Vie 18.03.2016
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LA DAÑINA COMEDIA

México transita el mes de marzo en pleno combate cultural. El cristiano integrista Francisco del Toro estrenó Pink: Adopción gay, ¿acierto o error?, un mamarracho digital y título en letras catástrofe, una película clase “sin vergüenza” pero con fe en el mensaje de su producto.

› Por Alejandro Modarelli

Hay escenas no aptas para un cerebro en funciones: en una, un niño entre lágrimas se pregunta por qué no tiene una mamá y un papá y no dos mamás. En otra se lo ve mezclado en una fiesta de varones en catsuit rosa, absorbiendo la cultura de locario, aunque muy mal bailada. Con los amiguitos que aún lo aceptan, el chico se cruza en un juego de soldados, pero con una tanga del padre en la cabeza, tras lo cual los invita a ver unos videos que resultan ser de los lúbricos papis, que se filmaron cogiendo.

El engendro se estrenó en 200 salas del país con el apoyo económico de Cristo Vive, uno de esos grupos evangélicos de verba rabiosa, y sin sentido del ridículo, de los que habría sin embargo que dejar de reírse. Las promesas de salvación y de prosperidad en el aquí y ahora, por parte de los credos pentecostales, han sido la vía regia de acceso al inconsciente del votante de vida precarizada. Tenemos en Brasil el ejemplo de una bancada evangélica trabando toda ley libertaria, y en Jamaica encendiendo la violencia. Pink es otra manera de violencia.

Hay que reconocerle a Paco del Toro su pasión puesta al servicio del moralismo como brigada y de lo berreta como bandera. El, que dice no temer a las reacciones, deja bien en claro que busca “normalizar lo anómalo”, un afán posible si sus criaturas no fueran tan bizarras. Mezcla de telenovela y home movie, sus veinte películas recorren el decálogo del desvío, desde el alcholismo y la drogadicción hasta la prostitución y la delincuencia juvenil, cada cual de manera más estúpida. Pero parece que esta vez con Pink se le fue la mano, porque el colectivo lgtbi mexicano enfureció y México (¡por fin, Paco!) habla de él.

Es que en las sociedades de riesgo en las que vivimos desde hace décadas (todo se ha vuelto peligroso, hasta el régimen alimentario) los fantasmas que invoca ahora Paco del Toro tienen peso: el pánico a la declinación de la autoridad simbólica del padre, con el matrimonio igualitario como su pasaporte, y la adopción homoparental como hecatombe planetaria. Si no hay sagrada familia que imitar ni el edipo se resuelve, ya no existe garantía de futuro. La humanidad queda a merced de monstruos obscenos que se casan con otros del palo y adoptan (secuestran) criaturas para devorarlas. Mediante leyes conseguidas a través de un siniestro activismo, la homosexualidad se instituye, así, como un poder invisible, un Amo que mueve los hilos del mundo bajo las siglas lgtbi. El famoso Pink-power, dicen el director y el pastor que lo produce.

Lo cierto es que a medida que el capitalismo deja de distribuir riqueza, la crisis financiera es global y la casa propia un quilombo, emergen estas alianzas populistas de la derecha con credos pentecostales para recrear una nueva mayoría moral dócil, el principal obstáculo contra la igualdad. Con mayor o menor sutileza dan en la industria cultural su batalla.

Es difícil enojarse con Pink, aunque es necesario. Escuchar al pedante Paco del Toro decir que “no todos los gays en su película son afeminados; que los hay también normales”, que “el rosa no es como lo pintan”, o que “el activismo lgtbi busca conseguir a los niños como trofeo”, para después jugar a que se asombra por la ira del colectivo y los epítetos de la crítica (“no los entiendo, si no es contra ellos”) pone al tipo en espejo con el Micky Vainilla de Capusotto. Pero del Toro no es nazi amanerado: es un chongo seducido por el integrismo, que cree obrar bajo las directivas de “el jefe” (así llama a Dios). Y que ahora consiguió morlacos y prensa, en ese orden.

Cuando las iglesias hablan de escandalizar a un niño, pareciera que se olvidan de cómo se lo abusa al convertirlo, como en esta película y también en las maquilas y talleres clandestinos, en peón de un ajedrez político, económico y cultural. Por eso, el movimiento lgtbi, sobre todo el de los países centrales, nunca tiene que retirar su repudio a la injusticia económica del centro de la escena. Cuando se nos acusa de buscar niños como trofeos, no solo debemos defendernos con el argumento del amor, o con los datos de los niños abusados por curas o en familias heterosexuales. No perdamos de vista que las iconografía de niños que signan nuestra época son un rostro difuminado, que es el del niño abusado sexualmente, pero también el de ese otro que pareciera no causar tanto escándalo a los integristas: el pibe sentado frente a la maquila o echado en las escalinatas de una estación de tren, con hambre, a la noche. Si un del Toro nos interpela, insistamos en que el verdadero escándalo son las vidas desnudas en la era del capitalismo financiero, del que seguramente se beneficia él a través de las inversiones de su pastor, y no una loca en catsuit rosa y una tanga junto a su hijo.

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