Viernes, 22 de agosto de 2014 | Hoy
CORTE Y CONSTRUCCION
La modelo bosnia Andreja Pejic estuvo en boca de muchxs. La forma en la que su cirugía genital fue noticia es una oportunidad para pensar dónde están los límites entre los alcances del propio deseo y la producción en serie por parte de la industria de la cirugía.
Por Lohana Berkins
En enero de 2011 Pejic modeló en París, tanto en la pasarela masculina como en la femenina, entró en la lista de los top 50 modelos masculinos más destacados y en la revista FHM como una de las mujeres más sexies del mundo. Jean-Paul Gautier la había lanzado al mundo, que festejaba o criticaba su androginia. Este mes expresó su decisión de cambiar su nombre y de manifestar su identidad femenina. En la prensa del mundo aparece la noticia narrada –comas más, comas menos– con estas palabras: “A pesar de que parecía una mujer no lo fue 100 % hasta que tomó la decisión de someterse a la operación de cambio de sexo, algo que quería hacer desde hace tiempo”. Cada vez que hablamos de lo que se llama “adecuación genital” de personas travestis o trans, dos vías para encararla se dibujan. Por un lado, la de la poliformía del deseo, es decir, del anhelo de tener un cuerpo según la autopercepción, la construcción de la identidad como derecho personalísimo, que, por supuesto, nosotras siempre hemos defendido. En la Ley de Identidad de Género ha quedado clara nuestra posición. Allí se le ha quitado a la construcción de la identidad todo aspecto patologizante, se incluyan cirugías o no. La segunda cuestión es preguntarse si estandarizar nuestros cuerpos en función de encajar en la binariedad hombre/mujer es realmente un deseo propio o una necesidad impuesta por las disciplinas médicas. ¿Dónde se centra la matriz de este tipo de operaciones? Cuando se habla de “cuerpo equivocado”, ¿quién establece lo que es el cuerpo correcto, la normalidad, la certeza? ¿Hasta dónde puedo y quiero acercarme a esa centralidad? ¿Quién delimita las fronteras del cuerpo de las mujeres y de lo femenino? A las travestis, además, se nos exige no sólo los atributos considerados como lo femenino, sino que esa corporalidad quede bien establecida. Si vamos a tener pecho, tiene que ser bien abundante. Del mismo modo, tantos fallos judiciales nos han marcado con la frase “piensa como mujer”. ¿Y cómo piensan las mujeres? Allí la operación es sacar la construcción social de lo que se cree que es ser una mujer y anclarlo en una cuestión biologicista. Sólo haciéndonos estas preguntas podemos empezar a confrontar con lo que la medicina considera verdad absoluta y tensionar con nuestros cuerpos esas teorías. No queremos ser enconsertadas en esos patrones. El capitalismo nos ha arrastrado a un estado tan perverso: si se observan los cuerpos de las chicas de la TV, parecen avatars. No sólo la técnica nos vende la posibilidad de parecer una Barbie sino incluso de superarla. No lo digo como juicio de valor contra las mujeres y las travestis que toman esas decisiones sino como un juicio contra la industria y la técnica que han superado los límites de la expresividad y de la humanidad. El punto es cómo se van perdiendo los límites entre la poliformía del deseo y la industria de la cirugía. Tener un cuerpo que coincida con los deseos y la autopercepción es una cosa; modificar alguna parte de mi cuerpo de manera violenta para encajar en el binomio es otra. Creo que muchas de nosotras no hubiéramos modificado nuestros cuerpos –tan ilegal e impulsivamente– si nos hubiésemos hecho antes estas preguntas. El cuerpo no sólo tiene una estética sino una funcionalidad y capacidad de goce. La otra gran pregunta que me hago sobre este tema, con la que vuelvo a Andreja Pejic para cerrar: ¿por qué estamos todos hablando de un hecho que sólo atañe a ella? Debatimos, escribimos y la privacidad de la sexualidad termina siendo pública. Otra vez se nos niega la posibilidad de construir un espacio propio, las decisiones sobre nuestras sexualidades e identidades deben construirse en lugares públicos. Otra vez colonizadas y obligadas a responder al eje androcentrista que todo el tiempo obliga a mostrar qué sos y qué te hacés. Y a normalizarte para no ser, como se diría en mi Salta, “ni chicha ni limonada”. A lo que respondo: yo mezclo la chicha con la limonada y me da un sabor exquisito.
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