A LA VISTA
El ébola como el VIH y el sida son figuras que señalan fronteras de género, de clase, étnicas y coloniales. Del delirio del mono “abusado” en esas tierras calientes al pretendido origen africano del ébola, Occidente, es decir, esa construcción heterogénea pero “efectiva”, se refuerza como aplanadora imperial.
› Por Flavio Rapisardi
Corría el año 1988, golpeé la puerta de una organización gay (así se denominaban en ese entonces) y me abrió un hippie de Plaza Francia. Me enamoré. Yo, mariquita de barrio del conurbano, esperaba encontrarme con personas como Horacio (el quiosquero de la cuadra que usaba camisas atadas a la cintura) o el Negrito (el profesor de patín que andaba con un pelo tan tupido sobre el cual nunca pude dejar de sospecharle un peluquín). Contra todos mis pronósticos, un hippie, mi ideal del sexo solitario y del amor proyectado, me recibió con una sonrisa.
–Hola, soy Angel –me dijo.
–Hola, soy Flavio –le contesté.
–¿A qué venís? –me preguntó.
–A militar –le dije.
Con militancia previa en la JP de Avellaneda y un abuelo que murió de peritonitis con tres “viva Perón, Juana”, a la sazón mi abuela, era claro que no sabía lo que era un grupo de interés.
Aunque peronista y conurbano, salí tímido en temas sentimentales, nunca me animé a declararle mi amor. No parábamos de mirarnos en las asambleas, en los pasillos de ese paquete departamento de la calle Rodríguez Peña y de insinuaciones como abrazos y manos en la espalda. Sólo supe que él quería ser mi novio antes de su muerte, cuando aún el AZT no figuraba en ningún vademécum y ya había abandonado su “retiro” en una vieja casa en Villa Rosa donde se resguardó con su homeopatía, sus artesanías y sus devaneos. Hasta que volvió a la casa de sus padres, donde hizo su pascua.
Aun ante esta inminencia, el VIH/sida era un murmullo de fondo. El cruce entre migrantes haitianos y altos ejecutivos en Nueva York que describe Néstor Perlongher en su libro El fantasma del sida, aquí se reprodujo entre gays, entre camioneros y sus esposas y otras combinaciones no etnizadas en términos de africanidad explícita, aunque sí racializadas, en algunas ocasiones, cuando la sospecha recaía sobre las mujeres en estado de prostitución caracterizadas como cabecitas. Recuerdo un film porno de aquella época donde retirad*s en una isla un grupo se dedica a la práctica sistemática de una partuza sexual. De manera inexplicable, distint*s protagonistas iban muriendo con manchas rosas en la piel con la rapidez de un ACV repentino, como si el sida fuera en realidad una picadura de yarará. Así, muerte tras muerte, se lanza una caza del culpable que aparece en una escena: la que hasta el momento era la protagonista afro resultó ser una trans que con su pene penetra a una mujer, por lo que la afro se suicida post-cópula, condensando en esa escena la biopolítica de aniquilamiento que de tanto en tanto agita el neoconservadurismo para distintos nosotr*s. Argentina también es afro, pero no a lo Jean y John Comaroff. Y, pienso, ni el Africa del post-colonialismo es el Africa continente porque, como bien nos alertó Georg Simmel, las categorías de grupos siempre exceden a sus integrantes para operar como marcas en la cultura que condensan varios significados. Angel murió mucho antes del año ’96, cuando inhibidores de proteasas y protocolos varios aún eran diseño. En aquellos años parecía que el VIH/sida no tenía frontera: él se nos quedó antes de poder cruzarla como tant*s desplazad*s.
Según datos de la OMS, en el año 2012 murieron en Africa 1.600.000 personas por complicaciones relacionadas con el VIH/sida, mientras que el ébola causó 4400 muertes, y otras enfermedades diarreicas 1.200.000 en ese mismo período. ¿El problema? La pobreza y la exclusión. ¿Su causa? El imperialismo y el coloniaje que expolió y sigue explotando este continente rico en petróleo y diamantes. Sin embargo, las muertes plausibles de comparar en sus marcos de encarnación difieren en sus resultados: 5 de cada 9 enferm*s de ébola mueren, mientras que el VIH/sida se puede cronificar, aunque no en toda Africa. Por esto, VIH/sida y ébola interpelan de maneras distintas: no es lo mismo nuestro país con un programa de acceso universal (aunque durante el menemismo y la Alianza, es bueno recordarlo, hubo complicaciones para la medicación), que en países africanos, donde un hospital público o un sistema solidario como el de las obras sociales es una fantasía futurista; esas cifras hay que recalcularlas, sobre lo que parece no hay mucho interés.
Cuando el año pasado me internaron en una ostentosa clínica en la Ciudad de Buenos Aires por una fiebre que parecía no tener explicación, una tardecita entran un médico y una médica a mi habitación y me dicen sin mediación: “Lo lamentamos, pero tu Western Blot dio positivo”. Es decir, me estaban diciendo que yo vivía con VIH y que mi fiebre incontrolable que me hacía perder peso a diario era sida. Los seguí mirando y no supe qué decirles. Como sujeto que vivió las tres décadas de un cambio de sentido sobre el VIH/sida, no pude más que pensar en los que ya no estaban: en Angel y en otr*s. Me dejaron solo en la habitación, cerré los ojos y pensé: la muerte no está en mis huevos, ahora sé que la muerte (que nunca fue un llamado de ningún dios) está en la distancia entre nosotros/as, la “comunidad de PVVS” (Personas que Vivimos con VIH/sida) y las políticas sanitarias (que en nuestro país incluyen la gratuidad total del tratamiento de por vida), la voracidad farmacéutica no casualmente ancladas en los países imperiales y las propias ganas de vivir (adherencia al tratamiento) que para mí son inseparables de un proyecto colectivo en tanto condición de supervivencia: ni un Medical Care a lo Obama me (nos) salvaría. En el marco de economías dependientes, a pesar de los intentos de la última década por alcanzar mayores grados de integración, soberanía e igualdad, a much*s no se nos vuelve abstracto y delirante hacer equivalencia de nuestros reclamos con otros en apariencia tan distintos, como despenalización y legalización del aborto, derecho a la tierra y el territorio, plenos derechos y acceso a subsistemas públicos por parte de migrantes, entre otras cuestiones que se articulan en el punto de la exclusión. Desde que sé que vivo con VIH, no creo que se hayan levantado “nuevas” fronteras sino que prefiero decir que se reconfiguraron las abyecciones que pretenden la domesticación de quienes creemos en la identificación no como la panacea para la creación de un gueto particular deseante o reclamante sólo en términos que pretende propios. A mi entender, la exclusión hace surgir campos de subjetividad, ámbitos de experimentación de la desigualdad, pero no sujetos con integralidades meramente particulares. Desde aquella tardecita del anuncio, más que una nueva frontera, en mi cabeza repiqueteó la noción de la política (concepción, experiencias y tradiciones visitadas), volviendo a descreer que la mano invisible del mercado sea fantasma interesado en mi (nuestra) vida: sin obra social yo no estaría allí. Y si lo es, sólo es un fantasma: el de los malos. Y hablando de maldad, Jean y John Comaroff afirman que la geografía moral fue redefinida con la pandemia y lo es con toda enfermedad: desde la fiebre amarilla porteña adjudicada a los afros de San Telmo, la gripe aviar supuestamente mexicana y ahora, con el VIH/sida y el ébola, el terror se proyecta en lo configurado como esa interioridad/exterioridad sistémica al control fácil y la supervivencia hegemónica. Sin duda lo va a ser una y otra vez porque las políticas liberales basadas en la fantasía, para mí jánica, del pacto no atienden lo que Derrida en su ensayo Fuerza de ley denomina como “no presente”: esa diferencia que siempre es falta, operador oscuro y relacional que aparece y puede desaparecer, pero nunca dejar de funcionar, ya que la política es lucha de posiciones y el consenso, la continuidad eterna de la serie The Walking Dead en la que sólo hay supervivencia a tiros o con mutuo canibalismo.
Mi última medición de CD4 dio 226, cuando lo aconsejable es superar los 500. Mi carga viral es 155. Al internarme el año pasado, mis CD4 eran de 78 y mi carga viral de 1.480.000. Los bombones, que son las pastillas del cóctel a las que bauticé así para hacerlas más amigables, vienen en caja con nombres corporativos, procedencias extranjeras y al costo de divisas nacionales en época de buitres y escasez de unos papelitos de colores que embelesan a nuestra burguesía pastoril y su clase media imitativa. Como mi sueño es vivir hasta el momento en que mi pascua sea por otro motivo distinto al ataque de ese huésped que me cohabita y me ataca si no lo cocteleo metódica y diariamente, lucho, pero con otr*s para poder asegurarnos que las pascuas sean el resultado de lo inevitable que aún no pudimos vencer, y no la empresa egoísta de las robinsoneadas que nos propone el mercado de la simple ganancia y el liberalismo del más fuerte, por lo que esas abyecciones de dimensiones latinas y africanas son la cara legible de un mercadeo impúdico de la desposesión imperial y capitalista contra la que sólo una empresa solidaria y colectiva puede, al menos, pelearla.
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