Hace unas semanas, Manuel Vicent presentaba en Buenos Aires su biografía poco autorizada de Jesús Aguirre, cura, intelectual, gran loquesa española y a la sazón uno de los maridos de la duquesa de Alba. Objeto de broma, reverencia y estetización pop, el uno y la otra comparten hoy los territorios que les correspondan en el más allá, y ambos a su modo representan la España profunda, la frívola, la esperpéntica, la de la transición democrática, la del armario, las sotanas y la extravagancia.
› Por María Moreno
Muerta la duquesa de Alba, ese esperpento quirúrgico peinado con un Africa look muy semejante a un atado de brócoli si no fuera color rosado, el prestigio alocado de su poder –no tenía obligación de saludar al rey ni al Papa con una reverencia– hizo que la cadena Televisa se tragara una noticia insólita difundida por El Mundo Today: que el féretro sería dividido en 203 partes para que ella fuera enterrada un poquito en cada uno de sus palacios. Y tal vez el escritor Manuel Vicent haya tenido el honor de haberle procurado a la occisa el último disgusto: la publicación de la biografía de Jesús Aguirre, su hoy olvidadísimo segundo marido. Vicent pasó hace unas semanas por Buenos Aires para presentar esa pieza de cotilleo fino que es también la historia de la España de la transición democrática a través de uno de sus petimetres. Cuando lo veo sentado muy tieso en un sillón de la salita del Cceba frente a un austero cafecito, y la encargada de prensa anuncia que en una hora vendría otro periodista, me desmorono. La cara para entrevistas que le había visto en la tele ya era un mal presagio. El extiende una sonrisa de catálogo y permanece mudo como para que empiece de una vez. No tengo ganas de preguntarle nada y sí de inventarlo todo.
Aguirre, el Magnífico es la biografía de Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate, decimoctavo duque de Alba, una gran loquesa en secreto a voces, un cura voltaireano como le gusta decir a Vicent, mandamás en un cierto período de la editorial Taurus y consejero de El País en momentos de alza intelectual, marxista prêt-à-porter que llegó a colocar en una pared del Palacio de Liria el retrato de Walter Benjamin. A la salida de este libro, Cayetana mandó una carta encendida, seguramente escrita por otro, donde parecía quejarse simplemente por no haber sido consultada, ya que sus argumentos no ponían en duda los del libro tanto como pretendía, pero protestaba a su modo con títulos: “Mi marido fue escritor y columnista del diario El País, académico de la Real Academia Española de Bellas Artes y de Santa Isabel de Hungría, Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio, y comisario durante los trabajos de organización de la Exposición Universal de Sevilla, con otro partido político distinto del de su etapa en Cultura y, además, sin ningún apego al cargo, ya que cuando consideró que tenía que dimitir, lo hizo”.
Aguirre, el Magnífico, subtitulado “Retablo ibérico”, empieza con una escena atrapante. Una choriceada en un campus luego de que Torrente Ballester recibiera el premio Cervantes. Vicent le pide a Aguirre que le presente al rey Juan Carlos y él lo presenta como a su “futuro biógrafo”. Los chorizos, que todos prueban como si fuera una liturgia, transpiran bajo el sol.
–No, porque es un comienzo real y espectacular a la vez, literario y esperpéntico, que me consagraba oficialmente como el biógrafo de este señor sellado ante el rey, que encima le dijo: “Si lo cuenta todo, vas arreglao”. Entonces tenía pie para escribir lo que se me diera la gana sin salirme de la realidad. Porque salirse de la realidad en el caso del duque de Alba, Jesús Aguirre, hubiera sido demasiado, porque ya dentro de la realidad sobraba inspiración y sobraba esperpento.
Esto último es casi textualmente la solapa del libro y Vicent me lo dice en un tono cansino, como el movimiento del cuerpo de una bailarina de burlesque continuado a las dos de la tarde.
Así que me deprimo aún más y mis preguntas se vuelven como esculpidas, y ni siquiera le pregunto si él mismo es homosheshual como Jesús Aguirre. Entonces decido glosarlo en esta nota o, según como se mire, a grandes rasgos, copiarlo, porque el libro me encanta.
Jesús Aguirre nació en Madrid en 1930 o 1934, bastardo de Carmen Aguirre y Ortiz de Zárate. El padre, un militar llamado Angel Prats que era casado, prometió divorcio y nuevo casamiento, por eso el niño llevó durante mucho tiempo, mientras asistía al colegio Lasalle, un uniforme que tenía bordadas las iniciales JPA en rojo furioso. Ya sacerdote, lo citó (al padre presunto) en un bar de Barcelona al menos para verle la cara, pero no vino. Luego lo llamó por teléfono con igual fin, pero las comunicaciones eran tan malas por esa época que... Cuando ya él era famoso por su labia en el púlpito, Prats se le acercó en la galería de arte Juana Mordó y, por entrar en conversación, le preguntó qué significaba ese cuadro que tenían adelante. Por último lo convidó a comer albóndigas en la Corralada. Allí, Prats ofreció reconocerlo con un tono de a las cansadas. El dijo que no. Ya tenía otras ambiciones que la de alargar con un apellido más las presentaciones.
Aguirre había tenido un protector que le permitió hacer primero el Colegio Lasalle y luego el Seminario Pontificio de Comillas. Era Eugenio Calderón, director de la papelera Sniace de Torrelavega, que tomó a su madre como secretaria. Cuando Aguirre, por los años ’50, estudió Teología en Munich, ya parecía arreglarse para vivir en el Colegio Ducal Giorgianum, donde había enseñado Joseph Ratzinger. En todo lugar fue amonestado por sus “amistades particulares” que, según Vicent, él insistía en llamar a la Goethe “afinidades electivas”; aunque al menos en el Lasalle juraba que lo que hacía con su preferido de turno era leer a Ortega y Gasset, que en esa época era para los curas –según Aguirre– peor que hacerse la paja de a dos.
En Munich, Jesús se hizo amigo de un tal Wolfgang Dern, que lo llevó a Frankfurt y le presentó a Adorno, en donde le pegó la famosa escuela crítica, sobre todo Walter Benjamin, cuyas obras sembró en su escritorio de la editorial Taurus cuando en la década del ’70 lo nombraron asesor en libros religiosos y luego director de los Cuadernos. Allí se codeaba con Juan Benet, Fernando Savater, Juan García Hortelano, Gil de Vietma y el mismo Manuel Vicent. O era inteligente de verdad, o los escritores son discretos al hablar mal de un editor. El pack mínimo de la fama es un par de nombres fuertes y un anecdotario donde se mezclen un poco el ingenio y el coraje. Jesús Aguirre también se hizo íntimo de Hans Kuss, el preferido de Joseph Ratzinger que lo formó en Dogmática. Que tanto Aguirre como Ratzinger fueron culpables de deseos sin sublimar lo constituía una única prueba: Kuss era idéntico al Helmut Berger de La caída de los dioses.
Interesados en la experiencia interior quien sabe en qué términos, Jesús y Hans (¿tan culo y calzón como Jesucristo y Juan el Bautista?) se fueron en un Volkswagen a Friburgo. Montes nevados, aldeas de Billiken, un frío de tapar las urgencias de las manos con los guantes en el volante. Hans propone bajar a hacer picnic en medio de la Selva Negra: unos sandwichs de salchicha servidos sobre un pañuelo blanco que se matizan con recitados de San Juan de la Cruz (por primera vez para Aguirre, una ocasión solemne se festeja con una comida pedestre como aquellas albóndigas ante el padre remiso). Fondo: pájaros que gritan, un chorrear de agua que se oye sólo si se presta mucha atención. Lo buscan. En una piedra hay un cartel que dice “Cascada del Cisne Negro”. Hans se desnuda y salta bajo el chorro helado. Jesús lo imita. Luego, ya desde un sofá del Palacio de Liria, Jesús Aguirre le dirá a Manuel Vicent que jamás estuvo tan cerca de la experiencia mística.
El Magnífico fue ordenado sacerdote en 1961. Vuelto a Madrid, un puesto de capellán del Colegio Mayor César Carlos y sus sermones en la Iglesia Santo Tomás de Aquino de la Universidad le dieron una fama de estrella de rock. Algo tendría.
–¿Cómo saberlo si lo que decía no se entendía nada?
–Era una mezcla de teología cósmica a lo Teilhard de Chardin con escuela de Frankfurt. Pero tenía de antemano el favor del público. Así que échale un galgo a todo eso, pero era para salvarte e ir al cielo.
Aguirre tuvo un discípulo amado, Enrique Ruano, militante del Frente Nacional de Liberación, al que en 1969 matarían tres policías de la Brigada Social, simulando que se había suicidado tirándose desde un séptimo piso de la calle Mola.
Pero antes Jesús Aguirre le conversaba sobre Dios y la gracia y de quien sabe qué hasta que el joven, que lo visitaba en privado en su departamento de la plaza María Guerrero y en la iglesia donde seguía esos sermones al parecer hipnóticos, perdió la fe. O se hizo ateo, o se volvió más militante, o se hartó de la palabra imparable de Aguirre. Desapareció. El maestro se puso triste, pero siguió dando sermones y enamorando a cristianos izquierdistas ya tan descreídos que necesitaban un Dios explicado con un barroco denso como el suyo.
Pero pasado un año, Ruano volvió en medio de la misa y se sentó en primera fila. El padre Aguirre estaba de espaldas y se dio la vuelta para pronunciar el “Dominus vobiscum”. Vio a su amigo, olvidó la liturgia y en cambio dijo: “Bonjour tristesse”.
La fama requiere por lo menos de un acto de valentía y cuando se estaba por ejecutar a Julián Grimau, miembro del Comité Central del Partido Comunista, enviado de París a Madrid y detenido en noviembre de 1962, Aguirre se jugó: “La Iglesia fue fundada por un inocente condenado a muerte y sigue siendo un escándalo que, pese a tener a un crucificado inocente como símbolo, sea partidaria de la pena de muerte y haya callado una vez más en este caso. ¿Adónde están nuestros obispos? ¿Por qué es de plomo también su silencio?”.
A Manuel Vicent no le suena la escolástica que define la alta sociedad que, según José Luis de Vilallonga, murió y trágicamente cuando un duque del Porland se casó con una divorciada.
–Hay dos aristocracias: una muy española amiga de toreros, flamencos gitanos; y otra decadente, punta de rama que sólo habla inglés.
–La española sale en Hola. La decadente, uno no sabe bien en dónde vive, tal vez en unos caserones del Madrid inescrutable. En donde a lo mejor hay un armario en el que se guardan bombones podridos. Con un vástago alcohólico que tiene fincas que no sabe dónde están y por supuesto no va la universidad. Yo tenía una amiga de esa aristocracia que cuando quiso ir a la universidad, su padre se lo prohibió: “¿Cómo vas a ir a un sitio en donde hay tanta gente?”.
Vicent dice que no pregunta nada, que a los sobrevivientes de ese quién es quién moribundo los ha tratado en festicholas con un gin-tonic en la mano bajo un óleo de Thomas Ginsborough o comiendo masas un poco pasadas (el moho sería el emblema gastronómico de la nobleza). Sus imágenes son deliciosas: dice que el duque tenía la gracia de tomar el té “con lascivia”, define el Concilio de Trento por la caspa e inicia un párrafo de cuento plebeyo: “Cuando toda España olía a sardina, entre clérigos, militares y Concha Piquer”...
–Hacía mucho que no lo veía. Me lo encontré en la estación de Santa Justa de Sevilla. Iba sin guardaespaldas con una maleta en la mano. Sin saludarme, me dijo: “Querido, llévame la maleta”. Obedecí sin pensar, como si en mi ADN hubiera genes de siervos de la gleba. En ese momento se puso a contarme que había convencido a Cayetana de que le comprara a su nombre un palacio en Venecia. Entonces reaccioné: “Oye, capullo, carga con tu maleta, que no soy tu esclavo a menos que me des un puesto en tu jodido palacio”. Entonces bajó los humos y me dijo que tenía lumbago. Volví a tomar la maleta. Y pensar que una vez en otro de sus palacios, el de Dueñas, le había preguntado al ver las suelas de sus zapatos tan peladas como si acabara de comprarlos: “¿Es que no bajas nunca a la calle, Jesús?”. Y él me contestó: “No piso la calle como vosotros por lo menos desde el siglo XVIII”.
–¡Levantarle el novio al Papa! ¿Te parece poco?
Lo último en nobleza siempre ha sido ser comunista. Cayetana nada que ver, pero su marido... Con aquella arenga sobre Julián Grimau –pronunciada, eso sí, con ademanes de abanico– no sólo parecía un comunista sino un comunista que había llevado sotana (cuando casaba a una pareja, ofrecía al igual que un couturier sus últimas creaciones: “¿Cómo queréis que os case? ¿Línea Pío XII o modelo Juan XXIII?”).
Sensibilidad social de Cayetana: una vez por año se presentaba en un hospital rodeada por sus paparazzi para donar sangre, hasta que una vez fue palmeada en el culo por un obrero enfermo, que había recibido su donación y le gritaba desde su lecho: “¡Primita!”.
La duquesa –que murió, como Franco, un 20 de noviembre– era reaccionaria a la manera feudal y demagoga a la manera del jet-set, un putón de diseño que gustaba de bailar flamenco en tablado propio ante sus jornaleros de Las Dueñas a los que trataba como esclavos, estaba eximida de los grandes impuestos y eligió como epitafio “Aquí yace Cayetana, que vivió como sintió”. Confundía los privilegios con la libertad.
Pero antes de ser un Alba, ¿qué tenía Jesús Aguirre más allá de un puñado de anécdotas pasadas con ingenio y corregidas por los escritores de moda, incluido Vicent? Nada menos que los secretos de la izquierda exquisita que ocuparía todas las bancas durante el gobierno de Felipe González.
–Gracioso, de tan maléfico y pedante. Aunque hablaba como si estuviera siempre diciendo misa. Creo que no ha dejado de decir misa nunca.
–Me ha dicho, ya cuando era un duque de Alba: “Yo he confesado a los que después fueron diputados, ministros y hasta banqueros. Pero sus pecados no eran nada del otro mundo. El diablo no hubiera estado orgulloso de ninguno. Son unos desgraciados que no saben ni pecar”.
No se sabe bien cuándo exactamente el Magnífico colgó los hábitos. Se casó con Cayetana de Alba, a la que conoció en alguna tertulia cuando era director general de Música, el 16 de marzo de 1978.
Ante lo inminente, alguien le dijo a la duquesa que se asegurara de que todo funcione bien, repitiendo una y otra vez “funcione”. Había que aventar rumores donde el Magnífico perseguía muchachos en culo y era mirado en secuencias como en un film porno por las cuatro ventanas de su departamento de soltero, algunas caídas en redadas de amistades particulares borrachas y drogadas en bares “de ambiente”, un desmayo en la escalera a la que siguió un autoexilio en provincias. Entonces Jesús y Cayetana, ya casados, se solían describir a quien quisiera oírlos como Príapo y la Coca Sarli en Fuego.
Al igual que todo ilegítimo, para ser un Alba, Jesús Aguirre necesitó data: en los palacios de Liria o Las Dueñas hacía girar facistoles con olor a peste bubónica, llamaba a expertos para que le contaran cada pentimento de los Goya que se aburrían en las paredes y revisaba los títulos y las propiedades heredadas para sacarle el jugo burgués. Cuando la tonta de su mujer exclamaba durante un picnic “qué lindo es todo esto, me gustaría comprarlo”, él podía responderle “pero si es tuyo, Cayetana”. Y se apresuraba a sacar los planos de la gabardina.
Luego pasaron los tiempos en que un tal Tejero intentara un golpe de Estado (Vicent lo llama “astracanada”, como lo hubiera hecho nuestro humorista Landrú ) y Adolfo Suárez defendiera con su propio cuerpo saltando por sobre las bancas del salón del Congreso al general Gutiérrez Mellado, mientras las cámaras de televisión filmaban a un grupo de guardias civiles armados con metralleta (Aguirre se lo había pasado en palacio leyendo La metamorfosis de Ovidio, vestido con un mono proletario heredado de su suegro, quien gustaba de usarlo bajo los bombardeos en las Segunda Guerra). Habían pasado también los whiskies cultos de la boîte Boccaccio y el bar Persival, de la Ocaña mostrando por las ramblas de Barcelona a las jubiladas adictas a las tragaperras que debajo del vestido no tenía más que sus huevos, de las feministas cantándole a Felipe González “Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo”; en fin, el destape con sus yonquis en todas las plazas, como la de Malasaña, en donde alguna vez vi venir a comprar merca sin molestarse siquiera en usar un par de anteojos negros a un por entonces joven John Malcovich.
Aznar se impuso junto con el baile de “La Macarena”, los trajes de Adolfo Domínguez y la plata dulce. El Magnífico se retiró a cuarteles de invierno (en este caso, palacios) y languideciendo, porque un Alba sólo le sienta al socialismo como una estampita del pasado pisado, una snobeada para matizar la transición luego del entierro en Cuelgamuros de Franco, el gran castrado (una herida le habría volado los testículos en la guerra de Marruecos). Aguirre se esconde y de cambiar de amigos según las épocas, como solía hacer, deja de tenerlos.
Entonces muere; mejor dicho se arrastra hasta el siglo XXI con una mantita en las rodillas con el escudo de la casa de Alba bordado, asistiendo mudo a las reuniones de El País. Lo que le adjudicó el doctor no era ningún título: carcinoma de laringe localizado. Parece que lloró sin advertir que sólo la muerte le haría cumplir su objetivo: el mármol (salir en Hola, firmar con la cola de cometa del título, vivir de palacios no se sabe si alguno a su nombre, eran pingües escalones). Fue enterrado en el Convento de las Madres Dominicas en el pueblo de Loeches, “a 28 kilómetros de Madrid”, aclara Vicent como quien denuncia una injusticia o con simple pena (hoy aún más lejos de Cayetana). Y ahí sí debe decir “Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate, decimoctavo duque de Alba”. Era el 11 de marzo de 2001.
* Hace pocas semanas, Manuel Vicent vino a presentar a la Argentina sus libros: Aguirre, el magnífico (Alfaguara) y El azar de la mujer rubia (Alfaguara)(Versión para móviles / versión de escritorio)
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