Viernes, 8 de mayo de 2015 | Hoy
No es un disco, no es un avión, Canciones de amor (27 pulqui/Vox), de Paula Jiménez España, es un libro que canta y baila con música de fondo de los ’80.
Por Mercedes Araujo
Esta vez los poemas de Paula vienen hechos de canciones. A la manera beat, los poemas de este libro hablan de música y de amor, del ritmo de la vida y de la muerte. Al fin y al cabo qué es la poesía sino esa habilidad de oír y rumiar la música de las palabras, la intensidad del color que tiene el sonido en cada una, conocer los matices del trasluz, entrar en un estado de beatitud pagano.
Y a la manera beat, también, los poemas nos cuentan una época, los ochenta, en la que la música era —más que música— una actitud hacia la vida, una forma de caminar, un lenguaje y una forma de vestir que permitían sentirse en algún lugar, por fin. Con estilos nuevos y ropa vieja, con tatoos de Horus en los omóplatos y el walkman en los oídos, con amores que iban y venían, chicas que se amaban y se perdían o huían de la mano de algún Daniel “El wasca” en mini de cuero con el cassete de Tracy en el bolsillo. Una época lejana pero no una foto vieja sino más bien un acto de fe, como esa fe que es gustar de alguien, estrenar borcegos, compartir auriculares, fumar al ritmo del punteo de la viola, esa pura fe de un cuerpo que se reconoce en la voluptuosidad aunque ésta ocurra en la letra o el sonido de la letra que viene del pasado.
Poemas que se anudan a la última adolescencia de quien las canta y nos llegan no como fantasmas del pasado sino en una memoria que al tararearla logra destrozar la esencia del recuerdo y se convierte en esperanza o deseo o baile o ansia, esos estados que son puro presente.
Se los empieza leyendo y se los termina cantando porque la escritura viborea con el mismo swing, ritmo y timbre que las historias que nos cuentan, que el baile en medio de la noche o el amor por Janis Joplin y el relato de una vida que transcurre bajo el sol que en la terraza arde sobre la piel que se le entrega aceitada o imaginando el destino incierto de un kit donde conviven drogas, cuadernos y pinturas. El mundo como la larga procesión entre la noche y el día de un cuerpo que se agita y se reconoce mejor en el gesto, en la euforia y el bailecito espontáneo que en la memoria porque asume el riesgo sensual de quien al escuchar “Move over” se pregunta “¿cuántas cosas podré hacer en esta vida?” y concluye que todas.
En “El gran baile en el cielo”, el poema dice: “Nadie puede mirar el lado oscuro/ y por eso cantamos. Un volcán, el continuo/fluir de un instrumento abierto, la garganta/...en la borrasca la nube tormentosa/ mientras el don celeste de la música/ estallaba en el aire. La música/ y no había/ otra forma para nombrar la fiesta/que buscaba salir del corazón/ que soñaba con vernos bailar alguna vez/ con grandeza, en el cielo”.
Es un libro de noches y de amores que dejaron gemidos, suspiros y abandonos que brotan hoy y se entonan en canto porque se vuelve a creer en ellos, siempre que suenen bien, “que se muevan con pasitos mudos y elegantes como los pies de la pantera rosa”, con la misma fe que se pone en “El Cielo”, ese lugar al cual se aspira a llegar nada más que para bailar con grandeza y con la felicidad fugaz de la estrella que nos ilumina hoy con la luz de hace mil años.
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