Vie 11.07.2014
soy

A LA VISTA

Para una tumba con nombre

La muerte siempre
es una experiencia solitaria. Los velorios, no siempre. La muerte entre las travas era una cosa de travas. Pero en los últimos tiempos, y sin dudas desde la vigencia de la Ley de Identidad de Género, se empieza a gestar un relato distinto sobre el adiós.

› Por Lohana Berkins

Juana Aban Vásquez murió hace poco más de una semana en un hospital. La soledad de la muerte es un hecho. Lo más certero que tenemos a partir del momento en que nacemos es la muerte. Esta va acompañada de cierta ritualidad de acuerdo con las creencias y con la cultura. Si algo conocemos las travas desde muy temprana edad es la muerte. Un hecho que a muchos asusta, pero que nosotras terminamos naturalizando. La vemos temprana, vieja, espléndida, siliconada, travestizada, a la tarde, a la noche. La muerte es un relato común. Cuando recibí el llamado, uno de los tantos que he recibido en mi vida con noticias así, en el que me decían que Juana estaba mal y peligraba su vida, pensé en el dolor de ese cuerpo cansado que se rinde y llega a un final. Pero también me di cuenta de que hoy estábamos haciendo un relato distinto sobre el adiós. Eso que antes transitaba sólo entre nosotras porque nosotras éramos las que íbamos a reclamar el cuerpo, le dábamos —según nuestra propia creencia— una santa sepultura, juntábamos el dinero necesario y llorábamos esa muerte, ya en muchos casos ha perdido bastante de su impronta de soledad. Las travas somos de ironizar mucho sobre la muerte, quizá como una manera de no querer leer en ella el epílogo de nuestras vidas. En los velorios no faltan anécdotas divertidas sobre la compañera y humor negro. En muchos casos se trata de una conocida o de la amiga de una amiga, que tal vez hemos visto sólo una vez. A veces ni siquiera la hemos conocido. Pero a su velorio vamos igual porque ese ritual de despedida es comunitario. Lo volvemos comunitario, entretejiendo lazos de solidaridad y amor para quitarle esa cuestión de la soledad de la muerte. Para que ninguna de nosotras pase por este mundo sin pena ni gloria. Así era el ritual hasta no hace mucho. Pero con la muerte de Juana lo que se fue poniendo de manifiesto fue, para mí, la pluralidad de relatos, la cantidad de personas no necesariamente travestis que empiezan a llorarla, recordarla, participar de su despedida, contar su vida y su muerte. Nuestras muertes empiezan a ser escritas y contadas también por otros, empiezan a circular por otros canales. Nuestras muertes empiezan a tomar otra dimensión y esa dimensión se inscribe en una historia de lucha y también de las leyes obtenidas. Gracias al nuevo marco jurídico, ese cuerpo deja de ser abyecto, deja de ser eso que no se quiere ver y se intenta ocultar. Muchas lápidas de compañeras llevaban nombres de señores. Un nombre que nada tiene que ver con el recorrido realizado por la persona que descansaba allí. Con esta lápida, la compañera figuraba como una nueva desaparecida. ¡Cuántas veces nos ha pasado ir al cementerio a dejarle una flor y una vela y no encontrar su lápida porque no recordábamos, o hasta a veces no conocíamos, su nombre anterior! Su vida y su identidad no figurarían inscriptas en ningún lugar y tampoco su muerte. La existencia de la nueva ley también nos asegura no morir en el anonimato. Algo tan simple como escribir el nombre de quien se vela en su propia lápida, como ocurrió con Juana, me parece un tremendo acto de justicia. A ese acto de soledad de la muerte le arrancamos la invisibilidad y le ponemos un sello que dice: “Acá está Juana”. Se inscribe quien realmente ha sido ella y no se borra la historia de su propia vida para quienes la conocen en detalle y para quienes la podamos imaginar. Todas hemos llorado y lloraremos la muerte de cada compañera, porque sentimos que en cada partida se va una parte de nuestra historia.

No paro de pensar tampoco, en los casos de las chicas que vienen de las provincias, si sus familias conocerán sus verdaderos recorridos, su verdadera historia y también su muerte. Hace muchos años llegó a Buenos Aires Rosita Calizaya, una tierna niña de diecisiete años, una travesti del interior que vino escapando de la fuerte presión social de una sociedad tan conservadora como la salteña. Rosita estaba deslumbrada con las luces de la ciudad. Tenía una historia triste, como la mayoría de nosotras. El día en que nos enteramos de que Rosita había muerto, me quedé con la duda de si su familia sabría de la historia que ella empezó a escribir acá con nosotras. ¿Se preguntarán que pasó con ella, su corta vida, sabrán que murió y en qué condiciones? Rosita me generó ese interrogante y la inquietud de buscar algún día a su familia. Y también me pregunto cómo habrá sido ese último momento para Rosita. ¿Habrá dejado volar su mente hasta su Salta natal, tan bella y tan contradictoria, hasta sus montañas, sus olores, sus colores? Hoy, ninguna de nosotras recuerda el nombre con el que Rosita debe haber sido inscripta, ni en su nacimiento, ni en su muerte. La diferencia entre Rosita y Juana es rotunda. Tuvieron que pasar muchas Rositas para que llegáramos a Juana, y para que hoy, cuando vayamos a buscar a Juana al camposanto, encontremos a quien realmente estamos buscando.

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