› Por Paul Preciado
La palabra “pride”, orgullo, tenía sentido en un contexto en el que la homosexualidad y la transexualidad eran consideradas como enfermedades mentales y estaban en muchos casos criminalizadas. Las minorías sexuales llevamos muchos años luchando por la descriminalización, la despatologización y el reconocimiento de los derechos fundamentales. Desde 1969 hemos entrado en un proceso al mismo tiempo de normalización e integración. En simultáneo, han ido apareciendo otras exclusiones, de clase, de raza, de discapacidad que están presentes incluso en contextos en los que la homosexualidad se ha ido progresivamente normalizando y en parte ha habido en los últimos años una reafirmación de las convenciones heteronormativas.
Para mí una palabra que funcionaría hoy mucho mejor que “Orgullo” podría ser “Revolución”. Necesitamos un cambio de paradigma epistémico, el cuestionamiento del marco médico y jurídico en el que se asigna la diferencia sexual. Necesitamos una revolución de nuestros modos de amar, de entender la producción de placer, la filiación. Las minorías sexuales nos sentimos parte de un movimiento más amplio de transformación social, reclamamos un proceso de democratización política total, incluida la democracia sexual, pero sin olvidar la justicia racial, de clase o ecológica.
Uno de los problemas de las luchas actuales es que han quedado atrapadas en las lógicas de la identidad en la que cada movimiento (gay, lesbiano, trans, intersex, etc.) pelea por su propia representación y visibilidad. El reto es establecer alianzas que presten atención a la transversalidad de la opresión y que sean capaces de inventar procesos abiertos de experimentación social para producir otros modos colectivos de vivir.
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