MUESTRA
Propulsor chic del jet set literario, Pepe Fernández es una figura mítica y secreta. La exposición que reúne fotos y documentos reconstruye parte de un mundo rarísimo y permite revelar dos grandes amores desviados y correspondidos: María Elena Walsh y Rodolfo Wilcock.
› Por Gabriela Cabezón Cámara
La de Pepe Fernández, cuya obra –fotografías, diarios y correspondencia– es objeto de una muestra chica con vocación de libro grande que cierra este fin de semana en Villa Ocampo, es una biografía que podría arrancarse con dos amores, el escritor Juan Wilcock y María Elena Walsh. Y podría cifrarse en un dibujo, una laboriosa y alegre tela de araña. Empecemos por los amores. El encuentro con Wilcock: una de las varias pasiones de Pepe fue la música. Una tarde, en la puerta del Colón, se encontró con Johnny. Fue una especie de flechazo; Pepe era alegre y divertido, todos sus amigos resaltan cuánto extrañaban reírse con él en sus cartas. Wilcock era unos años mayor, tenía 26 y –escribió Pepe unos años después– “hablaba cinco o seis idiomas corrientemente. Para mí, él sabía todo y lo admiraba, aunque sin complejo de inferioridad. Yo quería aprender, gozar a veces hasta las lágrimas escuchando música. Me hablaba de su pasión por James Joyce, Marcel Proust y me recitaba de memoria poemas de Keats, Byron, Verlaine, Rimbaud...” Era, además, colaborador de Sur, amigo de Bioy, Borges y Silvina Ocampo, a quienes prometía presentarles “cuando se lo mereciera”. Fue, en palabras del crítico Ernesto Montequin, curador de la muestra, “una relación homosexual en el sentido clásico, el del eros pedagógico; Wilcock lo introdujo en ese mundo intelectual, le dio una educación sentimental”. El otro amor, María Elena, “la inglesita”, una vecina del barrio que había publicado un libro, Otoño imperdonable, que Pepe leyó temblando de admiración. El la seguía en su bicicleta, no se animaba a hablarle, admiraba su estampa, sus pantalones anchos que parecían un “overoll”, hasta que una poeta amiga se la llevó “de regalo” un 1º de enero. Ella tenía 18, él 19 y fueron amigos hasta la muerte. Hugo Becaccece, periodista de La Nación y amigo de Pepe, contó en un artículo que María Elena se enamoró del fotógrafo y él no pudo corresponderle. Lo superaron.
En algún momento, Pepe lo “mereció” y Wilcock le presentó a Borges, Bioy y Silvina Ocampo. Para entonces, María Elena Walsh ya estaba con Leda Valladares en París y habían conquistado el mundo de las boîtes cantando folklore. Wilcock se iría poco después, a disgusto con el peronismo. Cuánto amor y cuánta risa –esto último lo dice ella en varias cartas– lo habrán unido a Silvina que logró lo que casi nadie: un acto generoso en términos monetarios de la gran escritora y oligarca argentina. Le regaló el dinero para comprarse un pasaje a Europa. Los Bioy iban a buscar a Marta, la hija que él, ese hombre de “deslumbrante belleza”, como lo definió Pepe y quién podría discutírselo, había tenido con otra mujer, y Silvina quería estar bien acompañada. Allá fue Pepe por primera vez.
Lo esperaban Wilcock, María Elena, Leda, Cortázar, Aurora Bernárdez, el artista Greco. Y amigos nuevos. Se quedó. Sin un centavo: con el abrigo que le dieron Cortázar y su mujer y la ayuda y el trabajo que le consiguió María Elena en el guardarropas de una boîte, donde comenzó a guardar como souvenirs las propinas de celebridades como Picasso o Rita Hayworth. Claro que, cuenta, de vez en cuando su amigo Greco lo convencía de cambiar los souvenirs por comida.
Tuvo una vuelta breve y trágica a Buenos Aires: en 1961 murió su mamá y en 1963 se suicidó su padre, desesperado por la ausencia de su mujer.
En 1964 se instaló en París. Desarrolló oficios de lo más variados, desde ordenanza en una fábrica de muebles hasta medir trayectorias de partículas atómicas en un film en un laboratorio. Recién en los ’70 se afianzó como fotógrafo. Pero a lo grande: es el autor de la foto de Borges parado sobre la estrella, de la foto de Silvina Ocampo detrás de un vidrio empañado, de una foto de Severo Sarduy charlando con Roland Barthes, de María Elena Walsh muy seductora abrazando a un gato negro, de Manuel Mujica Lainez atravesando una cortina vegetal, de Guillermo Vilas con cara de soñador, de bellos perfiles de Monzón, de un hermoso chongo desnudo acostado sobre una moto último modelo de la época, de un Cortázar tan alto como desgarbado y aniñado, de Borges de paseo con una María Kodama de pelo negro y tacos altísimos. Pepe Fernández fue, en París, algo así como el centro invisible que reunía al jet-set de la literatura argentina cuando eso existía.
Eso queda de Pepe: las fotos. Los diarios, en los que registra con talento y precisión, “casi como un imperativo moral, era consciente de estar rodeado de seres excepcionales”, puntualiza Montequin, sus días y sus noches. Las cartas, las que envió y las que recibió. Y las anécdotas. Montequin aporta una que le refirió Edgardo Cozarinsky: Pepe vivía en un cuarto piso por escalera. Había tenido un problema cardíaco, lo fueron a buscar en ambulancia, los enfermeros lo bajaban en una camilla, envuelto con una especie de sábana plateada. Cuando, en el hall del edificio, se vio en un espejo, Pepe dijo: “Ah, ¡yo creí que íbamos al hospital, no al Folies Bergère!”
Hasta este domingo, de 12.30 a 19. Villa Ocampo, Elortondo 1837, Beccar
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