Sáb 08.11.2008
soy

Sábado de gloria

Orgulloso de haber nacido en estas tierras donde las marchas del ídem se multiplican año a año, Soy quiso marchar con camión propio; no sólo para cumplir con el rito de visibilidad, también para ofrecer un remanso en medio del camino a quienes semana a semana hacen estas páginas, como entrevistadxs, como plumas, con su imagen, con sus imágenes, con su lectura, a sabiendas de que un hecho estético es también un hecho político. Pero, claro, además de bailar, alguien tenía que trabajar y allí estuvieron los columnistas y el cronista de Soy, quien, guiado por la mano (rápida) de un lector que se declaró fanático de este suplemento, recorrió la Marcha del Orgullo en toda su extensión –catorce cuadras repletas de caminantes, bailantes, exultantes, carrozas, desprevenidos, curiosas–, probó de todo lo que quiso y se dio el gusto de rechazar, como ocurre en toda fiesta verdadera.

› Por Julián Gorodischer

Ni el barón rampante tuvo tal aprensión a tocar suelo: vamos de carroza en carroza. Un nuevo saltito, y estamos encima de la de Amerika. “El lector” de Soy (elegido entre los adherentes a la carroza del suplemento de Página/12) quiso empezar el viaje en la carroza de la discoteca, argumentando que “ahí está la movida”. Me falta el aire, literalmente me ahogo, en este marco: decir trasladados hacia el matadero sería poco. Ni gusto por estar apoyándose al carilindo se percibe en la expresión de un pelado de anteojos. Ni agradece la musculoca el privilegio de estar refregándose accidentalmente con José María, “el rey de la mamada” (como lo coronó la barra del dark room de Amerika). Nadie se calienta con el contacto, único privilegio que, a priori, se podría atribuir a ir apretado arriba de la carroza en vez de corretear alegremente por la plaza. Nos cruzamos con un colita de caballo con revista Imperio en el sobaco, tres preservativos en mano derecha y un gel lubricante marca Falic en la izquierda, ideal para amantes de la metáfora política. El colita de caballo nunca se cansa de producir sentido: le atañen signos como el helado símil pija, la bandera de arco iris como bandana, la leyenda en marcador negro sobre la remera blanca, recientemente inscripta a juzgar por la humedad visible de la tinta: “Today good news”.

El lector es un personaje impresentable: se ríe de la musculoca de Amerika considerándose su fiscal. “Mirale el Rolex falso, mirale el grano en el culo a la travesti, mirá la secretaria con ese top de lycra que le marca cuatro gomas.” ¡Stop! “Francamente sos impresentable”, se lo reta en público llegando a la carroza de Soy, donde Marta Dillon, Liliana Viola y Ale Ros ofician de anfitriones para tantas estrellas que bailan y revolean suplementos de números anteriores: Albertina Carri, Cecilia Rossetto, Rep, Gandhi, Daniel Link y Sebastián Freire, Mosquito Sancinetto, el Brujito Maya, Roberto Jacobi, Dj Pareja están allí presididas todas por Fernando Noy, entronizado en la cola del vehículo, entregado a mímicas deliciosamente obscenas.

El lector vacila sobre si quedarse en esta “carroza de gente grande” –como la definió Link–, se siente impulsado a un nuevo salto a la carroza de Brandon, donde retoza la infaltable “amiga”. Al rato vuelve, convocado por la música que está pasando Fernanda Laguna y dice para que lo escuchen: “La Soy habla de homosexualidad en serio, no superficialmente. Sabe bien lo que es ser puto”.

El lector, a los 18, le gritó a su abuela: “Soy puto”. Pero sin el tono crispado que se asocia a un coming out sino con el ademán del que tiene “las pelotas llenas”. “Soy puto, abuela”, con el mismo tono al que lo acostumbró la arterioesclerosis: “Soy tu nieto, no tu papá”, corrigió otro día. De pronto se suma la amiga del lector, emigrada de las huestes de Brandon; es de las que no conciben la existencia del factor “pregunta”. “No me gustan las etiquetas –irrumpe–, creo en la igualdad de géneros y en mi casa, a pesar de ello, son todos racistas. Puto, travesti es mala palabra. Negro es mala palabra. Judío creo que también. No hay amor en la gente.”

Antes de partir nos enteramos de que lo que más preguntó la gente en la carroza de Soy fue “¿Quién es Lux?”. A lo que se respondió: “Todos somos Lux”, aunque mirando siempre al mismo hombre con polleras, entregando –quizás– una pista falsa para seguir imaginando.

A esta altura, el lector está visiblemente desmotivado; para pasar el rato intenta levantarse a un socialista (“Esta columna es 90 por ciento heterosexual solidario”, recibe como respuesta), y a un gallego entretenido con un oso. No parece apreciar la estela de identidades plurales que vamos atravesando, panorama tan compensatorio, hasta redentor, del hombre gris unívoco que somos cada día en los vagones del subte. Yo agradezco a los performers con sonrisas como si nos regalaran su rareza: al hombre de los abrazos (“Sentí la igualdad”, me arenga), al líder de una organización al que sus seguidores llaman “Dios”, a los internos del Borda que adhieren desde una columna, a los promotores que lanzan al aire los volantes de Lubric con el tesón del activista globalifóbico, a Roberto Piazza y marido que (algunos preguntaron por qué) encabezan la carroza de la Dirección Nacional de Juventud, a la pareja a los besos que cuenta a quien no pregunta que se conocieron en una asamblea popular en 2001...

El lector no agradece; se aburre rápido: se entretiene con pasatiempos banales como tratar de figurar en el plano de la fotógrafa de Clarín; o se siente habilitado para frenar sin previo aviso “porque tengo que mear”, anteponiendo cualquier trivialidad a la misión comprometida. “Nos quedan muchas carrozas por visitar”, lo convenzo. Se excede en el halago a la publicación: “La Soy me hace feliz, me estimula a escribir mi propia historia, quiero contarla en un blog”. Pero su drama es un flogger que no le “da bola” en la fiesta Plop; parece, por el momento, muy poca cosa en cuanto novela iniciática.

Se cansa de estar en las filas del movimiento Love no Sex, que integra un grupo de cuarentones con cruces plateadas asomando entre el vello y mucho ejemplo de “acompañamiento y relación seria”. “La misma panza cervecera tenés vos que ellos, y a los 19”, hostigo al lector para cortar la mofa. Estoy evitando ese vicio de las notas con trasfondo institucional: la condescendencia. Me entusiasmo con la idea de no pasar por demagogo. “En dos semanas, yo te bajo cualquier panza”, se diferencia del flotador definitivo que caracteriza a los de más de 30. Entonces, lo libero: “A volar”.

¡Ah, el horror! Pasando la 9 de Julio, las viejas fotografían el desfile con celulares Nokia sin tapita, en especial los topless y las colas. El oficinista salió a caminar como quien va del trabajo a la parada; disimula la participación buscando un taxi en cada bocacalle cortada, pero se detiene con menos pudor si se le cruza un flogger sin la remera puesta. Levanta las cejas en mi dirección luego de toparse con un púber, como quien dice: “¡El futuro!”. Los que se ponen místicos miran la noche estrellada y hablan de “complicidad estelar” con la movilización; los maníacos de las carrozas de las discotecas Amerika y Cero Consecuencia son llamados a bajar su propia marcha (el punchi punchi) para que se escuche lo que dice la locutora Daisy. Los mayores se identifican con la paradoja de celebrar a la masa de 50 mil y extrañar “el club de amigos”. Lo primero se les escucha como proclama, lo segundo se ve en la cerradez del círculo. Después de cada detonación (de fuegos que se lanzan para el grand final) gritan hurras por reclamos y derechos adquiridos y pendientes. Los más jóvenes ya no están: muchos corrieron a los locutorios a subir las fotos que sacaron. Cronistas espontáneos se desviven por su fotolog y, como experimentado reporter, matarían por la mejor tapa. El que se anticipa, se sentirá más útil. “Para los compañeros que lo miran detrás de un monitor.”

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