› Por Alejandro Modarelli
Es a ustedes, hombres de negro y cuello clerical, que culebrean nocturnos, florentinos, por los pasillos cautos del Congreso, a quienes van dirigidas estas líneas, a un día apenas de la XXIII Marcha del Orgullo Gltbi, y cuando los poderes de la Constitución se aniñan frente a sus últimas arremetidas. Es que ustedes son insistentes disciplinadores, como el FMI. Pero el rebaño, sin embargo, está menos dócil. Deben admitir que el virus de la secularización no es tan fácil de extirpar, y la palabra de la Iglesia junto a la figura viralizada de un hombre que fue niño abusado por un obispo, en estos tiempos ya no se digiere como en la catequesis. Cuesta mantener el orden eclesiástico en la cultura de masas. Para ellas resulta más confiable el jurado de Bailando por un sueño.
Sin embargo, los políticos temen al zorro que despierta haciéndose el cordero. Observan con envidia las dotes del mago Francisco, el jesuita bonapartista que hechiza a las masas desde el balcón de San Pedro. El as de espadas que llevó al mazo a Ratzinger, aunque no a su cría, que ahora en el último Sínodo le complica los planes de lavado de fachada. Los políticos le reconocen al petrino la astucia de la que ellos ya carecen. Caen rendidos a sus pies. No obstante, setenta diputados optaron por la resistencia, y firmaron a favor de la legalización del aborto, disputándole sus verdades in saecula saeculorum: que la vida biológica es un valor absoluto a conservar sin interrogantes, más allá de cualquier contexto, y por lo tanto es lícito asestar a una mujer violada y desesperada el dolor de un embrión amargo. Como si las sangrientas cruzadas al Santo Sepulcro fuesen cosa ajena, pontifican que la vida emerge y acaba como un show que ellos producen, pero del que uno nunca es protagonista. Siento tan justa la eutanasia –y a veces tan bella– como el derecho a recrear mi anatomía. Que no me obliguen a padecer el pudrimiento de mi carne, ni una imagen propia que mis ojos y mi razón repudian. No soy templo de ningún dios sino en todo caso habitación de algún chongo.
Su otra verdad es la supremacía moral de las religiones monoteístas, cuyos pingües cultos los gobiernos deben sostener. Y no se trata de despreciar el divino libro de los judíos y cristianos, o el Corán, sino de aceptar que si hay ciudadanos que los eligen (y lo hacen muchas veces de manera literal, sin analizar el ámbito material en el que aparecieron), hay otros como nosotrxs que se enamoran y se aparean con el sexo y el género (ay, qué palabra que les duele) que en una noche lúcida y lúdica se nos cantó el ojete. Que el placer es cosa pluriforme y conocida desde que los cuerpos poblaron el planeta, tanto como la angustia y el dolor. Antes que el valle de lágrimas de las Novenas del Rosario, prefiero un bosque junto a una playa nudista, a pesar de que estoy tan gorda.
Mi autoridad para opinar no es sagrada, pero es legítima. No me opondré a que hagan otros sínodos obispales sobre la familia; a que debatan sobre el sexo de los ángeles en el siglo XXI; la comunión a los divorciados. Pero les recomiendo que se pongan a tono con el gran demagogo jesuita. Aprendan de sus habilidades retóricas, que hacen sonar simpática una atrocidad. ¿Saben cómo aconsejó a una madre que se quejaba de que su hijo tenía novia, pero que no le ofrecía casamiento? “Deje de plancharle las camisas y verá cómo se casa pronto.” ¡Qué bella idea sobre el papel de la mujer! Muerdan de su manzana, aprendan de sus trucos, como cuando pronuncia almibarado el término “gay”. Siempre alguna marica de San Isidro regresa a misa. Convoquen como él al “acogimiento de homosexuales”, no tengan miedo, que total de un plumazo los más radicales borrarán del documento final la mención de nuestras “cualidades y dones”. Ni vale la pena hacer las obvias bromas al respecto.
Para terminar, les voy a confesar que leyendo a dos pensadores cristianos –Girard y Vattimo– aprendí que el cristianismo, a través de la Crucifixión, reveló al mundo el mecanismo sacrificial de las comunidades humanas. Esa cuestión del chivo expiatorio, de la víctima. Por eso se dijo por primera vez: no matarás para calmar la sed de venganza ni para restituir ningún orden social en momentos de crisis. Les pido entonces ser consecuentes con aquella rica herencia ética, justo cuando el concepto de Caritas regresa por sus fueros al debate filosófico. No se abusen de nosotrxs los putos, las travas, las tortas, imponiendo a fuego secreto sus órdenes y leyes. No se abusen de las mujeres abusadas ni se adueñen de su cuerpo, que el aborto puede llegar a ser un momento de desdicha, pero también de libertad. Porque no queremos ser chivos de ninguna expiación, ni carne como la de Cristo, ni muñecos quemados de ninguna festividad pagana, musulmana, evangélica, judía o vaticana. Buscamos solamente compartir el mundo en su justa medida y armoniosamente. Dejen al Estado laico en paz. No ejerzan la violencia, ni física, ni simbólica.
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