› Por Daniel Link
Ante mi reproche, una amiga que organizaba un evento para ayer, en coincidencia con la 27ª Marcha del Orgullo Glttbi, me contestó: “Me dijeron que el año pasado no estuvo bien”. Le contesté que la Marcha nunca está precisamente “bien”, como no lo está la democracia, sin que eso signifique que tengamos a mano otra posibilidad de imaginar comunidades (más o menos imposibles).
El sábado 1º de noviembre fue la Marcha, que funciona como una gigantesca disco longitudinal: cada camión es una pista (hay para todos los gustos). Me invitaron a formar parte del camión de Soy (suplemento de Página/12), en su primera aparición pública. Musicalizaban Fernanda Laguna y DJ Pareja. Desde arriba repartíamos suplementos y abajo bailaban los amigos (“¡qué bueno es no haberse muerto sin haber vivido esto”, dijo alguien). En la parte de atrás, Fernando Noy –con banda presidencial que decía “SOY NOY”– saludaba a los que acompañaban la Marcha, y de paso dejaba claro algo que unos chicos (dos) educados en los vericuetos de la filosofía derridana pregonaban a diestra y siniestra: “Ser es diferir”.
Si Soy forma parte de un dispositivo ético, lo que afirma no es tanto que el ser existe sino que insiste, y en esa insistencia se revela su cualidad cualunque: No soy, Soy Noy.
Las deliciosas chicas de Brandon habían hecho lo imposible por colocar su propio camión performático detrás del de Soy y, al principio, lo habían conseguido, pero después fueron desplazadas por el móvil insufrible de la agrupación Putos Peronistas, que a algunos hace gracia, pero hay que aguantar esa marcha horrísona como único aporte auditivo para darse cuenta de que algo chirría en esa conjunción snob de identidades. Por fortuna, el tumulto quiso que después de la 9 de Julio los perdiéramos de oído (como quien dice, de vista).
El año pasado yo había pedido que se agregaran dos letras al complejo acróstico: “GG”, que quiere decir “Gente Grande” (hay, también allí, una política de las diferencias que merece consideración). Después tuve demasiado que hacer como para militar por esa causa, pero en algún sentido el camión de Soy vino a llenar ese vacío.
Mucho antes de la 9 de Julio, S. y yo ya nos habíamos bajado del camión, donde los generadores eléctricos y el sudor volvían el aire un poco irrespirable. Junté mis cosas (una banderita multicolor que no sé quién me había arrojado y que decidí guardarme y un abanico de plumas que una espía del Mossad que, desde hace poco, nos honra con su amistad, me había regalado para la ocasión) y seguí bailando la música embriagadora de los Pareja (¡gracias por “Palpito, papito”!).
Llegados a la Plaza del Congreso, nos enteramos de que los desfilantes habíamos sido, este año, 50 mil. Habían colocado pantallas a ambos lados del escenario, progreso técnico que fue opacado por el pésimo sonido. Desde nuestros lugares habituales (la parada del 50) no se oía absolutamente nada. Diego Trerotola superó su performance de años pasados en el segmento de abucheos que tanto le gusta organizar. Esta vez, los agraciados fueron Macri, la Iglesia Católica, unos diputados y senadores de no sé dónde, Valeria Mazza. Los considerandos fueron un poco largos, casi como si se tratara de fundamentos legislativos. Y ya que estamos hablando de leyes, qué raro fue escuchar a la multitud gritar “Queremos nuestras leyes”, paradoja en la que se cifra toda la política Glttbi. El suplemento Soy y Lucía Puenzo –por su película XXY– fueron homenajeadas en el escenario.
Un chico muy, muy joven (militante por las leyes de identidad de género) se acercó y me regaló dos pins (“uno para vos y otro para Sebastián”, dijo en mi oído estupefacto). Poco después, se acercó otro, un jovenzuelo hermoso, poco más que un niño, y me dijo, también en el oído (de otro modo es imposible entenderse en una marcha): “Yo no te voy a decir que fui alumno tuyo, pero recién termino de leer Montserrat y te amo”. Y preguntó: “¿S. existe?”. “Sí, ahí está”, contesté, señalando al que en ese momento le sacaba fotos a una Noy descontrolada. Le agradecí que se hubiera acercado a saludarme, nos dimos un beso, volvió a repetirme “te amo” (yo ya estaba a punto de llorar) y se perdió en la multitud de danzarines. Cuando le conté a S. lo que había pasado, me dijo: “Es que somos como Sandra y Celeste”.
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