La semana pasada murió Malva, travesti chilena que a los 17 cruzó la cordillera para vivir en estas tierras. Escribió Mi recordatorio, libro donde su voz longeva da testimonio de casi un siglo de memoria travesti. Su humor, sus últimos días y su percepción de los tiempos que corren se dan cita en este texto que la recuerda.
› Por Juan Tauil
Cuando Malva comenzó a sentir que su cuerpo ya no le respondía, allegados a la gestión de Alicia Kirchner se enteraron de la situación y la enmarcaron dentro de la batería de beneficios a la tercera edad que impulsa Desarrollo Social de la Nación. Así pudo conseguir un lugar en un hogar de ancianos, donde se internaba de manera voluntaria y transitoria cuando arreciaban el frío, el calor extremo o su mejor amiga, la soledad, se ponía insistente. A Malva le molestaban los nuevos hábitos sociales, no soportaba que pasaran días, tal vez meses, sin contacto de algún tipo. Ella sentía las ausencias ocasionales de sus amigos, familiares y demás seres queridos como si se tratara de siglos de desprecio y abandono, cuando en realidad estaban dentro de las pautas actuales de comunicación interpersonal.
“Decile al puto de Marlene que me llame” (ojo, sólo entre travestis pueden llamarse puto) era una de sus frases de despedida. “¿Le habrá gustado a la señora del Soy (Liliana Viola) mi escrito? Se lo mandé hace tres días y no me contestó nada...” o “Menos mal que me llamaste porque estoy quedándome sin voz, no hablo con nadie”, reprochaba. En los primeros tiempos del geriátrico, Malva pergeñó un periódico con historias de lxs compañerxs internadxs. Ella venía de participar del exitoso proyecto editorial El Teje y hacía algún tiempo había presentado su autobiografía Mi recordatorio. Las autoridades del hogar le dieron vía libre para que lo hiciera y empezó a recolectar historias de sus colegas y a editarlas. Mientras todo fue planificación, el proyecto iba viento en popa, pero muy pronto la enérgica y hacendosa Malva se vio remando en dulce de leche frente a la reticencia de los gerontes a hacer algo útil. “Los viejos no sirven para otra cosa que para comer y cagar”, solía refunfuñar: “Comemos y cagamos, comemos y cagamos, nos volvemos unos seres espantosos cuando envejecemos. Tengo ganas de matarlos uno por uno”, me confesó una vez por teléfono.
Los achaques se volvieron cada vez más fuertes y seguidos, por lo que Malva decidió quedarse en el hogar tiempo completo. Hace quince días la llamé para contarle que la película en la que participaba (el documental T) iba a ser proyectada en el Senado de la Nación. Eso la puso contenta, amaba lo institucional y prometió estar presente. Unos días más tarde cayó internada por una neumonía en el Polo Sanitario de Malvinas Argentinas, en el sector masculino, error atribuible a que Malva no rectificó su documento. Esta situación fue prontamente revertida, según me contó Carina Sama, quien trabajó con ella en un documental sobre su vida, actualmente en desarrollo. En el Senado, al final de la proyección, una Albertina Carri sorprendida y triste nos avisó que Malva ya no estaba con nosotros. Una dama sabe cuándo retirarse y ése fue su regalo almodovariano, místico y sutil, pero no menos lacerante para sus amigues, compañeras y para ese proyecto del que se sentía parte y tuve el placer de llevar a cabo.
En vida Malva donó su cuerpo a la Facultad de Medicina de la UBA, para que fuera utilizado con fines científicos. Exquisita y ubicada, ni siquiera nos pone en el compromiso de llevarle una flor a quienes quedamos en este plano. Su voz e imagen ahora recorrerán el mundo como testimonio de la lucha travesti por la total, verdadera y definitiva inclusión en la sociedad y por preservar la Democracia, el único régimen que a ella le permitió vivir y desarrollarse plenamente hasta el fin de sus días.
Hasta la victoria, siempre, Malvita.
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