Los festivales callejeros donde personas locas por el cuero, por las prácticas fetichistas y el SM salen a comprar y a encontrarse, representan algo más que un show de consumo y de oferta sexual. SOY estuvo en Folsom de Berlín
tratando de leer entre líneas qué hay de nuevo y qué hay de los viejos.
› Por Daniel Link
Folsom es el nombre de una calle de San Francisco pero también el nombre de un Festival Leather anual. Folsom Europa se hace en Berlín, en septiembre de cada año, en el barrio de Schöneberg (algo parecido a Chueca, o alCastro, pero mucho más limitado en sus alcances), donde a lo largo de la Fuggerstrasse se instalan tenderetes para vender artículos de cuero, látex y otros fetiches, y puestos de exhibición de prácticas SM: bondage, latigazos, etc. El público que Folsom Europa convoca cada año ha crecido exponencialmente. Yo he participado ya tres veces de esa fiesta en los últimos diez años y cada año la concurrencia se triplica sin que el encuentro pierda sus características (las más simpáticas y las más odiosas). Hay tres maneras de pensar lo que Folsom significa: una económica, otra sexual y otra afectiva. Desde el punto de vista económico, Folsom celebra la inauguración de la temporada. Este año se desarrolló entre el 12 y 13 de septiembre y coincidió con una semana de cine argentino en la prestigiosa Haus der Kulturen der Welt y un festival Lollapalooza en Tempelhof, el antiguo aeropuerto nazi, la estructura racionalista más grande del mundo. De modo que Folsom coincide con la reapertura de la temporada de gasto berlinés en cultura, bienes simbólicos, sexo, uniformes fetichistas, comida (ah sí, en la Fuggerstrasse se comen también salchichas y Bouletten). Justo antes de que el verano se precipite hacia su propia ruina, un último grito de alegría reúne a las locas con dinero de Europa entera en las calles de Berlín que albergaron todas los movimientos de liberación homosexual, desde el invento mismo de ese vocablo infamante.
Folsom Europa, como la feria sanfranciscana o la elección de Mr. Leather internacional que tiene lugar cada año en Chicago y de la que este suplemento ha dado cuenta en su oportunidad, es un evento consumista que puede asquear un poco a los puristas del libre intercambio sexual entre varones (para ellos, estará siempre el Tiergarten, poblado de varones semidesnudos todos los atardeceres del mundo, hasta que el Universo desaparezca por completo).
Desde el punto de vista sexual, las reglas de Folsom son un poco opresivas: quienes no cumplan con los códigos y las etiquetas previstas para el encuentro se sentirán invisibles y, como cada vez, lo que más abunda es el pet play (donde uno hace de mascota, en cuatro patas, con mordaza, y otro hace de amo), el asunto puede llegar, después de un primer encuentro con esas prácticas otras que rozan y huyen de la sexualidad convencional, a una monotonía un poco agobiante. Que cada quien tenga un lugar en el mundo es una de las utopías de los movimientos de liberación sexual. Que esos lugares se conviertan en corrales que repelen comportamientos o uniformes exteriores o extranjeros es un poco paradójico. Dos Folsoms previos me dejaron una cierta experiencia que esta vez capitalicé con éxito: curtí uniforme levemente deportista (joguineta y remera, zapatillas) y me probé arneses que, una vez abandonada la ciudad del pecado, siguieron produciendo equívocos en las fotos que el fotógrafo de Soy me tomó.
Yo no participo del universo del cuero (porque me da calor, porque el roce del cuero me molesta, porque los adminículos me parecen caros para el uso que yo les daría, porque soy un animal de climas cálidos y prefiero la piel desnuda, en fin: por razones triviales que no implican ninguna condena moral). Si sigo yendo a Folsom (y si iría nuevamente, supuesto que mis itinerarios coincidieran con ese festival que no llega a ser carnestolenda, al menos como yo la entiendo), es por el tercer aspecto, el emotivo: quienes asisten a la fiesta están contentos y lo están porque, con sus bastones y desde sus sillas de ruedas, han sobrevivido a todas las fantasías de aniquilación y sobre todo, al desprecio y los veredictos sociales. La media etaria de los participantes de Folsom Europa es de 50 años (entiéndase: hay unos pocos de 30, y muchos de 70, 80 y más).
Y que ellos consideren pertinente salir de los recovecos en los que durante el resto del año son obligados a esconderse, en los pueblos en los que viven, dentro y fuera de Alemania, y que se muestren semidesnudos por la calle, felices porque no han ido allí sino para demostrar que siguen vivos es como un grito de liberación que conmueve hasta los huesos. Y que ahorren para poder emprender ese peregrinaje y poder comprarse un guante más, un látigo con una punta más, un nuevo dispositivo de momificación, no deja de compararse a la fe que, alguna vez llevó a los cristianos por el camino de Santiago y que lleva a los musulmanes, al menos una vez en la vida, a la Meca. Dios no hay o no habrá, pero hay la felicidad de la comunión con algo que está más allá de uno mismo.
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