A LA VISTA
Tenía 22 años y vivía en Wyoming, un extenso desierto en el centro de los Estados Unidos que se jacta de tener casi un 90 por ciento de población blanca. Matthew Shepard era blanco y aun así, era extranjero en su tierra. Rubio, tímido, buen estudiante, iba a su iglesia los domingos, era solidario, y era gay. Hace diez años, dos hombres más o menos de su edad lo secuestraron, lo torturaron, lo ataron a una cerca en la árida montaña de Wyoming con los brazos en cruz y lo abandonaron. Lo encontró un campesino 18 horas después del ataque. Todavía estaba vivo. Tenía la cara bañada en sangre, salvo por los surcos que las lágrimas habían lavado sobre ella. Murió un 12 de octubre, en el hospital, junto a su madre, su padre y su hermano. En su funeral, sus compañeros de secundaria se vistieron de ángeles para formar una barrera frente a la manifestación de fanáticos que le auguraba el infierno por “maricón”. Su breve historia, su brutal final, fue la razón para que, nueve años después, se dictara en Estados Unidos una enmienda a la ley federal sobre crímenes de odio para incluir entre éstos a los perpetrados por la orientación sexual o identidad de género de las víctimas. La enmienda —que no consiguió convertirse en ley estatal en Wyoming, a pesar de que los atacantes fueron condenados a prisión perpetua— lleva su nombre, asociado para siempre a la forma más extrema de la discriminación: el homicidio. “Pueden haber sido dos los que empuñaron las armas, pero el blanco lo señalamos todos, con cada acto de homofobia en la vida cotidiana”, dijo su padre en 1998, hoy convertido en activista, consciente de las dificultades que tuvo en su momento para aceptar la homosexualidad de su hijo.
Hace poco más de una semana, cuando comenzaban a organizarse las vigilias que son clásicas en cada aniversario de la muerte de Matthew, un activista por los derechos de las personas lgtb fue asesinado al otro lado del mundo, en Irak. Basher tenía 27 y había fundado en su país las “casas seguras”, refugios contra el decreto religioso chiíta que desde 2005 insta a matar gays y lesbianas. Basher fue asesinado en una peluquería; un crimen de odio como tantos que siguen cometiéndose en silencio sobre la superficie del mundo. Incluso en nuestro país, enmascarados en las crónicas policiales y la abrumadora estadística que habla de un promedio de vida de 35 años para travestis y trans. Muertes demasiado jóvenes y evitables si la incapacidad de verse reflejado en quien se considera otro no siguiera generando tanto miedo.
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