Viernes, 3 de julio de 2015 | Hoy
SERIE ONLINE
De la sala al comedor, de lo correcto a lo correctísimo. La tercera temporada de la serie Orange is the New Black sacrifica originalidad y erotismo por un cumplimiento prolijo de la agenda progresista.
Por Magdalena De Santo
Mientras que en las dos primeras temporadas los cruces entre personajes, grupos racializados y chuchas ardientes eran el corazón de la narrativa, en la tercera temporada de Orange is the New Black nos encontramos con una versión más preocupada por el mensaje positivo de las representaciones de mujeres y la misoginia estructural del sistema. Este año, la tan aclamada serie parece intentar salir de cierta parodia y estereotipos para abocarse a temas “serios”. La agenda feminista pudo haber llegado a Netflix, y con ello no sólo la visibilidad lésbica –aunque esta temporada tiene muy poquito erotismo– sino también la politización de la transfobia, la maternidad, la violación, la adopción, lo oneroso de sostener cuerpos menstruantes y gestantes para el Estado, y el chantaje de esa institución penitenciaria de baja seguridad como es Litchfield, con todas las aristas de la corrupción, explotación y precarización laboral.
Las representaciones televisivas están sujetas a su audiencia y las lógicas de rentabilidad –mucho más que la literatura o el cine– se exhiben siempre sometidas a intensa vigilancia y amordazante censura. Antes de Ellen DeGeneres, las series televisivas identificadas con lo lésbico parecían no tener un público devoto y por lo tanto no llegaban a la pantalla chica. Pero con la llegada de L Word el nicho de mercado se hizo evidente y los viejas invisibilizaciones se tradujeron en una agenda de “representaciones positivas” de tortas –contrariando a las dinosaurias representaciones en las que había que adivinar o siempre triunfaba el amor hétero–. No obstante, de tan positivas, las imágenes de lesbianas se volvieron normalizantes: por lo exitosas, flacas, lindas y guitudas que resultaban. Hasta que llegó OITNB y apostó a un plano más crítico.
En esta temporada, las disputas interpersonales no están en el centro, sino los problemas sociales que las circundan tanto antes como durante el encierro. La sexualidad no se presenta como una subcultura autónoma –las mujeres desean y sus objetos varían según la situación: hay lesbianas (trans y cis) bisexuales, heteroflexibles, héteros, asexuales, vírgenes)–. La violencia sexual se vuelve uno de los problemas que, basado en un ordenamiento desigual, no encuentra solución: la venganza no se concreta y por lo tanto sigue una desalentadora perpetración. La maternidad y la búsqueda por dar otro destino a un feto por nacer se convierte en irremediable vulnerabilidad socioeconómica.
También el tratamiento de la transfobia parece correcto. El personaje trans no es la reencarnación heroica de ninguna revolución ni la mártir de la novela. Sophia (Laverne Cox, primera transexual nominada a un Grammy) se manda una bastante cuestionable. El tema es que la única salida para su conflicto es que tanto las reclusas como los responsables de la prisión de Litchfield la condenan por trans. Después del incidente, le pegan unas hispanas que se enganchan en la ola transfóbica. Sophie, al intentar defenderse, es tratada como hombre y cuando cambia la estrategia y pide protección se le devuelve transfobia institucionalizada: el antídoto “por su bien” es su propio aislamiento. En ese sentido, el rol de las corporaciones friendly presidiarias está bajo la mira, que con toda la buena onda te recortan el presupuesto, con sonrisa te dan comida de perro, te hacen laburar en talleres textiles clandestinos y con simpatía logran que el poder se endurezca.
¿Pero por qué más de una no se enganchó con esta temporada si abraza en buenas partes nuestros ideales? ¿Perdió algo de disidente?
–Efectivamente, desde el momento en que se ve la serie en función de su “agenda” es más difícil dejarse atrapar, sobre todo cuando el contrapeso de la crítica social es una supuesta solidaridad de mujeres felices, con un montón de amistades improbables, escritoras amadas, clases de teatro sanadoras y guías espirituales de bondad. Y aquí lo que se actualiza es el imperativo de imagen positiva, casi utópico, sumado a la imperiosa necesidad de las bellezas hegemónicas: Stella (Ruby Rose, la nueva Angelina Jolie de las tortas, VJ de MTV, la cara de Maybelle Australia, la prometida de la diseñadora de modas Phoebe Dahl) ostenta y posa su cuerpo desnudo rapidito. Así, su desentonada presencia de perfección desplaza a la otra belleza menos tatuada, Alex (Laura Prepon) y garantiza que todas se mojen la bombacha. OITNB pone caras bonitas al servicio del paki-consumo y funciona. El video de la modelo “Break free” se reprodujo más de seis millones de veces y ahora miles de heterosexuales manifiestan que quieren ser lesbianas por unos labios carnosos. Así, el tan cuidado casting se convierte en una disputa de lindas para sobrevivir en la exposición televisiva. Y la protagonista, Piper Chapman (Taylor Schilling), depredadora de las hermosas, en un arco dramático demasiado veloz, se convierte en una comerciante manipuladora, autoritaria y explotadora hasta de quienes aman. Cualquier semejanza con la fórmula exitosa Break in Bad es pura coincidencia.
El matrimonio igualitario se legalizó este año, mientras que fueron lxs yanquis quienes crearon la imagen planetaria lgbtiq desde hace muchísimo. Esta brecha entre política mayúscula y micropolítica es sospechosa. ¿En Casa Blanca cuchillo de arcoiris? No sé, lo que se constata es que la industria cultural reparte colonialismo cognitivo y nosotras nos tragamos la orange.
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