Murió el profesor y poeta Wenceslao Maldonado, un defensor de la alegría y la vitalidad en la vejez, y un apasionado divulgador del homoerotismo griego y porteño.
› Por Alejandro Dramis
Di por primera vez con Wences por internet. Andaba investigando sobre literatura homoerótica argentina contemporánea de la buena, cruda y sin medias tintas, y San Google no dudó ni un instante en conducirme hacia sus libros y sus brazos. Refiné mi búsqueda, escribí “Wenceslao Maldonado” y lo encontré conectado: chateamos no más de cinco minutos y ya me había invitado a su casa para el mediodía siguiente. Así fue que llegué a su departamento de la calle Ecuador, con panes de queso y bebidas en mano, y ahí nomás, al pie de la escalera, estaba él esperándome ansioso como un chico. Sin mucho preámbulo se me acercó con un gran “Hooooola” y me enfundó en un fuerte abrazo y un apasionado beso de bienvenida. Con mi pecho contra el suyo y su contagiosa sonrisa ahora en mi rostro pude visualizar de reojo una pila de libros que había preparado para mí, y al cabo de media hora mi mochila desbordaba de sus obras, y mis labios de sus besos entremezclados con los panes de queso: Requiem de guerra, Diálogo de pájaros, Eros y otros deseos, Fronteras, Si cortarle la cabeza a la Gorgona, El cantar de los culos y varios textos impresos en su computadora se venían esa tarde conmigo para siempre. Cuando amagué a sacar plata de la billetera para pagarle los libros se rió tanto o más alto que su infinita generosidad.
Así pasamos la tarde, los días, las semanas y los meses: abrazándonos, leyéndonos tirados en la cama, cocinando, yendo al teatro, al cine o al médico, invadiendo con nuestros vozarrones almuerzos ajenos en pizzerías y bares, mientras discutíamos a gritos sobre los libros y lxs autorxs que amábamos u odiábamos. Así era Wences las 24 horas del día: apasionado, alegre, curioso por todo, luchador incansable, no dejando escapar ni un segundo de su existencia hasta no disfrutarlo hasta el agotamiento. Su departamento de Once era una extensión de su personalidad: siempre, a cualquier hora y bajo cualquier circunstancia, estaba abierto a todo el mundo.
Con Wences compartí comidas, recitales de poesía, sesiones de fotos, películas, interminables charlas, discusiones y caminatas de la mano o abrazados por la avenida Corrientes en las madrugadas de un desolado paisaje urbano. No sé si es justo que sea yo quien lo recuerde con estas palabras, porque muchxs otrxs lo acompañaron durante más tiempo y con mayor dedicación, pero sé que la pasión que tenía Wences por la vida, por lxs amigxs y por la poesía son marcas que quedarán para siempre conmigo, como un tatuaje de una época que se extiende por toda mi existencia presente y futura, o como uno de esos abrazos de despedida en la puerta de su departamento hasta reencontrarnos al día siguiente, a horas nomás.
Recuerdo un primero de año hace años, cuando pasé a darle un abrazo y desearle un feliz año nuevo, cuando me preguntó cuál era, en una sola palabra, mi expectativa para ese año que comenzaba. No recuerdo qué respondí, pero no me olvido del brillo profundo de sus ojos al revelarme su meditada respuesta: “Misterio”. El misterio era el combustible de Wences, de su amor expansivo e inagotable, de su poesía, de sus irreverentes, calientes y hermosas letras.
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