Larga vida camp a Chus Lampreave, la Sra. Almodóvar.
› Por Diego Trerotola
Quería ser pintora, hizo la carrera completa en la Academia de Bellas Artes, y se dedicó a pintar hasta el día en que se dio cuenta de que los pomos y los pinceles se le habían secado y su hobby de actriz ya se había convertido en una carrera. Actuaba por diversión, nunca se creyó profesional: fue una amateur radical en más de sesenta películas y dos docenas de series de tv. Así, su mejor obra fue el autorretrato inquietante en cuerpo presente, su aura locuaz de veneno convertido en golosina.
Rechazó dos veces trabajar en películas de Almodóvar hasta que finalmente aceptó actuar en Entre tinieblas, porque le divertía el nombre de la monja que interpretaría: Sor Rata de Callejón. Cuando leyó el guión, le dijo a Almodóvar que su papel era muy largo, que prefería no actuar tanto. Era el reverso del ego, la perfecta actriz secundaria: prefería estar al costado, no en el centro de la escena, y desde allí poner esas bombas que explotaban en la cara de la gente, aunque ella ni pestañaba, sus ojos gigantes impertérritos, rígidos detrás de anteojos culo de botella.
Fue bautizada María Jesús Lampreave, y con ese nombre hizo los cameos en el cine de Marco Ferreri y Luis García Berlanga, los más críticos cineastas durante el franquismo; cameos que iniciaron la gesta de volverla icónica, presencia insustituible al margen del plano. Pero pronto borró su católico nombre bautismal por el onomatopéyico Chus, y así inscribió la blasfemia como gesto nominal. Simplemente Chus: un sonido pop que tiene encapsulado el zumbido de una escupida punk. Chus not dead.
En ese mapa almodovariano donde se movió a sus anchas, Chus tuvo un lagarto de mascota, insultó a skinheads callejeros, maltrató a la policía, disparó guarradas a repetición al borde de un ataque de Tourette, fue escatológica, tierna, gata arisca, testiga, desubicada. Fue siempre la tipa a la que no le cabe ninguna. Era camp en un sentido único, casi imposible de definir con precisión: tenía una espontaneidad despojada, hablaba como subrayando todo con marcador fluo, con una verborragia sin punto que contrastaba con su gestualidad gélida. Fue un poco Buster Keaton estallando en Groucho Marx en versión de realismo drag, fue la chabacanería de Mae West sin glam.
Muchos de sus papeles estaban basados en la personalidad de la madre de Almodóvar, y tanto para él como para toda la generación que reía apenas ella aparecía en segundo plano, Chus Lampreave fue madre patria, la disonante voz terrenal de una España profunda, esperpéntica, ancestral, pero también moderna, anárquica y explosiva. Finalmente, Chus fue la que pintó mejor que nadie una sensibilidad donde detonar eso de ser una misma genera las esquirlas de una diversión sin límite.
Y este texto debería haber sido una necrológica, un réquiem frente a la pérdida de una personalidad excepcional. Pero si lo hubiese escrito en tono lastimero o lacrimógeno, tal vez Chus me hubiese rajado una de sus puteadas antológicas como “cara de ladilla”. Y bien merecido que lo tendría, ¡joder!
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