Viernes, 29 de abril de 2016 | Hoy
A LA VISTA
A 40 años del golpe, la figura de los 400 desaparecidos homosexuales reactiva debates sobre lo que merece ser recordado o silenciado. Algunos espacios de memoria han empezado a recuperar ese costado de nuestro pasado reciente y traumático y a sacar a la luz testimonios sobre las violaciones específicas de los derechos humanos cometidas contra el colectivo.
Por Emmanuel Theumer
Existen al menos dos textos político-sexuales producidos durante la última dictadura, uno de ellos, “A la comunidad gay de Argentina” tiene como fecha enero de 1983 y fue de circulación porteña. En los prolegómenos de la democracia allí encontramos un balance: “si a nosotros nos han perseguido, a otros los han secuestrado, torturado y asesinado… hemos recibido golpes de los mismos que los golpearon… [Tenemos] un victimario común”, denunciaba, en un intento por entrelazar todas las opresiones como violaciones a los derechos humanos. Dicho panorama, sostiene el texto, demanda la necesidad de crear un archivo capaz de funcionar como espacio de la memoria, “para demostrar, el día que sea oportuno, que en este país hemos sido víctimas de una feroz represión”. Aunque la firma es anónima su estilo escriturario es inconfundible. Aunque por entonces su propuesta era un sueño, hoy está más cerca que nunca de realizarse. “Mantente en contacto con el gay que te dio este documento. Pásalo solo a tus amigos de mayor confianza”, cerraba el fanzine. Y así fue como nos llegó.
Tiempo después, en 1987, Carlos Jáuregui publica “La homosexualidad en Argentina” donde otorga una cifra icónica para presentificar a los desaparecidos homosexuales víctimas del terrorismo de estado: “No los conocimos, nos los conoceremos jamás. Son solamente cuatrocientos de los treinta mil gritos de justicia que laten en nuestro corazón”, escribía. En los últimos treinta años esta inscripción singular y colectiva a un pasado traumático ha circulado con diferentes intensidades, allí donde la coyuntura lo permite, y ha revestido importantes reelaboraciones. La primera de ellas vino de la propia mano de Jáuregui quien en 1996 brindó, para la revista NX, mejores precisiones al reconocer que tales homosexuales “no habían desaparecido por su condición, pero el tratamiento recibido… había sido especialmente sádico y violento”.
Diez años después, tanto la declaración de inconstitucionalidad de las “leyes del perdón” como el debate desatado especialmente en torno al derecho al “matrimonio igualitario” activaron esta memoria bajo nuevas variaciones. Una de ellas, que parece haber circulado extensivamente a cuarenta años del último golpe de estado, refigura “los 400 desaparecidos homosexuales” desde la comunidad imaginaria de último momento, “lxs 400 desaparecidxs”. La indecibilidad sexogénerica, en efecto, su flotante inestabilidad otorgada por esa “x”, me apasiona.
Empecemos con un antecedente: las razzias contra los “amorales” de 1954-1955, ejecutadas durante el peronismo. Esta represión aleccionante, estrechamente vinculada a las transformaciones en el gobierno de la prostitución, fue sostenida memorialmente por y a través de una sociabilidad “homosexual” en formación. Veinte años después, el n° 5 de Somos, aclamado periódico del Frente de Liberación Homosexual, rindió homenaje a la misma. Estamos ante la memoria de un pasado doloroso compartido y, más aún, ante los términos antirepresivos con que lxs activistas comenzaron a disputar qué cuerpos podrían habitar el espacio público democrático.
Otras fuentes parecen dar cuenta de este último gesto: en julio de 1973 el FLH publicó “Homosexuales” donde incluía una circular dirigida a las comisarías porteñas, el objetivo era “liquidar” (sic) la persecución policial antihomosexual en un clima social alimentado por la salida de la dictadura de Lanusse. Hacia mayo de 1984 la CHA publicó su famosa solicitada, “Con discriminación y represión no hay democracia”. Tal su título nos adelanta, se trata de un exponencial indicio de que los propixs contemporánexs fueron conscientes de que la democracia que se les invitaba habitar no era para ellxs, al menos no para todxs ellxs. En la mirada de lxs activistas, tanto en 1973 como 1984, las transiciones democráticas alimentaron la esperanza de poner fin a las abatidas, a cambio recibieron una bota sobre sus cabezas.
La figura de lxs 400 – hermana de “los 43” durante el porfiriato y de “los 108” del stronissmo- parece circular casi como un virus por el campo semántico de las memorias en la historia reciente argentina. No es para menos: el duelo público organizado en torno a esta memoria responde a otra forma de parentesco -no al parentesco biológico de la sangre que signó la presentación pública de las víctimas- pues se articula en función del afecto y en proyección identitaria al pasado. Articula política-poética-afectivamente “filiaciones no-normativas”, por decirlo con Cecilia Sosa. Del mismo modo que los 30.000, esta memoria despliega una comunidad interpretativa frente al pasado doloroso y lo hace trayendo a la presencia una ausencia. Al hacerlo, interviene en la batallas por las memorias, lo que merece ser recordado, invirtiendo el poder represivo mediante el cual, a través de la desaparición forzada, se intentaba destruir los lazos de esos cuerpos con la comunidad (debo a Gabriel Giorgi esta última apreciación).
Su cifra icónica, la de lxs “400 desaparecidxs LGBT” o la de “¡30.400 presentes!”, no persigue un sentido meramente aditivo, involucra más bien un movimiento de doble hélice: desmonta los presupuestos heterosexuales que anidaron buena parte de las memorias colectivas así como los cortes periodizantes con los que la historiografía del pasado reciente interceptó la “recuperación” democrática. Su marca sexual afecta decididamente la presentificación de las víctimas, que en buena medida han sido traídos a escena despojada de su militancia política pero valorizando su lado humano y cívico (estoy pensando fundamentalmente en las memorias de estado, y a modo ilustrativo, en los dos prólogos del “Nunca Más”, tanto el de 1984 como 2006). No hay dudas de que esto fue clave para cimentar un sentimiento acordado en torno al pasado traumático, pero no estuvo exento de debates. La figura de lxs 400 parece inscribirse en un pasado doloroso para inmediatamente cuestionarlo, otorga otra densidad a la experiencia traumática del terrorismo estatal y lo hace interrogando los términos de un cierre: insiste en la dificultad para volverse archivo. Se resiste a volverse pasado cuando el hostigamiento y la represión son inherentes a la vida en democracia, una forma de dominación política, quizás la mejor que hemos conocido. Dada esta hendidura político-sexual podemos entender las dificultades para inscribirse de modo afortunado con las memorias dominantes, lxs 400 permanecen, en los términos de Ludmila da Silva Catela, como una “memoria subterránea”.
Desde la especificidad del proceso histórico se ha discutido la existencia de un plan sistemático de persecución, tortura y desaparición dirigido a “amorales”, una categoría utilizada por la dictadura muy laxa, que comprende y excede el acrónimo reciente de LGBT. Pero, tal lo entendieron muy bien lxs activistas históricxs, el aparato represivo dirigido a los “invertidos” es anterior y posterior a la última dictadura cívico-militar.
Es preciso recordar que muchos centros clandestinos tuvieron el sello policial, de allí que conjugaron en esta experiencia histórica innumerables razzias alimentadas por los edictos policiales-anticonstitucionales (hubo coyunturas que lo marcaron muy bien, tanto la del mundial ´78 como la visita del Jefe del Estado Católico en 1982). Algunos espacios de memoria en Buenos Aires y Córdoba ya han comenzado a recuperar testimonios y quizás resulten claves para dar cuenta de si existieron modalidades de torturas específicas en función de las prácticas sexuales o expresión de género (no es descabellado, recordemos que a partir de 2010 tuvieron lugar fallos que consideraron la violación sexual contra mujeres víctimas del terrorismo de Estado como delitos de lesa humanidad. La condición de género en tales sentencias fue decisiva)
Quiero insistir en el efecto desestabilizador de este singular duelo de la postdictadura argentina, la memoria en torno a lxs 400 parece espiralarse en una temporalidad más larga, próxima al vector con que parte del movimiento indígena releyó la última dictadura cívico-militar, inscribiéndola en una cadena de violencias estatales que, para su caso, remonta a la Conquista. No se trata de un uso político de la memoria, se trata más bien de “lo político” de la memoria, por hacer nuestras las reflexiones de Mario Rufer. El nunca más de lxs 400 nos devuelve a los excesos del aparato represivo, la complicidad civil, su despliegue territorial en nombre de la seguridad capital-capacitista-blanca-cis-heterosexual (¿podríamos llamarla de otra manera?). Tanto su resistencia a cerrar un pasado como su impertinencia empírica, que incomoda fatuamente a los recientólogos del CONICET, es la potencia que a mí me interesa. Luciano Arruga/ Silvia Suppo/ Santillán-Costequi-Sacayán/ Sandra Cabrera/ ¡No a la policía, gay o no gay! son algunos de sus rizomas.
No es tanto, o no es tan solo, una memoria sobre el pasado como una política del presente. Un presente desgarrado que se nos hace imposible.
Mencionaba la existencia de otro documento sexopolítico, también anónimo, el primero que conozco dirigido explícitamente por y para lesbianas, fue escrito en agosto de 1983, unos meses antes de que se difunda el informe “Nunca Más” elaborado por la CONADEP. Su portada contenía una exclamación que aún continúa chirreando: Por lo que más quieras. ¡Hasta cuando, ¡Hasta cuando!
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