› Por Juan Pablo Ares
Cualquier actividad disidente que desarrolles empieza a descascarar cosas que te llevan a cuestionar más aspectos de tu vida. En mi caso, el BDSM despejó el camino. Me enfrenté a mis deseos (¿está bien que me guste ahorcar a una persona?). Soy sadomasoquista, me gusta tanto recibir dolor como darlo. Tatuajes y BDSM se cruzan en el sentido de que te convierten en una persona que quiere adueñarse de su vida, su cuerpo y sus deseos. Siento atracción por la tinta en mi propio cuerpo y en los demás, más allá del diseño y del concepto. Mucha de la gente del BDSM tiene tatuajes, y eso probablemente tenga que ver con empezar a habitarse con estéticas no normativas. El tatuado exclusivamente “machote” es muy de los ’90, hoy ya no es así. Ni existe tanta división entre tatuajes para machos (calaveras, cadenas) y para mujeres (delfines, flores). Entre los dos grandes grupos de masoquistas (aquellos que sienten el dolor como placer, y quienes reconocen ambas cosas), estoy en el segundo. Con el tatuaje encontré un lugar donde desarrollar eso. Lo he blanqueado con mis tatuadores (tres héteros divinos) y libero mis expresiones de placer mientras me tatúan. Cada 15 días me tatúo y me pego un viaje de aquellos. A veces resulta la experiencia más sexual de la semana.
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