El tatuaje, así como otras prácticas erosivas de transformación, se inscribe en la conquista del cuerpo propio. Por lo pronto, la selección de una zona manufacturada, diseñada, marcada, que llama la atención, que tiene un mensaje, que perturba los mandatos de higiene y lisura. Freak Tattoo Expo es una fiesta de dos días que aglutina a tatuadores y tatuados de todo el mundo, modificadores corporales y todo tipo de monstruos.
› Por Dolores Curia
En Buenos Aires, una de las ciudades del mundo con más tatuadores –el Gobierno de la Ciudad lleva un registro, ya que para obtener la licencia hay que hacer un curso de esterilización, higiene y bioseguridad–, la cultura tattoo excede los márgenes del under, del modelo punk de los ’70, de la diversidad sexual o étnica, del puro mercado o de la mera pose. La Freak Tattoo Expo espera juntar unas cuatro mil personas con atracciones como el concurso “Miss Querubina”, donde se elige a la chica más tatuada y con mayor actitud, suspensiones corporales (se atraviesan la piel con ganchos de acero para quedar suspendidos del techo) y la visita de Cobeiro Maldito, un personaje brasileño tatuado como zombi, como si tuviera la piel desgarrada y desde su interior brotaran cucarachas, gusanos y otras miasmas. También, el Circo del Infierno, compuesto por una trapecista ciega, magos bizarros, contorsionistas, lanzacuchillos. El lema es: “Cuanto más raro sos, más bienvenido”. Según Víctor y Gabriela Peralta, sus organizadores y ganadores del record Guinness (en la categoría “pareja más tatuada del mundo”), la reunión apunta a romper el tabú de que la persona muy tatuada ha hecho un pacto con el demonio y a promover otros modelos de belleza: “Tengo una vecina en Isidro Casanova que todavía me dice ‘pero, Víctor, tan lindo que eras, mirate cómo estás’. Yo miro fotos de antes y me veo con una cara de salame impresionante”, recuerda Víctor Peralta, que tiene un local de tattoo en Sarandí 115.
Alvaro Sancy (chileno, vive en la Argentina desde 2009, tatúa a domicilio y se lo puede contactar por Facebook) tiene una visión formada sobre su clientela: “Hay quienes me piden tatuajes biográficos: ‘Me voy a casar y quiero este paisaje porque me hace acordar a mi pareja’. Vienen parejas, sobre todo lesbianas, para hacerse tatuajes compartidos: me acuerdo de dos chicas que eran novias y se tatuaron una frutilla en cada vulva. También se ven incoherencias aparentes: muchas musculocas con dibujos bien machotes y cuerpos de hombres supuestamente héteros con flores, bailarinas en las piernas, mariposas. Esa mirada de niño mariconcillo mirando Jem y pensando ‘quiero ser así’ se convierte en tattoo nostálgico de la adultez”, dice Alvaro, quien luce sobre sus músculos varios personajes de Sailor Moon. Fernanda Chavez (tatuadora y estilista a domicilio, se la puede contactar por Facebook, donde figura como Cake armada) recuerda la historia de un chico que ya es leyenda entre los tatuadores: se propuso homenajear a Aurelio, su tortugo que pasó a mejor vida, y se hizo tatuar su carita en la cabeza del pene; y en el pubis, el caparazón, de modo tal que cada vez que tiene una erección la cabeza de Aurelio sale literalmente de su caparazón. El chiste interno: cada vez que tiene problemas de erección recuerda la muerte de la mascota. “Un clásico entre las tortas, además de todas las que te piden Frida Kahlo, es la loca de amor que te pide el nombre de la novia. La miro y pienso: ‘Te vas a arrepentir’. La mayoría de las veces no da para meterse. Una de las pocas a las que me atreví a hacerle un comentario, me dijo que entendía el riesgo, y que eso era justamente lo que la calentaba”, dice Clara Escudero, tatuadora y futbolista. En boca de tatuadores y tatuados que pertenecen al colectivo lgbt, las palabras visibilidad, autodeterminación y orgullo aparecen con subrayado doble. Constanza Pozzi vive en Bariloche, milita en la colectiva Generando Génerxs, tiene 40 años y 24 tatuajes. Para una lesbiana, dice, el cuerpo es fundamentalmente un lugar político, todo lo que se plasme va acompañado por un gesto libertario. “Soy de hacerme diseños grandes donde pueda participar con el tatuador. Muchos nos tatuamos para registrar momentos; por ejemplo, en mi pantorrilla tengo un ser que es una mezcla de libélula, mujer y rana, en situación de espera. Había cortado con una novia y estaba empantanada. El cuerpo puede ser un lienzo donde ir plasmando recuerdos o situaciones olvidables, para volver a ellas cuando quieras.”
El uso de estas técnicas corporales de modificación del cuerpo –provenientes de culturas no occidentales con fines religiosos, estéticos o identitarios–, pasadas por la trituradora de Occidente, no ha perdido el aura. No se trata de una vuelta a los ritos, puesto que muchos de los que se inspiran en ellos para obtener adornos prácticamente no los conocen. Pero para el sociólogo francés Philippe Liotard –especialista en el cruce entre sexualidades, deporte y modificaciones corporales–, lo que no se ha perdido es el valor performativo: los cuerpos continúan siendo superficies donde es posible dibujar otras fantasías, otros goces, otros deseos, más allá de la norma y la moda. Todas esas posibilidades de “hacerse un cuerpo” (pintado, tatuado, atravesado por cirugías, mutilado, reconstruido, cuerpo de laboratorio, de gimnasio) conforman lo que Liotard llama “bricolage corporal”. Un ensamblaje de tecnología, carne y discurso.
Marcelo Tinelli no se hizo un discreto tribal en la cintura sino un manto ecléctico que cubre sus brazos y su espalda con: imaginería católica (la Virgen María, rosas, una corona de espinas), el año de su nacimiento (1960), inscripciones en inglés (“Faith is Life”, “Believe”) y bíblicas (“El amor es el vínculo de la perfección”), y una enorme diosa hindú Sarasvati que le costó siete días consecutivos de sesiones de cinco horas. “Hoy, el poder contestatario no pasa por tener un tatuaje en sí sino por cuál tatuaje tenés, qué persona lo lleva y cómo lo exhibe. Una estrella en el huesito dulce no es entrar en el mundo de la tinta sino una pequeña flexibilidad que se da la persona que no quiere integrar la disidencia, pero que tampoco quiere quedar fuera. Tatuarse no es en sí una acción disidente. Tampoco tatuarse entero es garantía de contracultura. Pero el hecho de que tatuarse esté de moda en círculos de mucha plata (lo que parece obedecer más al aburrimiento que a una necesidad de resistencia), no les quita valor experimental a quienes buscan hacer de la tinta en su piel una forma de arte y de interpelar a otrxs. Y aun en ese marco no me parece mal darles a personas como Tinelli el beneficio de la duda. ¿Por qué alguien que parece estar dedicado full time a hacer dinero, y aunque sea un homofóbico y machista ultraconsumado, no puede tener inquietudes de búsqueda corporal más o menos conscientes?” Esas son las palabras de Juan Pablo Ares (34), alguien que con la disidencia está familiarizado: practica el BDSM, el poliamor, se habita como genderqueer (“no me relaciono directamente con mi cissexualidad”), se define como pansexual (“me relaciono con hombres, mujeres, personas trans y con todxs aquellxs que me resulten atractivxs: hay días que soy puto, otros, puta”). Está casado con una compañera cis, quien también está planeando tener un hijo con su novia. “Tanta indefinición ‘es demasiado’ para el gay promedio, por lo cual me resulta difícil conseguir compañero sexual cismasculino.” Pero para Juan Pablo el mapa de su vida sexoafectiva hasta hace tres años era muy distinto. Trabajaba en una empresa familiar (de una familia tan conservadora que le cuestiona incluso su primer y tímido piercing) y tenía una relación heterosexual y monogámica. En los últimos tres años cambió de orientación sexual, salió de la monogamia y empezó a practicar el BDSM. Esa revolución express incluyó el tatuaje, que para él –y para muchxs más– se inscribe en una lucha de conquista del propio cuerpo: “La gente, en mi caso que empecé después de los 30, lo ve como un signo de inmadurez; pero teniendo en cuenta que, desde que nacemos, nuestros padres, el sistema educativo y disciplinamientos varios, se apropian de nuestros cuerpos, para mí los tatuajes y los piercings se transformaron en un medio para recuperar ese terreno perdido”.
Un dragón, flores de loto y de cerezo, un crisantemo, un dibujo que supo ser estrella y ahora revive con mandala, hojas de Maple, dos monjes Daruma (con forma de huevo, porque han perdido los brazos y las piernas de tanto meditar), una sirena invertida (la parte inferior es humana y la superior, de pez), dos flores o tatuajes-kamikaze (les entregué mis costillas a dos chicas que nunca habían tatuado) y muchos otros souvenirs espontáneos, casi arrebatos elegidos al azar en vidrieras a lo largo de su vida. Todo eso puede encontrarse en la piel de Adrián Arévalo, artista visual y tatuador, que asocia su despertar sexual al tatuaje (“la primera vez que me enamoré de un hombre, yo era un niño y él, un vecino que tenía un ancla verde, de tinta china, old school en el brazo, muy de los ’90, de la que no podía despegar los ojos”). Hoy está autoconstruyendo su cuerpo de una manera extraña para la media, y “eso muchas veces genera reacciones parecidas –desde la curiosidad hasta la repulsión– a las que generamos las personas lgbt en algunos. Pero si bien el lgbt es un colectivo altamente tatuado, hay una gran diferencia: tatuarse es una elección, pero la idea de elegir no creo que aplique a las subjetividades lgbt”.
Hasta las modas tienen sus límites, y se sabe que tatuarse determinadas partes del cuerpo, como la cara y las manos, es traspasar una frontera de visibilidad, trascender una regla implícita de la aceptabilidad social del tattoo. Tayda Lebon (hijo de David, tatuador residente en Brooklyn y creador de la compañía de rap independiente No More Mr Nice Gay) hace rato ha pasado la barrera que supone tatuarse esas partes del cuerpo. “Como tatuador en Nueva York me han tocado estrellas de la moda, de la música, afrodescendientes, latinos, drags, héteros, japoneses, ricos, pobres, locos. Tatúo al que venga, pero no lo que venga: no hago símbolos de odio. A los 17 ya estaba cubierto. Ya tenía un gran fetiche; y suena increíble, pero a principios del 2000 no se veían gays tatuados. ¡Por eso me acostaba con mis amigos heterocuriosos! Ahora todos los varones gays que conozco están tatuados. Algunos lo llevan al extremo. No es chiste: hay un actor porno que no deja de volver a que le agrande un tatuaje de corazón que me pidió que le hiciera alrededor del ano.” Adrián Arévalo cuenta que tatuarse las manos fue un camino sin retorno, armarse de paciencia mientras los guardias de seguridad lo siguen desde que entra hasta que sale del supermercado y prepararse para que casi nadie quiera sentarse a su lado en el transporte público. Lucas Gutiérrez –periodista y performer– hace poco se tatuó en el muslo un marinero, inspirado en su actor porno preferido –Colby Keller– estilo old school (rockabilly), desnudo y muy dispuesto del ombligo para abajo: “Andar con un marinero con una erección en medio del muslo es algo que llevo con orgullo. Me lo hice pensando que podría lucirlo con un short, pero quedaría tapado con unas bermudas. Calculé mal: cuando me siento en el colectivo con las piernas cruzadas, el miembro del marinero queda afuera. En el subte escuché decir a un señor mayor: ‘Cuanto más tatuajes tienen, más se drogan’. Me pregunto qué hubiese opinado si me hubiera visto el marinero. Me genera mucho morbo tenerlo y ha potenciado mi levante (más que nada del chat para afuera, pero es algo...). No es una manifestación de falocracia. Es una mezcla de goce estético con un intento de interpelación, que tiene éxito. Me angustian sólo dos cosas: que ya empieza el verano y no sé qué cara voy a poner para llevarlo a la quinta de mi familia, y que ahora ya no soy yo el dueño del pene más grande que hay en mi cuerpo”.
FREAK TATTOO EXPO
20 y 21 de diciembre, de 12 a 23,
Complejo Dinastía Maisit, Malabia 460
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