Viernes, 27 de marzo de 2015 | Hoy
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En la tercera temporada de House of Cards, la vida y la muerte de un activista gay son moneda de cambio para el duelo de machos entre Estados Unidos y Rusia.
Por Dolores Curia
Son todos mercenarios. Se entregan no al que les ofrezca un mejor sueldo (el dinero parece apenas un beneficio colateral) sino al que ofrezca la mejor ubicación en el jenga humano de una de las oficinas donde se disputa el destino del planeta: el Salón Oval. Todo transcurre en la Casa Blanca porque la política es sólo discursos bien argumentados, salidas ingeniosas, algún que otro crimen, pero casi nunca votantes, ni calle, ni ningún otro actor social que no sean los trajeados. La tercera temporada de House of Cards, la serie producida por David Fincher (El club de la pelea, Pecados capitales), muestra a un Francis Underwood (Kevin Spacey) que, después de haber acostado a todos sus adversarios, consiguió la presidencia. Y muestra también algunas rispideces dentro una pareja que se ha venido manteniendo unida con códigos de confianza distintos de los del modelo heterosexual tradicional. Más que pareja, lo de Francis y Claire (Robin Wright) es alianza estratégica. Por más que haya tríos con el chofer, terceros declarados y un pasado bajo llave en el que se sugiere que Frank ha experimentado el sexo entre muchachos, la fachada normativa goza de buena salud.
En esta temporada, lo que se disputa ya no es el chiquitaje de la interna partidaria sino una lucha subterránea en un mapamundi tironeado entre Oriente y Occidente. ¿Y la cáscara de la pelea? Los derechos lgbti. Las auténticas Pussy Riot (dos de ellas, Nadya Tolokonnikova y Masha Alyokhina) se prestaron para grabar uno de los capítulos haciendo de ellas mismas: ex presas políticas mundialmente famosas. También grabaron una coda punk para el cierre de un episodio. Ese mismo capítulo abre con una manifestación en suelo norteamericano contra las leyes homofóbicas puestas en marcha en Rusia y motivada por la visita del presidente ruso de la ficción, Víctor Petrov (esas “VP” no son mera coincidencia), a la Casa Blanca. La reunión está auspiciada por esa muletilla de “llegar a un acuerdo de paz para Oriente Medio”. Hay una cena protocolar en honor a un Petrov que no termina de ser antipático mientras toma vodka finísimo como agua mineral, forcejea hasta robarle un beso a la impoluta primera dama e incita al fondo blanco. El mismo es el blanco de los ataques de las Pussy Riot, estratégicamente invitadas por Francis a la cena para incomodar a su par ruso. Cuando las Pussy logran que a Petrov se le atragante el bocado, vuelcan el vodka y salen de escena. A la serie la siguen desde Obama hasta Aníbal Fernández. ¿Será el mensaje de las Pussy un golpe directo al corazón del mismo Putin, que tal vez se cuente entre los fanáticos del maquiavélico Francis Underwood?
Más adelante Underwood viaja a Moscú para reconciliarse con Petrov, negociar la liberación de Michael Corrigan (activista gay norteamericano detenido por la ley rusa contra la propaganda homosexual) y un plan para enviar tropas al Valle de Jordán (Jordania). Pero las cosas no salen como esperaba. Claire y Francis podrán llevarse al prisionero a casa, pero antes el activista deberá hacer una declaración para la prensa que lave la imagen del Kremlin: debe disculparse por haber violado las leyes de ese país, que le prohíben exponer ante los niños “su sexualidad no tradicional”. A cambio de esto Petrov le dará a Estados Unidos el voto necesario en la ONU para colocar sus tropas en el Valle de Jordan. Claire visita a Corrigan en su celda y le explica que su liberación será a cambio de esa disculpa. A lo largo de todo un día y una noche los presidentes ponen y sacan soldados y drones como en el TEG. Mientras, la primera dama, dentro de la cárcel, intenta convencer al activista de que se humille públicamente para volver al hogar. Es obvio: el activista es para Francis y Claire una ficha descartable pero crucial. Exhausta de discutir con Corrigan, la primera dama se acuesta a descansar adentro de la celda. Cuando despierta, ve que Corrigan se ha ahorcado con su bufanda. Fin de las negociaciones.
Es difícil decir a quién le importa menos el suicidio, si a Estados Unidos o a Rusia, siempre y cuando no trasciendan las circunstancias en las que se produjo. Pero esa muerte es una bomba de tiempo diplomática que, si bien no detona en las manos de ninguno de los mandatarios, lo hará –luego nos enteraremos– en la cama matrimonial del Sr. Presidente y Sra. Y la verdad es que a Petrov también le importa poco la ley antigay sancionada durante su gobierno (“Lo hago porque la mayoría de mi pueblo sí cree en la tradición. Tengo que mostrar solidez. Tengo ministros y un sobrino como él”, se defiende Petrov como quien avisa que tiene un amigo judío). El pink washing, esa sensación de tierra amigable que usa los derechos de mujeres y personas lgbti como una enjuagada rosa para tapar la violación de otros derechos y como excusa para invadir a todo el que no sea reconocido como occidental y moderno, es un concepto que recorre –sin que nadie pronuncie en la serie semejante tecnicismo– parte de esta temporada de House of Cards. Paradojas de la trama: el joven activista es quien, en conversación con Claire, viene a poner en cuestión –según él mismo dice– “la hombría” del hombre más poderoso del mundo. Y lo hace en medio de la disputa para descifrar cuál de los dos bloques que alguna vez fueron irreconciliables la tiene más grande y saldar, a lo macho, una guerra fría de voluntades.
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