Consecuencias políticas de un mundo en el que faltan Prince y David Bowie
› Por Alyssa Rosenberg*
La tarde en la que trascendió la noticia de que Prince había muerto a los 57 años en su casa en Minnesota, hubo un coro que gritó que ésta era la última crueldad de 2016, un año que se había hecho sentir impiadoso desde su inicio. Si las muertes de Prince, Bowie, Chyna y Hasper Lee, en conjunto, hacen pensar en un momento de catastrófico recambio generacional, la muerte de Prince y Bowie representan más que una calamidad. Estamos en un momento en el que la política norteamericana se encuentra consumida por el “pánico de género”, desde las ansiedades menstruales de Donald Trump hasta el florecimiento de los movimientos por el reconocimiento de los derechos trans. Y ahora hemos perdido a dos personas que tenían un sentido expansivo y hasta exuberante de lo que significa “ser un hombre” y que encarnaban en sus propias vidas esa visión en tiempos en los que era mucho menos seguro hacerlo y mostrarlo que hoy. Tanto Bowie como Prince a menudo parecían más que meramente humanos. Bowie fue un ser inmortal en El ansia, la manifestación humana de un alíen, Ziggy Stardust, y la estrella de rock de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars. Prince dejó atrás el lenguaje ordinario para adoptar lo que se conoce como “el símbolo del amor” como su apodo. Su partida llevó a mucha gente a remarcar que la mortalidad era el único atuendo que no le sentaba bien, que podría haber sido transustanciado o abducido, pero muerto jamás. Si las nociones convencionales de género no condicionaron ni a Bowie ni a Prince, su capacidad de trascender estas categorías es todavía hoy una parte muy significativa de sus legados. En la ropa que usaban, los cuerpos delgados que tenían, la forma en la que se posicionaban frente a su música y su arte, sus relaciones con la comunidad lgbti, Bowie y Prince eran ejemplos vivos de que no hay un único modo, un modo correcto, de vestirse como hombre, de moverse como tal, de medir su valor, de escoger a quien amar o tener una relación con otra persona.
La trascendencia y la trasgresión no se reducían a lo que Bowie y Prince hicieran con sus propias vidas, estaban también en lo que lograban que otros quisieran hacerles a ellos. Mick Jagger tal vez haya tenido un affaire con David Bowie, pero lo seguro es que todos querían acostarse con Prince, lo deseaban incluso sin querer desearlo. El crítico Hilton Als comenzó su ensayo de 2012 sobre Prince en la revista Hasper’s con un largo relato sobre una escena de stand up del actor Jamie Foxx en el que lo muestra como ejemplo de alguien que había sido alcanzado por ese en pánico sexual que Prince inspiraba. Foxx relataba cómo detrás de escena en un show de Prince, mirando al artista a los ojos, trataba de controlar sus propias reacciones: primero, negándose a sí mismo que eso que sentía por Prince lo hiciera gay, luego insistiendo en que si tuvieran sexo él, Foxx, sería el activo. Catorce años atrás, cuando Foxx exhibió esa rutina en TV, el matrimonio igualitario no estaba permitido en ningún estado, mucho menos podría imaginarse como jurisprudencia a nivel nacional. Solo tres años antes de que se emitiera por televisión este especial de Foxx, en el juicio contra Aaron McKinney por el asesinato de Matthew Shepard, sus abogados habían aludido al “pánico homosexual” para defender al acusado. Prince había estado inspirando ese tipo de “malestar” desde hacía décadas.
Es verdad que en los últimos años el show de mediotiempo del Super Bowl ha sido un espectáculo para mujeres en plena disputa territorial con los varones: Madonna tratando de hacer lo que en otros tiempos era visto como trasgresor, ahora, en medio de una cultura que ha cambiado, la shockeante auto-coronación de Katy Perry, Beyoncé en plena transición del pop empaquetado de Destiny’s Child a una postura mucho mas militante como artista solista. Pero si todas estas performances eran argumentos a favor de que tanto los hombres como las mujeres podían hacer uso de su poderío o empoderarse en sus propios términos y manteniéndose cada uno dentro de su esfera, la aparición de Prince en el escenario del Super Bowl en 2007, en medio de este particular servicio de culto dedicado al “macho tradicional”, fue una prueba de que hay una gama muchísimo más amplia de posibilidades para la masculinidad.
57 es una edad horriblemente prematura para morir, y eso se siente especialmente con la muerte de Prince, quien en ningún momento nos recordó que envejecía tratando de mostrarse joven. Ahora se ha ido antes de que podamos abordarlo en toda su complejidad, tal como nos había estado invitando a hacerlo. Pero seguiremos adentrándonos en esa zona de “rarezas”, donde él parece haber estado viviendo desde siempre; él ya estaba allí muchas décadas antes de que nosotros lleguemos.
*The Independent
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