Viernes, 8 de julio de 2016 | Hoy
TEATRO
Sobras de bohemia sigue los pasos de Benedikt, un pintor bolchevique que desafía su homofobia internalizada entre tanta macha revolución.
Por Magda De Santo
Sombras de bohemia no creo que sea muy aplaudida por los últimos gritos de la vanguardia escénica. Sus intenciones son otras. Es el paisaje artesanal del realismo teatral del off, con ventanas escenográficas, música clásica y pilones de bastidores listo para ser pintados al óleo. El universo de la ficción es la revolución bolchevique, lejos, tan lejos de nuestras noches y nuestros días de protesta. Las actuaciones tienen momentos muy verosímiles y otros que no tanto. En el público no veo ninguna lesbiana, tampoco menores: explícitamente están alertados de algún contenido inconveniente. Pues, sin rodeos, ya, en la segunda escena ya hay un cuerpo con pito a público que sigue sosteniendo la mágica cuarta pared. No estamos hablando de los cuerpos desnudos de Muscari, estamos hablando de los cuerpos desnudos que la sensibilidad del maricón viril que pinta lo bello y sublime de los músculos de hombre. El rol del artista, el personaje de Benedikt encarnado por Loic Lombard, también autor de la obra, es el maestro hermoso y de prestigio, osco pero buen tipo que está por desafiar su internalizada homofobia de tanta macha revolución. Y eso, por la pasión del arte. Más que patear las puertas del ropero checolovasco lo que parece mostrarnos es la libido puesta en ese sótano donde se trabaja con compromiso en la pintura y sus modelos. La obra tiene tres cosas que hay que decir. Una, se hace cargo de todo lo que propone, va a fondo con sus separatismo cis masculino, los tipos se gustan, se siente, están en pito los dos modelos antagónicos de rebeldía y obediencia -Andrés Reid y Gabriel Benítez-, se rozan con sutileza, se sufren, se miran esos pectorales lampiños. Es el homorotismo de una idiosincrasia existente. Muy existente. La de nuestros tíos, padres, es el deseo que frota las cuerdas de un instrumento de cuerdas grabado sin prejuicio.
La otra cosa, es la voluntad narrativa. Hay historia. Y atrapa. Si una se deja llevar, suelta el espíritu crítico, se olvida de las transformaciones de la historia del teatro universal y se abre de piernas para disfrutar, se encuentra atrapada en una historia que engancha: vive el relato. Aguante el relato. Y con eso viene la tercera cuestión, un final inesperado, jugadísimo, en donde la pintura, el éxtasis, la muerte y el goce se hacen una gran paja mancomunada.
Sombras de bohemia, bajo la dirección de Claudio Martini, se presenta en el teatro El vitral, y como hemos aprendido, el contexto hace a la identidad de la cosa. Esa casona anciana en la que varias generaciones de pulmones cobija al maricón que tiene ahí su lugar para ver lo que guste.
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