¿Por qué una escritora tan fascinante y revolucionaria como Violette Leduc (1907-1972) se ha vuelto una completa desconocida? Pionera en escribir sobre el aborto, la bisexualidad y otros tabúes en primera persona, sus novelas se adelantaron a lo que hoy es leído como literatura queer y se siguen resistiendo a toda clasificación. La semana próxima se estrena Violette, que reconstruye su relación apasionada con Simone de Beauvoir. Aunque el film no transmite la locura, el encanto de su voz ni su inclasificable sexualidad, impone volver a pensar en ella.
› Por Liliana Viola
Hasta hace unas pocas décadas, la consigna “tenés que leer a Violette Leduc” funcionó como telegrama de aviso entre lesbianas y futuras lesbianas. Hoy, sus títulos –que no se han vuelto a editar desde los años ’60– esperan en librerías de usados o en la vidriera de MercadoLibre convertirse en unos pesitos extra para alguien que no la leyó. Los vendedores profesionales o “con buena reputación” en el sitio advierten al comprador que en La bastarda (1964) hay un capítulo que no está bien, “mire que hay unas páginas muy subrayadas, pero igual se lee”. Es siempre el Capítulo 3. Lo hemos comprobado luego de una compra compulsiva promovida por dicha advertencia: en ese capítulo, Leduc narra por tercera o cuarta vez en toda su obra el encuentro físico de las dos jovencitas en el internado. Se lo habían amputado de su novela Ravages (1955) no los malditos censores de siempre sino sus progresistas editores de Gallimard por “escandaloso e innecesariamente lésbico”. A partir de entonces la historia regresa con más detalles cada vez que puede. Esas 140 páginas prohibidas aparecieron también como Teresa e Isabel quedando en la historia como la novela explícita y sáfica de Leduc cuando en realidad había nacido como un episodio. También circuló un manuscrito pirata que a modo de premio consuelo le pagó su amigo perfumista Jacques Guérin para que cirulara entre coleccionistas de lo degenerado. Era un auto robo, una estafa a sí misma, algo así como hacerle perder a la editorial y al amigo el dinero equivalente a la cordura que iba perdiendo ella. La escritura para Leduc siempre es revancha. Si ya era una mujer notoriamente extraña, que abusaba de ese pase libre para el escandalete que antes se le otorgaba a la hija única sobre todo si además tenían madre soltera, la censura de sus primeros amores la hundió en una paranoia que se le hizo estilo: cree que la espía Sartre desde la terraza de su departamento, que Simone se puede morir si se va de viaje, consulta a una vecina astróloga diariamente para cada decisión doméstica y espera señales claves de objetos que ve en la calle para saber si hoy va a morir, si llegará su amante o lo que sea. No llegaron a ponerla en caja, afortunadamente para los lectores, ni las internaciones y ayudas psiquiátricas a las que la sometió Simone de Beauvoir, ni el éxito que –también con ayuda y látigo de Simone– llegó más tarde. Con el título La locura ante todo, el último tomo de su serie autobiográfica, Leduc sintetiza lo que puede leerse como toda una declaración identitaria. La L de loca y no de lesbiana debería estar para ella en la sigla que no existía todavía en sus tiempos: un modo de ver y estar en el mundo que arrasa con toda norma (lidad). Leduc se ve a si misma como un monstruo y es esa monstruosidad ejercida en cada párrafo lo que hace de su literatura un arma subversiva.
Sin haberse propuesto escribir una sola historia catalogable dentro de la temática, Leduc fue original y pionera al exponer el placer físico y la pasión que una mujer puede sentir con otra. También en pasarle por encima al circuito obligatorio que va desde el amor imposible hasta el porno para caballeros. Su personaje más recurrente es ella misma, y quien siempre regresa a provocarla se llama Isabelle. Son dos niñas de 12 o 14 años, según la versión, que se encuentran en la cama del internado. La cama cruje, hay que contener la respiración, amarrar las sábanas, puede venir la gobernanta. “El amor es una invención agotadora. Isabelle y Violette me repetía yo para habituarme a la mágica simplicidad de los dos nombres.” Las relaciones entre mujeres en versión Leduc tienen un plus respecto del relato lésbico estándar. Violette se vuelve otra (incluso otro) según su partenaire. Las chicas del internado combinan sesiones de violencia, capricho, exploración sin el menor respeto por ninguna jerarquía de zonas eróticas. La piel se vuelve musa, los roles se erosionan y adentro de esa cama avanzan en un candor que llega hasta la obscenidad cuando la autora se propone serle fiel a lo que sucedió. Otra seña particular: no es reivindicativa, ni espera comprensión como Marguerite Radcliffe Hall en El pozo de la soledad (1928), no interpone la distancia socarrona de Colette con su Claudine, ni conoce la maquiavélica erótica de Natalie Barney y sus señoritas de salón. Tampoco tuvo la celebridad de ninguna de ellas, en gran medida porque, como decía su benefactora y dómina Simone de Beauvoir, “Leduc no quiere gustar, no gusta y hasta aterroriza”. Reconcentrada en su experiencia y confesional hasta la autoadjudicación de crímenes –fue la primera en narrar un aborto clandestino en tiempos en que la ley francesa condenaba a prisión a la mujer que fuera descubierta– se ganó el ninguneo de la crítica académica y de la sexualmente interesada: una no le dejó pasar lo autodidacta y desbocada, la encontró demasiado torta para escritora; y la otra, demasiado exploradora para festejarla como “auténticamente de ambiente”. Años después, las feministas retomaron su gesta solitaria con el masivo “Yo aborté” y si bien participó allí con su firma de prócer, no se puede decir que haya conformado un programa orgánico feminista ni de ningún orden político. Hablaba de los nazis como “los malos” cuenta Simone en el prólogo de La bastarda. Era una outsider y su estilo inasible tal vez pueda ser comparable con el esilo delincuente de Jean Genet. Si éste había sido la descarriada criatura elegida por Sartre, Leduc ha sido la versión femenina para la cartera de Simone de Beauvoir. “Si no hubiera abortado nunca habría podido dedicarme a escribir” dice en su relato como quien con un movimiento de hombros se libera de una posible palmada en la espalda. Y como si faltara una broma pesada a cualquier intento de justificación moral, agrega: “Escribir nunca fue mi vocación ni tampoco mi oficio”.
En la Argentina fue contraseña de culto o de cultores de lo raro, aunque no circularon sus textos más escandalosos como, por ejemplo, Taxi, que es el viaje de cuatro horas de dos hermanos incestuosos, o la censurada Ravage, sus novelas estaban presentes en las bibliotecas argentinas de los ’70, apretando el lomo contra los de otros divos degenerados como Jean Genet (quien le dedicó Las criadas y la admiró hasta la envidia), Jacques Cocteau (su amigo que se burlaba de ella a sus espaldas: “Si yo tuviera esa nariz me suicidaría” dijo una vez sin saber que la dueña de la nariz estaba sentada en una mesa contigua), Albert Camus (quien le publicó su primera novela La asfixia, de 1946, en Gallimard).
Esa zaparrastrosa que había nacido en 1907 en Arras, al norte de Francia, hija de una sirvienta a la y de un niño bien que nunca la reconoció, a la que la agarró la Primera Guerra Mundial cuando tenía que terminar sus estudios, y la sorprendió la Ocupación cuando ya tenía agallas para meterse en el mercado negro a vender manteca a los hambrientos, llegó finalmente a París. Instalada en una pieza módica que la cortesía burguesa de Simone describió como “sitio ideal para escribir y sólo escribir”, penetró en el círculo de los intelectuales de moda empujando con lo que no tenía: ni una cara pasable que le sirviera como credencial VIP en alguna reunión, ni buenos modales. Se las rebuscó para ir seduciendo y hastiando a uno por uno, y mientras –gracias a tanto espaldarazo existencialista, fue incluida en sus catálogos– los escrachó a todos en ficciones autobiográficas como una adelantada vengadora de reality. Se podría hacer una gramática de la pose del “intelectual francés de los ’60”, o de la feminista en ciernes, o de los aspirantes a lo que sea, siguiendo la lengua afilada de Leduc, que va traduciendo lo que le dicen los zapatos gastados, los tapados de noche, los puños doblados, el modo de sentarse en la punta de una silla o en el fondo, o de levantar el mentón.
Más que invertida, el personaje construido por Leduc es descentrada. ¿Tiene hambre? Roba para comer. Y no come. ¿Está desolada? Aprieta fuerte su bolso. Tiene un deseo poderoso que le durará hasta el último día y lo va fijando en objetos móviles: Maurice Sachs (homosexual), Isabelle (la adolescente con la que descubre su sexualidad y luego pierde la tensión al reencontrarla fuera del internado), Hermine (su profesora lesbiana, con quien se encierra en una pareja peligrosamente tradicional), Gabriel (gay con quien llega a casarse, hacerse un aborto y divorciarse), Simone de Beauvoir (su obsesión no correspondida), René de Bagnolet (el chongo que la muele a palos, albañil y heterosexual que la apasiona en su vejez), y muchxs personajes más que a veces duran en sus relatos menos de un día.
El erotismo de Leduc es capaz de armar una hoguera con lo que para otros es decorado o gesto mecánico: la mano de la estudiante que hurga en el bolso de la profesora mientras ésta no lo sabe ni sabe lo que le espera, el roce del camisón, “a veces el camisón me rozaba cuando nos abrazábamos y nos mecíamos, si dejamos de acariciarnos,recobramos la memoria y el dormitorio”); los tabiques entre las piezas de los hoteles alojamiento, esa “comunidad de alvéolos, contagio de la riña, del celo y del drama, empecemos de nuevo a hacer el amor con nuestros vecinos, los amantes”. Así como la Blanche Dubois de Un tranvía llamado Deseo siempre dependió “de la amabilidad de los extraños”, el placer de Leduc siempre dependerá de la respuesta de los objetos. Y si suena como insatisfacción asegurada, deberá leerse también como su genialidad, porque a esta escritora los objetos le responden más que a Proust: las frutas la señalan, los libros la miran llorar, un habano o una gorra la liberan de su feminidad cuando quiere volverse chongo para seducir a su amante gay, y unos zapatos tres números más chicos la ponen en caja cuando pretende hacerse más femenina para agradar a su novia.
En el fragmento que sigue la encontramos en La bastarda robando lencería para lucir bombachas y corpiños frente a Hermine, la profesora y torta casadera que quiere domesticarla: “Puse, como si siempre lo hubiera hecho, la negra, la azul, la anaranjada y la salmón en mi portafolios. La magnificencia de mi pequeño robo provenía de la rapidez con que el objeto se convertía en un objeto vendido sin pagar. Juntaba bombachas. Robaba para quitar a las mujeres lo que las feminiza”. Las bombachas robadas la vengan de las imposiciones de su novia que la quiere ver linda y femenina, y de la admonición de su madre: “Tenés que hacerte mujer de una vez para no quedarte sola”. Los objetos son los otros, podría haber dicho Leduc parafraseando a Sartre, uno de sus tantos contemporáneos que le brindaron las dos cosas que más se le dieron en la vida: ayuda y mortificación.
“No había leído nada de Violette Leduc”, reiteró en varias entrevistas Martin Provost, 40 años, francés, en su visita a Buenos Aires cuando vino a presentar su película Violette, que se estrena la semana próxima. Provost ya empieza a figurar como el “director de las mujeres olvidadas” desde que comenzó su trilogía en 2008 con Séraphine Louis, una pintora que trabajó toda su vida como sirvienta hasta que fue descubierta por un coleccionista. Un colaborador le señaló que su segunda rescatada debía ser Leduc y aquí es cuando Provost, que jamás había oído de ella, se encuentra con que la autora está descatalogada en Francia y el resto del mundo. Claramente seducido por este objeto vintage, reconstruye al pie de la letra episodios de su vida, tal vez confiando demasiado en lo que ella escribe. Comienza su historia en los años de la Segunda Guerra con esta joven acosando a Maurice Sachs, que se la saca de encima enseñándole a contrabandear comida y mandándole a escribir sus obsesiones. El resto es un buceo en la relación equívoca de Violette con una Simone de Beauvoir particularmente frágil y sugerente. Una vez más, su destino de segundona: el director apuesta a la fama y al morbo que puede generar la segunda para interesarnos en la vida de la primera, que queda encapsulada en una serie de capítulos organizados según el personaje famoso con el que se cruza. Una aproximación más familiar al registro Wikipedia de las biografías que al torbellino delirante de Violette.
Leduc es demasiado narigona, demasiado pobre, demasiado fea y demasiado alta. Eso es un buen comienzo. Tiene todo para ejercer esa monstruosidad que la agiganta y que la hace disfrutar de estar siempre fuera de lugar. Nunca agradar, nunca encajar del todo. Tampco quedarse en el lamento. Leduc cuenta en sus novelas cómo dedica horas frente al espejo para exagerar sus rastros y volverlos más agresivos. Su figura desgarbada llega a llamar la atención de los mejores modistos. La fea llega a modelar para Paco Rabanne entre otros que la eligen justamente por su ejemplar imperfección, rara forma de la elegancia.
Pero por sobre cualquier desperfecto del que ella hará virtud, hay uno que es el padre de todas sus desgracias y narrativas. Violette carga desde su infancia con una injuria: ¡Bastarda! Ha escuchado ese grito de sus compañeros y de sus vecinos de Arrás. Su nacimiento no la ha designado tanto a ella como a su madre; llegó al mundo para poner en dos patas y un vestidito exageradamente almidonado la humillación de su mamá. Y en cada acto de cuidado o de descuido de ella, Violette va a leer el estigma en el que se convirió al nacer. El insulto que hoy se ha convertido en arcaísmo tiene una relación de equivalencia con esa injuria considerada fundante de de la cuestión homosexual. Bastardo (¿acaso no es un modo elegante de decir “hijo de puta”?) ejerce la misma erosión que el grito de “puto” del que habla Didier Eribon como constitutivo de la homosexualidad. O el grito de “queer” que los activistas convirtieron en boomerang en los años ’90. En tiempos de ADN, de patria potestad compartida, padres biologicos y reclamos legales, el concepto de bastardía se ha diluido pero el efecto que provocó en la escritura de Violette, sigue con toda su potencia, interpelando a la diferencia.
Aun en tiempos de gloria, Leduc fue vista como unfenómeno de circo. En los seis o siete años que tuvo de exposicion mediática antes de morir, las revistas, las caricaturas y la televisión francesa le sacaron todo el jugo que podía dar una vieja excéntrica, paranoica, rodeada de juguetes, y además obsesionada con esa mujer a la que en sus novelas nombra como “Ella” o “La Señora”. Hoy se la puede ver en entrevistas tomadas pocos meses antes de su muerte declarando para el gusto chismoso de otra epoca: “Cada vez que yo estuve gravemente enferma, cada vez que golpeé a su puerta, cada vez que le rogué que me atendiera, jamás me abrió. Aun así, no pude haber escrito nada sin su ayuda. Nos veíamos cada quince días y ella me animaba a escribir. No habría escrito nada si ella no me lo hubiera pedido. Me decía que mis cuadernos eran muy largos,. También me alentaba a que contara más. Si pienso en las personas que son mi familia, mis amigos, siempre pienso en Simone de Beauvoir”, dice sin pestañear en una de sus últimas entrevistas, que puede visitarse en YouTube.
Leduc se murió el 2 de julio de 1972 y asistieron tres vecinas a su entierro. No se encontraban papeles sobre testamento, ni tampoco requerimientos funerarios. Fue enterrada en el jardín de su casa de campo en la Costa Azul, cuyos vecinos y animales aparecen retratados en su libro póstumo: La cacería del amor. La enterraron entre sus flores. “En cada poro una flor”, dice Violette cuando no encuentra palabras para describir las manos de Isabelle.
¿Qué interés puede tener exhumar hoy a Violette Leduc? Podría ser ella el eslabón perdido entre las narrativas más clásicas del erotismo sobre “amores que se califican de anormales” y una narrativa queer.
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