Viernes, 25 de julio de 2014 | Hoy
Las últimas atrocidades en la Franja de Gaza avivaron las discusiones en la comunidad LGBT sobre el fenómeno denominado pink washing. Se habla de “lavado rosa” cuando los logros en derechos sexuales son presentados por algunos Estados para blanquear sus políticas colonialistas. Mientras algunxs se muestran funcionales al estado de violencia, otrxs denuncian el uso de derechos LGBT en Israel para maquillar la sangrienta política con los palestinos.
Por Magdalena De Santo
Un joven gay palestino bien apuesto aprieta el gatillo de su cinturón de explosivos frente al bar de las tortas amigas. La bomba estalla bajo su camisa antes de que su amor judío logre abrazarlo. Dos cuerpos homosexuales yacen tapados por una sábana celeste y una luz de ambulancia que titila sobre la unión que sólo pudo ser por un rato en Tel Aviv, en alguna playa de turismo gay friendly. La escena final de La burbuja (2006) parece esbozar algunas de las complejidades de un conflicto, que ojalá fuera sólo ficcional.
Una reciente columna de opinión en The Advocate (una de las revistas norteamericanas más famosas del mundo gay) se titula “¿Por qué las personas LGBT del mundo necesitan de Israel?”. Allí, James Duke, su autor, postula que “Israel tiene un historial más progresista en materia de derechos de los homosexuales que incluso los Estados Unidos” —oh, qué comparación ingenua—, “Israel hizo consensual legal de sexo gay en 1988, a pesar de que las leyes de sodomía no habían sido ejecutadas desde 1963. Se prohíbe la discriminación basada en la orientación sexual en 1992. Fue el primer país, en 1994, en el continente asiático en reconocer uniones del mismo sexo. Se hizo legal para los homosexuales servir en el ejército en 2000. Y la mayoría de los israelíes, según las últimas encuestas, apoyan el matrimonio homosexual. La ciudad capital, Tel Aviv, es considerada la meca gay, donde ahora están construyendo un monumento en memoria de las personas lgbt que fueron perseguidos bajo el régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Por eso, tenemos que hacer todo lo posible para proteger a Israel y ser solidarios en todo lo que se pueda. No sólo es en nuestro interés, Israel se lo merece después de todo lo que ha hecho por nosotros”. Tel Aviv será la meca cultural lgbt, será la San Francisco de Medio Oriente, pero ¿por eso tendríamos que defender cualquier política que lleve adelante el Estado de Israel? ¿El hecho de que el Estado de Israel “proteja” a una comunidad le da legitimidad para aniquilar a otra? ¿Quién dictamina que un grupo humano es menos valioso que otro? ¿Acaso porque los palestinos no avanzaron en materia de derechos lgbt habría más razones para borrarlos literalmente del mapa?
Que el liberalismo exacerba la adquisición de derechos particulares no es novedad, lo que llama la atención son algunas omisiones entre tanto legalismo.
La historia de enemistad entre palestinos y judíos es complejísima —aunque no milenaria— y se desarrolla dentro de lógicas conocidas para nosotrxs: coloniales. Comienza con la promesa británica —la culpa europea— de un hogar nacional para los judíos en los albores del siglo pasado. Sin embargo, ese suelo prometido no era desierto, sino el hogar de miles de árabes. Con mediaciones de la ONU, Israel logra la consagración como país independiente en 1948 y con ello la catástrofe: 750 mil palestinos expulsados de sus casas y refugiados en Líbano, Siria y Gaza. Aun así, Israel sigue ensanchando sus fronteras de manera ilícita por décadas. El derecho internacional no duda de que la ocupación de Jerusalén y los Altos de Golán es ilegal. Que todos sus asentamientos lo son: fueron ocupaciones militarizadas. Israel en pocos años se convierte en el Estado con mayor número de resoluciones condenatorias del Consejo de Derechos Humanos de la ONU (más que el resto de los países juntos). También, el mayor receptor de financiamiento norteamericano —tres mil millones al año—.
Pantalla de humo vía Facebook: de espaldas dos varones de buena percha y uniforme se toman de la mano, mientras el sol parece darles la bienvenida al paraíso. Esta fue la foto publicada en las redes sociales de las Fuerzas de Defensa Israelí el año pasado en conmemoración de Stonewall, bajo la leyenda “En el mes del orgullo, ¿sabías que las fuerzas de defensa de Israel tratan a todos sus soldados de igual manera? Veamos cuántas veces logras compartir esta foto”. ¿Es para celebrarlo? ¿Vale la pena asimilar derechos en tanto el precio es la muerte de otrxs tantxs?
Felipe Rivas —activista chileno de la CUDS— comenta: “El derecho a acceder a las Fuerzas Armadas para todos los ciudadanos de un país sólo es posible de ser deseado como derecho, en una matriz cultural basada en el militarismo, el Estado nacional y la guerra”. Y si Israel asimiló tan bien a sus ciudadanos lgbt y logró incorporar más personas en sus filas, ello no sólo parece reforzar su maquinaria belicosa lavando su propia misoginia, homo-bifobia y transfobia nacional, sino que le permite posicionarse internacionalmente en el podio de las buenas naciones occidentalizadas de DD.HH. El barómetro internacional considera como criterio de “calidad de ciudadanía” la inclusión de las minorías sexuales a sus instituciones. No parece ponerse en cuestión a qué clase de instituciones nos incluyan ni con qué propósitos, no importa si las instituciones son nefastas, sólo que muchos rostros diversos estén para la foto.
Norman Finkelstein sostiene que el gobierno israelí, para conseguir legitimidad de su masacre, utiliza una retórica sufriente en la que holocausto nazi opera de capital moral. Otra, la que nos toca el culo directamente, es alegre y orgullosa. Muchxs activistas sostienen que Israel comercializa con las causas lgbt y utiliza al colectivo con fines coloniales. La destrucción de tierras y cuerpos palestinos a través de la promoción de la “igualdad de los homosexuales” como característica definitiva del proyecto de derechos humanos de Israel se llama pinkwashing. No hay orgullo en este lavado de cara rosado sino una misión civilizadora: racializar y demonizar a lxs palestinxs.
El movimiento BDS internacional (Boicot, Desinversión y Sanciones) es uno de los mayores luchadores contra el pinkwatching y tiene tres simples demandas: 1) el fin de la ocupación y el desmantelamiento del Muro del Apartheid, 2) la igualdad de derechos para todos los palestinos dentro de Israel, y 3) el derecho al retorno de todos los refugiados palestinos. Según Judith Butler, BDS “es el mayor movimiento no violento cívico y político que trata de establecer la igualdad y los derechos de autodeterminación para los palestinos”.
El sitio pinkwatching israel (www.pinkwatchingisrael.com) ofrece información de lxs activistas que resisten y denuncian el uso cínico de los derechos homosexuales para distraer y normalizar la ocupación israelí. Allí, activistas palestinos e internacionales sostienen que “para lograr una sólida política queer radical tiene que existir intrínsecamente una política anti-racista, anti-ocupación, anti-sexista y anti-clasista”. Igualmente, el Foro mundial Palestina Libre aspira a establecer un vínculo inexorable entre el activismo homosexual y la lucha por la liberación de Palestina construyendo discursos y prácticas activistas que no se separen de las luchas contra el colonialismo, el racismo y el neoliberalismo.
No hay dos demonios. Ni todos los palestinos son víctimas ni todos los judíos están ligados genuinamente al Estado de Israel. Tampoco al criticar ciertas facciones judías extremas uno se vuelve antisemita. Menos aún, pertenecer a un minoría sexual nos libera de responsabilidad. Además de identidades personales tenemos un mundo de guerras injustas, de duelos silenciosos y cuerpos arrumbados. Pero también un historial de lucha colectiva contra la opresión que no deberíamos dejar que se use para matar.
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