencias del genuflexo ex rey era ¡el miembro de Scotty!
El hoy obsoleto –pero en los ’50 revolucionario– estudio sobre el comportamiento sexual de los norteamericanos también tuvo a... ¡Scotty como eje central! Aconsejado por Somerset Maughan, el doctor Kinsey y su equipo de científicos –en su afán por descubrir verdades– le encomendaron que organizara una orgía en el Beverly Hills Hotel. El resultado del ecuménico encuentro de gays, lesbianas, bisexuales, jóvenes, viejos y otras yerbas significó un progreso en temas tabúes hasta entonces. Modesto, Scotty banaliza su aporte a la ciencia.
La prosa de Scotty es fluida y desinhibida, directa y sin demasiados eufemismos ni sentidos figurados. No hay que esperar a Proust, está de más decirlo. El relato –del que no quedan sobrevivientes para desmentirlo– tiene el valor de desenmascarar la hipocresía y la coherencia de la fábrica de los sueños que, a cualquier precio, trataba de llevar las ficciones hasta la vida íntima de sus protagonistas. El advenimiento del sida, la evolución de las costumbres y el parcial sinceramiento de ciertos personajes significó un final –algo alargado, 40 años– de la intensa carrera de Scotty Bowers, hoy autor ampliamente traducido. Anagrama acaba de publicar el best-seller internacional en España (¡lo que será esa traducción!)
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