Viernes, 28 de noviembre de 2014 | Hoy
ANIVERSARIO
Por sus gestos y sus desplantes se ganó el calificativo de fascista. Sin dudas mereció el de nacionalista a ultranza. Su espectacular suicidio, del que se cumplen 44 años, congeló la imagen del amor homosexual en un charco de sangre y en la palabra harakiri. Sus textos siguen cantando al desgarramiento y espantando a las buenas y sanas costumbres.
Por Facundo R. Soto
El día anterior a su muerte, el 25 de noviembre de 1970, Mishima fue con sus discípulos, al restaurante Suegan, al que frecuentaba cuando estudiaba Derecho en la Universidad de Tokio. Tenía 45 años y era el escritor más famoso del Japón. Estuvo nominado junto a su maestro Kawabatta para el Premio Nobel de Literatura. Contaba con más de 30 novelas traducidas a otros idiomas y 35 años después de Hiroshima, entre sake y sake, planificaron lo que harían al día siguiente, “En honor del Emperador y de la recuperación de las tradiciones perdidas”. El libro El gran espejo del amor entre hombres, de Ihara Saikaku (1688-1704), de cabecera de Mishima, narra 40 historias de samurais entregados al amor entre hombres, es decir de las tradiciones perdidas. En Confesiones de una máscara, su libro más famoso, cuenta que la figura de San Sebastián con flechas clavadas en el pecho y las axilas con pelos le ocasionaba un placer muy excitante, donde se unía lo sensual con lo sádico. La muerte y el sexo estuvieron presentes desde el inicio de su obra.
Al otro día se vistió con el uniforme que su mujer le había planchado y salió de su casa a las 10 am (según el informe policial).
Cuando llegaron al cuartel, los guardias notificaron la llegada del escritor recibiendo una carta escrita con una caligrafía muy delicada que decía “No importa lo que la gente diga de mí. Este acto es obra de puro patriotismo. De amor al Japón. Un día ellos comprenderán”, después de la culturalización norteamericana del Japón.
Mishima y sus discípulos ingresaron al Pabellón buscando la oficina del general. Al verlo sentado en su escritorio lo ataron con una soga. Mishima comunicó que habían secuestrado al general. Si lo querían con vida, se tenían que reunir todos en el patio central. Llegaron a acumularse más de 800 soldados en el patio, donde Mishima, parado en el borde del balcón, con su traje ajustado color terracota y una hilera de botones dorados a los costados, guantes blancos, y una venda en la cabeza observaba a los soldados para dar su mensaje. La policía intentaba derribar la puerta mientras Mishima daba su discurso ultranacionalista agitando las manos, al borde del vacío. Antes de que terminara fue abucheado. Sus últimas palabras fueron “Larga vida al Emperador” y volvió a la oficina del general. Adentro los golpes hacían temblar la puerta.
Mishima se arrodilló abriéndose la chaqueta, mirando a Morita, y besándolo con una mirada dura, penetrante y eterna. Sacó la daga del maletín y se la introdujo en el extremo izquierdo del estómago. Vibraba y parecía que por fin había alcanzado el momento más anhelado de su vida. Arrastró la daga hacia la derecha como si intentara cortar un papel. Después la estiró hacia arriba. Se había hecho una herida y sangraba; pero la muerte todavía estaba lejos. Morita le arrancó el sable e intentó decapitarlo; pero no pudo. Intentó hacerlo de nuevo, pero volvió a fracasar. Su amante secreto quería complacerlo hasta el final, pero no pudo. Entonces le pidió a Koga que lo hiciera.
Cuando los policías derribaron la puerta, Mishima ya había sido decapitado, y Morita también. A las 11.50, el Pabellón se había llenado de periodistas y el país estaba convulsionado. A las 12.20, sus discípulos entregaron los sables a la policía y fueron arrestados frente a las cámaras de televisión, que lo registraron todo. El primer ministro, Nakazone, habló por cadena nacional lamentando los hechos; enalteciendo la democracia y deseando que eso no volviese a ocurrir porque lo prohibía la Constitución.
A la noche, con más periodistas que soldados, sacaron los cadáveres decapitados. Fueron trasladados al Hospital de Tokio para realizar las autopsias correspondientes. La imagen que se vio por televisión, el cuerpo de Mishima saliendo del Pabellón en un ataúd y el de su amante al lado, hablaba del otro mensaje de Mishima; el que quería darle a su país y al mundo.
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