› Por Gabriel Giorgi *
Durante la semana pasada se nos recordó, una y otra vez, hasta qué punto lo pornográfico –ese territorio lábil, barroso en el mejor de los sentidos– es absolutamente central a nuestras ideas de lo público, de sus espacios y sus actores y espectadores. Lo público y lo porno han sido categorías enlazadas desde el origen mismo de las sociedades modernas: la pornografía como regulador desde el que se retraza, cada vez, la frontera implacable pero movediza entre lo público y privado. Ante el ruido colectivo que generó la performance en Sociales, los memoriosos recordarán una historia comparable, si bien la mesita estudiantil tenía otra cuadratura: el proceso a Carlos Correas cuando se publicó, allá por 1959, “La narración de la historia” en la revista del centro de estudiantes de Filosofía y Letras de la UBA. Un juez obsesionado con la decencia pública, un relato donde dos hombres cogen en un descampado e imaginan una vida juntos, compañeros del centro de estudiantes que empezaron a tomar distancia de la publicación y su desacato, un autor y un editor que terminan bajo condena... Sobre estas irrupciones, estos episodios aparentemente menores, nuestra cultura escenificó luchas en torno de qué es lo público a partir de ese tensor incierto (y casi siempre deceptivo: “no era para tanto, no?”) que llamamos lo pornográfico. Valga aclararlo: la cultura argentina, salvo excepciones, no fue especialmente intrépida ni creativa en este punto; tendió a ser más bien asustadiza, aferrada a ciertas normas de decoro que se proclaman aun cuando la policía no está llamando a la puerta. Esta semana tuvimos ejemplos variopintos de eso, que pasaban desde el pánico moral hasta azoradas e impacientes sensibilidades estéticas y que tenían más o menos un mismo contenido: ¡hagan eso en sus casas!
Eso: el tema es que a diferencia de otros momentos en que las cruzadas antiporno invocaban una moralidad reproductiva y desexualizada, en estos días el debate sobre la forma y los lugares de la sexualidad tiene lugar sobre el fondo de una sociedad saturada de sexo, donde gran parte del espacio mediático y lo público está moldeado por códigos que vienen de la pornografía comercial. Y donde el universo mismo de la sexualidad –prácticas, fantasías– es inseparable del consumo de pornografía. Lo que el ruido en torno de la performance de Sociales deja en claro es algo que la gente que hace posporno viene diciendo desde hace mucho: el modo en que la saturación de la pornografía mainstream funciona como normalización, hecha de la alianza, tan clásica, entre patriarcado y capital. Muchos comentadores mediáticos en torno de la performance en Sociales no podían, literalmente, ver qué estaba pasando en la proverbial mesita –veían a un varón “metiéndole algo” a una mujer (y elaboraban sobre su ceguera: no hay nada antipatriarcal ahí, argumentaban, convertidos súbitamente en feministas). La imposibilidad de ver a dos mujeres en una práctica de placer, la necesidad de marcar la distancia decorosa respecto de eso indescifrable, por contraste a la transparencia sin escozores de muchas escenas sexuales en la tele, no deja muchas dudas sobre el modo en que la mirada y el ver son territorio hipernormalizado en gran medida desde los códigos del porno mainstream.
Pero los debates alrededor de la performance también ponen en evidencia otra cosa: la insistencia en que esta centralidad de la pornografía en nuestras vidas (que sería una expresión de nuestras nuevas libertades) tenga lugar en los canales y los espacios apropiados: la televisión, la pantalla de la computadora o el dormitorio. Que esté mediatizado como espectáculo, y/o celosamente privatizado: una vez más, la pornografía regulando la distribución entre público y privado. No hay que minimizar esa insistencia, que tiene muy naturalizada una cierta idea de lo público, y que probablemente vaya ganando resonancia y legitimidad a medida en que ciertos cuerpos y ciertas prácticas tengan más derechos y ocupen más espacios. No es necesariamente el pasado (como le escuché decir a un amigo: que este debate “atrasa 30 años”); puede ser el futuro, un futuro posible en el cual un espacio público neutralizado, atonal y falsamente hospitalario sería el escenario (para botón de muestra: EE.UU.) El debate sobre sexo en público, sobre las modulaciones de las formas y sentidos de lo visible sexual, no está hecho de avances y de progresos lineales; está hecho de reconfiguraciones permanentes; de tensores que van rearmando cuerpos, percepciones, espacios. Y pasa, frecuentemente, por eventos aparentemente episódicos o banales, pequeños escándalos, por cotidianidades interrumpidas –he ahí la mesita–. No es un mérito en absoluto menor de la performance de Sociales el de habernos forzado a mapear y a posicionarnos, ao vivo, ante esos tensores de lo público.l
* Profesor en la Universidad de Nueva York
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