Si bien Hollywood nunca dejó de rendirle culto, el éxito de la telenovela brasileña Moisés y los 10 mandamientos, capaz de destronar a Showmatch, marca el regreso con gloria del péplum, género de aventuras ambientadas en el mundo clásico. ¿Es ese furor de la saga bíblica con todos sus mandamientos una señal del giro conservador? ¿O habrá que atribuir a la irrupción de un género tan vapuleado como kitsch la fuerza de un giro popular? Lo cierto es que el péplum, con sus tics melodramáticos, sus faraones libidinosos y una cofradía homoerótica entre músculos y testosterona, sigue siendo parte de la educación sentimental y proveedor de fantasías de generación en degeneración.
› Por Adrián Melo
Un fantasma recorre la televisión latinoamericana: el fantasma de Moisés. De la mano de la novela Moisés y los 10 mandamientos (Os dez mandamentos, 2015), el patriarca bíblico regresa de entre los muertos para batir en los ratings incluso a Marcelo Tinelli, repitiendo en Argentina un éxito que ya es continental.
Promocionada en su país de origen como “la primera novela del mundo basada en una historia bíblica”, producida por Rede Record que es liderada por el fundador de la Iglesia Universal del Reino de Dios, Edir Macedo, el furor de Moisés y de sus moralistas diez mandamientos (“No desear a la mujer de tu prójimo”, “Santificar las fiestas”, “No cometer actos impuros”) aparece en principio como el paradigma de los tiempos que corren. ¿Es entonces Moisés… el correlato cultural y espectral del neo-neoconservadurismo que recorre Latinoamérica?
Los primeros hechos parecen dar una respuesta positiva a la pregunta. Cuando se estrenó en Brasil se presentó como la respuesta moral a la novela Babilonia, el boom de la Rede Globo, que en su capítulo más cuestionado había mostrado el beso lésbico entre dos octogenarias (Fernanda Montenegro y Natalia Thimberg). En su momento, Silas Malafaia de la Iglesia Asambleas de Dios, se refirió al programa como “un instrumento de la podredumbre moral”.
Sin embargo, la paradoja es que más allá del mensaje moralista de Moisés, las escenas de la novela parecen aproximarse más a la promiscua Babilonia que a la religiosa Jerusalén. Así se nos deleita tan pronto con tiernos momentos de amistad entre Moisés (Guilherme Winter) y Ramsés (Sérgio Marone) que en los primeros capítulos recurrentemente se contemplan dulcemente, tomándose las manos tras la batalla –evidente influencia de la relación Ben Hur-Messala de Ben Hur (Wyler, 1959) considerada una de las cumbres del homoerotismo)– o de la enemistad entre ambos manifestada en las bocas que se aproximan en las discusiones o de las fálicas luchas de espada a torso desnudo y musculado de los protagonistas. Tuya (Angelina Muniz), la madura esposa del emperador, retoza con soldados efebos como si se aproximara el apocalipsis. La malvada Yunet (Adriana Garambone) manosea al monumento carnal de la guardia imperial, Bakenmut (Kiko Pissolato). Un fornido esclavo hebreo (Petrônio Gontijo) es atado a un árbol y azotado desnudo en una escena que hubiera hecho las delicias de Mishima. Y así se suceden una recurrente exhibición de bíceps, axilas velludas, pechos y tríceps a cargo de los galanes, los hebreos y de la guardia faraónica en primeros planos que parecen más filmados por Marco Berger que auspiciados por una comunidad religiosa. A su vez, la tensión amor-odio- erotismo con las escenas de una infancia en común en torno al mismo objeto de deseo amoroso encarnado en la bella Nefertari (Camila Rodríguez) ponen el foco en la historia de amor entre los hombres.
Ya advirtió Foucault que no es silenciando el sexo como se ejerce el poder, la clasificación y el control desde fines del siglo XIX sino hablando indefinidamente de él. La afirmación bien vale para Moisés. Con el sexo como cebo para captar espectadores, en un mismo movimiento se muestran y se silencian las sexualidades diferentes a la heteronormatividad. Y, por supuesto, como suele suceder, la gran ausencia e invisibilidad total le corresponden a los amores lésbicos y trans. En este sentido, Jerusalén aplastó a Babilonia y a Lesbos. (¿Para cuándo así sea en versión evangelista la historia de amor entre Rut y Noemí?). En todo caso, claro que Moisés es paradigma de los tiempos neoconservadores (de hecho uno de sus directores trazó un paralelismo entre la crisis brasileña de la era Dilma y la opresión de los pueblos hebreos y la necesidad de dar un mensaje de esperanza a Brasil): de una mentalidad que conjuga la moral e hipocresía y a la vez que invita a algunos placeres, en un mismo movimiento los reprime. No el sexo como liberación sacra a lo Pasolini en el Evangelio según San Mateo sino como opio de los pueblos.
Si bien Moisés, se presenta como basada en los relatos descritos en el Éxodo de la Biblia, el punto de partida, más bien es Los diez mandamientos (Cecil deMille, 1956) alguna vez calificada como el más descomunal monumento kitsch de la historia del cine y sin duda modelo de la mayoría de las ficciones sobre el patriarca (Los diez mandamientos es a la representación de Moisés, lo que Boris Karloff a la representación de Frankestein). De la Biblia la novela retoma el momento en que el Faraón manda a asesinar a todo “niño nacido de los hebreos”, el nacimiento del bebé y la decisión de la madre de salvarle la vida metiéndolo en un canasto de papiro y echándolo al río Nilo. Asimismo, como se describe en El Libro, el recién nacido es rescatado por la hija del Faraón y posteriormente es llamado Moisés, “sacado de las aguas”.
Después la novela se alimenta de ficciones ya establecidas sobre todo después del film de deMille. Se hace vivir a Moisés en tiempos de Seti I (la época no está especificada en el relato bíblico) y criado como príncipe se lo convierte en amigo íntimo del príncipe Ramsés. A su vez, siguiendo las reglas del deseo triangular ambos hombres se enamoran desde la tierna niñez de la bella Nefertari. Como en la película, en la novela Nefertari ama a Moisés, pero el futuro líder renuncia a su amor. A su vez, la novela introduce al personaje de la perversa Yunet, la ambiciosa madre de Nefertari cuya única ambición es que su hija sea la mujer del futuro Faraón. Así el argumento parte de fragmentos bíblicos pero mezclados con variaciones de ficciones ya tradicionales y otros tópicos propios del melodrama y de la telenovela brasileña para dar lugar a su vez, a una ficción más desmadrada aún.
Pero como suele suceder, el espejo tiene dos caras y las cosas del querer y del poder no suelen ser unidireccionales. De la mano de Moisés resurge un género que pertenece a la cultura gay por antonomasia: el péplum. Y vuelve la agonía, la orgía y el éxtasis de músculos, sudor y lágrimas.
Es necesario aquí hacer un elogio del péplum, históricamente vilipendiado, tildado de frívolo o de entretenimiento banal. Porque en un principio fue una de las pocas posibilidades de ver bellos cuerpos masculinos desnudos para gozar estética y libidinosamente. Sin duda fue parte de la educación sentimental y erótica de generaciones de gays. En el segundo volumen de sus memorias, El beso de Peter Pan, el escritor Terenci Moix cuenta cómo el género construyó sus objetos de deseo y alimentó sus lujurias, a la vez que afirmó que “la antigüedad fue, para Hollywood, un pretexto para lucir la belleza de los galanes y de las divas”. La novela Moisés sigue, en ese sentido, con las reglas del género
Capítulo aparte merecieron siempre las perversas del péplum: constituyeron un arquetipo que encandila y que hoy el universo televisivo brasileño supo resignificar. Emperatrices libidinosas -Joan Collins en Tiempo de faraones (Hawks, 1955), entre tantas otras-, cortesanas sedientas de sangre y esclavas vengativas dieron una vuelta de tuerca a las clásicas mujeres desprovistas de deseo del mundo del cine y merecen su capítulo en la historia de la lucha por los derechos de género. Hoy reencarnan en la novela en personajes tales como la calenturienta esposa del Faraón o en Yunet, malvada entre malvadas.
También abunda la escenografía kitsch, con sus toques de glamor y mariconería. En este sentido nada parece resultar más erótico que el vestuario, la joyería de lapislázuli, las pelucas y los excesivos pañuelos (¿egipcios?) en los hombres y las mujeres. Merece también mención el contraste entre el vestuario ¿egipcio? ¿hebreo? y las facciones tan típicamente brasileñas de los intérpretes de la novela.
Otro rasgo común del péplum es el exceso de testosterona en detrimento de los talentos interpretativos. En ese sentido podríamos parafrasear a Moix cuando decía que cuando se ha tenido el vello tan magistralmente distribuido sobre el pecho como el señor Charlton Heston uno puede reírse de Stanislavski, Brecht y de Shakespeare. De manera análoga el cuerpo torneado del Sérgio Marone con sus bien distribuidas pecas sobre el pecho hace olvidar algunas falencias de actuación. De todas formas, la apelación al melodrama y a ciertos estilos que forman parte de la idiosincrasia de la telenovela brasileña, hacen que la fórmula funcione y como suele suceder con los productos del país hermano, conmueve, divierte y calienta.
En todo caso, resulta interesante analizar que el producto que destronó al aparentemente invencible Showmatch tiene elementos centrales de un género que forma parte de una tradición importante de la cultura gay y la importancia que la cultura LGTBIQ sigue teniendo dentro de la cultura global, de la cultura popular y de la estética ficcional.
En los teatros de Buenos Aires se puede presenciar otra vuelta de tuerca al género musculoco, en Hércules: Family tour. La maldición de Hades, dirigido por Flavio Mendoza, que parece tan pronto destinado a niños y adolescentes como a gays. Por un lado revisita la figura del clásico más clásico del péplum de todos los tiempos: Hércules. Inmortalizado hacia fines de los años cincuenta por el fisicoculturista Steve Reeves que hizo y hará las delicias onanistas de generaciones, fue reeditado en versión cinematográfica por Lou Ferrigno (¡sí, el increíble Hulk!) en los ochenta, y más recientemente con dos jóvenes beldades, Paul Telfer y Kellan Lutz, entre tantos otros. Inclusive contamos en versión Disney con un Hércules más amariconado y más preocupado por los bíceps que por las maldiciones divinas.
Por otro lado, Hércules… le suma a las características propias del péplum -exhibición en poses, bailes y luchas de bellos cuerpos, brillos, vestuarios y escenografía glamorosa que recrea con clisés y de manera anacrónica la antigüedad, licencias poéticas y no poéticas, recurrencia a lo megatextual-, la estética y el lenguaje propios de la comunidad LGTBIQ y cierta recreación de la estética Bailando por un sueño (sobre todo en algunos bailes de efebos y hermosas bailarinas, en las acrobacias y en la apelación a lo circense).
En el mito clásico, la clásica enemiga de Hércules y quien le manda todas las desgracias es Hera quien no perdona que el héroe sea el fruto de una de tantas infidelidades de su esposo Zeus, con una humana. Evocando y dándole otro sentido a unos de los mitos que circulan -aquel en el cual Hércules roba a Cerbero, el perro de Hades-, la obra de teatro se centra en la enemistad entre Hércules y Hades. El giro más interesante es que la persecución del malvado Hades (Alejandro Paker) a Hércules (Christian Sancho) es también una persecución erótica. Hades desea literalmente poseer a Hércules en el mundo subterráneo. Y, si como suele suceder, de Christian Sancho importan más las abdominales que su gestualidad, no pasa lo mismo con la interpretación llena de gracia de Paker. Hades es a la vez, un dios que vibra de deseo ante los atletas y sobre todo ante Hércules (el paradigma del atleta de largos cabellos) como una malvada diosa con ribetes de drag queen. Las alusiones a la actualidad, a Moría Casán, a Catherine Fulop, a la ex presidenta (y vaya mi deseo de que Cristina ocupe un lugar de perdurabilidad en la cultura LGTBIQ y específicamente travesti y drag queen como homenaje respetuoso a sus contribuciones en la lucha por los derechos) y a otros íconos trans, refuerzan la reapropiación de las denominadas voces de las diversidades sexuales.
Se agradece asimismo el regreso de una loca tan malvada como Cruella de Vil. En tiempos tan duros para la comunidad necesitamos volvernos un poco oscuros sobre todo de la mano de personajes tan perversos y queribles como el Hades de Paker. Y no es aventurado afirmar que las buenas intenciones del espectáculo puedan tener efectos pedagógicos positivos en términos de educación sexual para las nuevas generaciones.
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