› Por Ernesto Meccia
Las circunstancias del mundo personal y social necesitan reinterpretase para hacer un relato orgulloso de las sexualidades diversas. La cultura es una caja de herramientas de la que la gente se sirve para darle sentido a lo que sucede. Cuando en 1983, en Argentina, comenzó la historia del orgullo (la experiencia del FLH había implicado conceptos distintos) las herramientas eran pocas aunque cualitativamente poderosas. Hoy tenemos miles.
Por aquellos años pensar en el orgullo “gay” suponía imaginar una experiencia de renacimiento: el ser dejaba una vida de desdoblamientos opresivos y se metamorfoseaba en algo parecido a la nueva idea de ser que el orgullo transportaba. La metamorfosis individual hacía pie en una reinterpretación colectiva de las minorías sexuales que venían construyendo las organizaciones políticas. No podía haber orgullo si la respuesta a la pregunta de quién se era no era “soy como aquel” (gay). Sobre este imaginario de la semejanza en el infortunio dejaron prueba un conjunto de metáforas que comenzaron a circular en el espacio social: la “colonia”, la “comunidad”, la “colectividad” o la “realidad indiscutible” homosexual. Tiempos de oscuridad –como diría Hannah Arendt– en los que la exhortación principal para dar carnadura al orgullo era responder y mostrar homogéneamente lo que la sociedad mayor no quería ver. Y era una exhortación imperativa: imposible olvidar cuando fui a la primera marcha del orgullo con una careta (1992), el grito de un militante que me perforó: “¡sáquense las caretas, maricas tapadas!”
No voy a entonar ningún letanía pero vale la pena pensar cómo responderíamos hoy a la pregunta de quién soy y quiénes somos que, bien vista, es la pregunta del “¿somos cómo quiénes?”. Interrogante muy actual visto que la familia de lxs diversxs sexuales se ha ampliado (LGTBI), tanto como los derechos. Escribiendo Los últimos homosexuales, comentaba a mis colegas de la universidad que lo hacía movilizado porque mis testimoniantes (mayores y adultos mayores) no estaban orgullosos de lo que estaba sucediendo en la sociedad gay, entre otros motivos, porque sentían que si a esa sociedad se le preguntaba por ellos, casi seguro que no respondería. Esta pregunta imaginaria también podríamos hacerla respecto “de” y “entre” lesbianas, trans, bisexuales e intersexuales: ¿qué responderíamos hoy que somos? ¿qué responderíamos que son los otrxs? Y, más importante: ¿”responderíamos” por ellxs? ¿Nos haríamos “responsables” de ellxs?
En aquel momento un colega me dijo algo asombroso: “pero Ernesto: ¿cómo vas a escribir sobre estas cosas ahora? No es momento. ¡Ahora hay que hablar solamente de los derechos!”. Opté por reír. No importa. Lo importante es que encontré nuevos relatos que traen la idea de que el “orgullo”, en tiempos de deflación identitaria, es una cuestión para repensar. El debate podría largar con aquella famosa reflexión de Hannah Arendt sobre la responsabilidad de hacerse ver y oír en los términos de la identidad que es atacada.
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