Viernes, 9 de octubre de 2015 | Hoy
DíA DEL RESPETO POR LA DIVERSIDAD CULTURAL
Tras la pista rosa de México DF: revoluciones silenciadas, tequila, imaginería pornocatólica y, a cada paso, los signos de la segregación.
Por Adrián Melo
El 20 de noviembre de 1901, en la colonia Tabacalera de la Ciudad de México, tuvo lugar una redada destinada a pasar a la historia como el “Baile de los 41”. En un alegre baile de travestidos, la policía detuvo a treinta y dos hombres por ir vestidos de mujer. Uno de ellos fue puesto en libertad. La versión oficial es que se trataba realmente de una mujer pero el rumor ha sido siempre que se trataba de Ignacio de la Torre y Mier, hacendado azucarero del estado de Morelos y yerno del dictador Porfirio Díaz. Al resto, de los 41 hombres se les forzó a una larga temporada de disciplina militar. Desde entonces, el “41”, la cifra del choteo en expresión de Carlos Monsiváis es significado de homosexualidad (así surge, entonces, una tradición entre el humor, la persecución policial, la lucha y el orgullo) y el “número 42”, es decir, “el que se escapó” ha pasado a significar en el argot gay “homosexual tapado y pasivo”.
Paradojas de la historia. Desde septiembre de 2014, una cifra más: el número 43 ha pasado a tener una connotación trágica para los mexicanos. “Porque vivos se los llevaron vivos los queremos” rezan algunas, demasiado pocas, veredas y muros sobre todo frente al Bosque de Chapultepec y alrededor de una pequeña conmemoración con la cifra trágica a doscientos metros del Monumento a la Revolución.
Dos veces en la historia del siglo XX, México pareció la encarnación de los sueños redentores de Latinoamérica. En 1910, cuando Francisco Madero derrocó a Porfirio Díaz y comenzó el largo proceso de la Revolución Mexicana y en el año nuevo de 1994, cuando el Subcomandante Marcos, munido de su erótico pasamontañas retomó desde Chiapas los viejos ideales de democracia, tierra, pan y justicia para los indígenas. (Asimismo, el subcomandante nos hizo suspirar a todxs cuando declaró que ojala los mexicanos pudieran levantarse una mañana “sin la necesidad de una máscara para vivir y amar” y que en San Francisco, Marcos es gay así como es negro en Sudáfrica y disidente del neoliberalismo en todo el mundo). Ambas revoluciones fueron trastocadas. El cineasta Raymundo Gleyzer utilizó el concepto de revolución congelada para referirse a México en su documental de 1973. Allí trazó el arco desde la ilusión de 1910 al fracaso representado en otra matanza de estudiantes largamente silenciada: Tlatelolco, 1968.
Algo análogo parece haber ocurrido con los sueños de liberación gay y una metáfora de ello es la llamada Zona Rosa, ubicada en el corazón de Colonia Juárez de la ciudad de México. Desde la década del sesenta y antes, los baños, parques y esquinas del barrio eran el escenario de las andanzas nocturnas de hombres en busca de cuerpos febriles, los encuentros anónimos, la prostitución de cuerpos juveniles y el desahogo de heterosexuales -bugas- que querían experimentar el goce masculino. En la actualidad, más de ciento cincuenta establecimientos públicos para gays -que van desde antros, cafés, bares, sex shops, gimnasios, hoteles, saunas, negocios de ropa, estética, tiendas de artículos sexuales, entre otras- y que se distribuyen en un perímetro no mayor a dos kilómetros cuadrados y dos o tres calles principales, convirtieron a la Zona Rosa de lugar subversivo de sexo casual y de mixtura sexual de las clases sociales y esparcimiento de los homosexuales de la barriada más pobre a topoi por excelencia de la mercantilización, el consumo y a grandes rasgos el neoliberalismo excluyente de la comunidad lgbti. De no ser por los vendedores locales y sus gracias, afeminamientos, espontaneidad e intentos de seducción, la zona transitada por mucho turismo no dista de Chueca o Le Marais y de los principios estéticos y éticos perseguidos por cierto estereotipo de gays: blanco, frívolo, supuestamente masculino, conservador y de clase media.
En Ciudad de México hasta la diversión gay está estructurada en clases sociales: en Polanco, se centran los antros (toda discoteca en México se denomina antro) más sofisticados, chic y exclusivos -los nombres lo dicen todo: Saint, Envy, Guilty-, generalmente música electrónica, éxtasis y cocaína de la buena y belleza que intenta emular los cánones occidentales y que recurre a tal efecto a toda forma de artificio tales como prematuras cirugías, maquillajes, afeites y moldeo de músculos en el gimnasio. Zona Rosa, más moderada, es, a grandes rasgos, la clase media. En los barrios de Condesa y Roma (hay un clásico de la literatura gay mexicana que se llama El vampiro de la colonia Roma -1979- de Luis Zapata que narra las aventuras eróticas de un Adonis adolescente con look de rockero setentero que se prostituye alegremente en el barrio) hay lugares como Dance Floor sin tanta pose, pista grande, gogo dances y drags performers.
Y cuando todo parecía perdido aparece ante mis ojos la calle República de Cuba (no podía llamarse de otra manera un lugar donde se esconden las esperanzas) al norte del Centro Histórico. Acá reaparece el México que hizo los delirios eróticos de D.H. Lawrence y de la generación beat: la fantasía pornográfica de hashish en el cielo, putos y putas, marihuana, pansexualismo y el reino de la cerveza, el tequila y el mescal. Un antro al lado del otro, diversión asegurada y entrada gratis, el encuentro con los gays de sectores populares, las travestis y lo que a grandes rasgos se llama la homosexualidad negra y jodida. Dominando la calle dos antros: La Purísima y enfrente el Marrakech.
La Purísima parece la alternativa y la respuesta gay-travesti profana al culto mexicano de la Virgen de Guadalupe. Antes de entrar, una enorme marquesina de focos de sesenta watts da la bienvenida y presenta el único requisito para poder disfrutar: “Pare de sufrir”. Luego solo resta cruzar las cortinas rojas y entrar a un cielo negro donde la historia religiosa cobra un nuevo sentido. Paredes negras con rojos carmesí e imágenes de ángeles más porno que celestiales. Una barra para que musculosos strippers bailen entre espejos y bustos de la Virgen de la Inmaculada Concepción e imágenes del Sagrado Corazón de Jesús. Cruces colgando y reemplazando a las bolas de la música disco. Toda la imaginería católica puesta al servicio del erotismo gay (el sueño de Sergei Eisenstein) y el martirio de los putos pobres. Travestis caracterizadas como Marimar o la María del Barrio de Thalía (referente obligado de las travestis con ese glamour pobre y esas infancias humillantes) y como Frida Kahlo (otro referente de un sufrimiento casi cristiano del imaginario gay, lésbico y sobre todo travesti). Música pop y éxtasis religioso con Gloria Trevi. En la pista, amalgama carnavalesca y festiva de la diversidad de cuerpos bailando: cuerpos moldeados por el gimnasio y arriba los rostros duros, viriles de los mexicanos provistos de una sensualidad alejada del canon de belleza occidental; trabajadores de “físicos fuertes”; el contraste de rostros varoniles y miradas y modales afeminados; los olores del verano.
Enfrente, en las paredes del Marrakech Salón lucen amplias fotografías que son testimonio de la transición de la cultura y la lucha gay en México: muchachos detenidos en una redada que atrapaba a todo aquel que oliera a puto; un gay en medio de una hilera de militantes; fotogramas de películas eróticas de los años setenta; fotografías de series homoeróticas como El Santo, entre otras. La frase de referencia es aquí: “Gracias por su preferencia… sexual” y el boliche multitudinario parece amalgamar diversos tipos de música y diversas preferencias e identidades y la mixtura entre el México negro y profundo y otras nacionalidades y clases sociales. Strippers y drags imitadoras de legendarias divas mexicanas completan el paraíso marginal. “Éntrale a mi culo”, le dice una loca a un supuesto buga que no para de asombrarse y reír. Como siempre, la risa y la alegría se expresan mejor en las márgenes.
Si se camina por la calle República de Cuba en dirección hacia el Eje Central, otros antros y cantinas alternativas: Oasis, un antro solo de lentos donde suenan Los Panchos, Julio Iglesias, Agustín Lara y todo el cancionero inconfesable que forma parte de la infancia de todo puto cuarentón. Un antro de putos punk y otro de rancheros a lo Brokeback Mountain, en versión mexicana. Y finalmente sobre la avenida Eje Central, mariachis en conjunto o solitario haciendo dedo, marcándose el bulto con las manos y haciendo lucir el contorno de sus nalgas con sus apretados pantalones blancos.
En un artículo hoy clásico Octavio Paz se refería al silencio del mexicano. El mexicano calla todo el año. Calló por décadas la matanza de Tlatelolco, hoy eleva apenas un susurro desesperado en una matanza multiplicada por 43 que debiera haber incendiado al país. Calla y se revela falsamente sumiso frente al extranjero que frecuentemente desprecia. Pero el solitario mexicano ama las fiestas. El alcohol y los picantes le abrasan el estómago y estalla en cada borrachera, en cada beso (¡comen terriblemente la boca!), como si de esa manera y con esa fuerza lograra franquear tantas frustraciones, tantos silencios y el laberinto de la soledad.
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