Viernes, 6 de marzo de 2009 | Hoy
ES MI MUNDO
Hija de un padre gay, Vincente Minnelli, y de una madre icono gay, Judy Garland, Liza Minnelli es lo suficientemente talentosa y extraña como para haberse convertido ella misma en un icono. Aquí, algunas razones para ir a verla en su paso por Buenos Aires la semana que viene.
Por Mariana Enriquez
Judy Garland fue la más famosa entre los iconos gays clásicos, adorada porque encarnaba una mezcla de fuerza y vulnerabilidad; la mujer que le puso voz a un himno con “Somewhere over the Rainbow” cuando fue Dorothy en El mago de Oz. ¿Por qué Judy es un icono semejante? Muchos creen que porque sus luchas y sufrimientos reflejaban la época de opresión y melodrama que vivía la comunidad gay: su muerte coincidió con el alzamiento de Stonewall, de manera que Judy, para siempre, quedó asociada con la comunidad que la veneraba: sus conciertos, especialmente en la década del ‘60, eran lugares de levante para los hombres —sus fans siempre fueron mayoritariamente varones—, y ella lo sabía y se divertía. En 1945, Judy —que ya tenía muchos problemas emocionales, entre las adicciones y las presiones de los estudios— se casó con el director Vincente Minnelli. De esa unión nació Liza. Lo que Judy no sabía era que Vincente era gay: un hombre extraño, que vivió y murió en el closet, pero cuya sensibilidad camp era más que evidente en películas como Gigi y Lust for Life.
Liza, entonces. Hija del espectáculo y el glamour herido, nació en 1946, un año después del casamiento de sus padres. Desde chica, su vida fue un itinerario de giras, canciones hasta la madrugada, pastillas y las crisis periódicas de Judy. Madre e hija se adoraban. Pero, con el tiempo, Liza —que empezó a participar de muy chica— demostró ser una artista completa, tan completa como su madre. Cantante, bailarina, actriz infalible —aunque no le haya ido tan bien con todas sus películas—, Liza es una de las pocas performers en haber ganado los cuatro premios grandes que ofrece el mundo del espectáculo norteamericano (el Oscar, el Emmy, el Tony y el Grammy), y todo con un talento sólo opacado por una sensibilidad tan intensa que a veces Liza da miedo, porque parece siempre al borde del quebranto. Pero no: es una dura. Ya ha sobrevivido a cuatro matrimonios, dos reemplazos de cadera, tres cirugías de rodilla, una encefalitis viral, el alcoholismo y otras tantas adicciones. Sí, parece siempre al borde de las lágrimas, pero hay algo de fuerza de la naturaleza en la pequeña Liza, que sigue siendo menuda a los 63, todavía con su corte a la garçon y sus ojos recargados de sombra negra, las largas pestañas, aún andrógina, siempre, como alguna vez le dijo su padre que debía ser, “extraña y extraordinaria”.
Es difícil abarcar la carrera de Liza Minnelli, porque se reparte entre cine, teatro y música con igual intensidad e importancia. Comencemos por la pantalla: los primeros papeles de Liza Minnelli en el cine fueron de adolescente excéntrica, y los rodó para Otto Preminger y Alan J. Pakula, nada menos. Para esa época repetía la historia de su madre en su vida privada. Terminaban los años ’60 y se había casado con Peter Allen, un compositor y artista de cabaret australiano que sería una estrella en Broadway. El divorcio llegó en 1974: Peter era gay y falleció víctima del sida en 1992. Poco después se estrenaría un musical biográfico que narra la historia de su vida, llamado The Boy from Oz; en tierra natal, lo protagonizó con gran éxito Hugh Jackman (un especialista en musicales, como quedó claro tras su actuación en los últimos Oscar). Liza no salió indemne de esa relación; hasta hoy apenas habla de Allen. Fue también durante ese matrimonio que Liza se convirtió en un icono gay acabado, redondo: le sumó a su linaje y a su pareja el personaje de Sally Bowles en Cabaret, una película basada en Adiós a Berlín del (también gay) escritor Christopher Isherwood. En la película, Liza es una chica que trata de vivir con liviandad y talento la crisis que llevará a Alemania al fascismo. Sally trabaja en el Kit Kat Club de noche y de día se hace amiga de Brian, un escritor norteamericano recién llegado a la ciudad (Michael York). Pronto tendrán un trío con un amigo, y mientras Sally canta (¡inolvidable!) “Mein Herr”, “Money Money” junto al increíble Joel Grey, y su grito de resistencia: “Life is a Cabaret”. Liza se convertía, en pantalla, en la gran amiga del gay, que de alguna manera lo ayuda a salir del closet. Y también se convertía en alguien a quien imitar, desde entonces una de las divas que los transformistas del mundo prefieren sobre ninguna otra. Decadencia, androginia, baile, celebración frente a la adversidad: Liza se hacía grande. El director de la película, Bob Fosse, le creó su propio show para TV: Liza with a Z. Otro éxito. Ella, por Cabaret, ganó su tan merecido Oscar.
En 1977, poco después y ya separada, filmó junto a Robert De Niro y Scorsese la película New York, New York. No fue muy reconocida, ni tuvo demasiado éxito. Pero sabemos lo que pasó con la canción: la versión de Liza supera en intensidad y dicha a cualquier otra. Cuando Frank Sinatra la grabó, dos años después, no le hizo justicia. ¡Y era Sinatra!
A Liza le pasó de todo, condición necesaria para ser una diva enorme; y es increíble que todavía esté sobre el escenario, con su talento intacto, teniendo en cuenta su edad. Hace dos años visitó Buenos Aires y dejó al público conmocionado ante su profesionalismo y su carisma. Y, sin embargo, venía de un divorcio horripilante con David Gest, un promotor de Broadway —y cazafortunas— que la acusó de abuso, alcoholismo y hasta de infectarlo con una venérea (e intentar quitarle 10 millones de dólares). Ganó esa batalla, y prometió no casarse más. Dijo: “Lo que aprendí del matrimonio con David Gest es que nunca voy a volver a casarme. Quiero tener un amante de 17 de quien no sepa el nombre, uno de 35 que sea un intelectual encantador para hablar y otro de 93 con una pata en la tumba y otra sobre una cáscara de banana. Qué puedo decir, hay gente que no está hecha para casarse. Y es muy pero muy difícil para una mujer famosa”. Más difícil quebrarla: esta mujer aprendió a hacer lavajes de estómago porque debió, más de una vez, hacérselos a su madre suicida. Tiene, como Judy, una mezcla inquietante de fragilidad y fuerza. Cuando hizo Victor/Victoria en Broadway (otra clásica pieza para el altar gay) reemplazando a Julie Andrews, dijo un crítico: “Su presencia sobre el escenario puede percibirse como un triunfo del carácter del mundo del espectáculo sobre la fragilidad psíquica... Pide amor con tanta desnudez y tanta honestidad que parece vicioso no responderle, no darle amor”.
La fragilidad también viene por otro lado: a pesar de sus múltiples premios, a pesar de ser reconocida como actriz, performer, cantante y bailarina por todo el mundo y sin casi dudas, para Liza todavía resulta difícil ser ahijada de Ira Gershwin y Kay Thompson, e hija de sus padres; como si nada que pudiera hacer alcanzara los mitos que la preceden. Se sabe que, cuando cantó y bailó con su madre en una mítica serie de presentaciones en el London Palladium, Liza sintió la competencia: “De pronto estaba en el escenario con mi mamá, pero ya no era mamá. Era Judy”. Moderna, Liza grabó con los Pet Shop Boys (la canción más famosa que compartieron es “Losing my Mind”) y, más recientemente, con los jovencitos de My Chemichal Romance. Volvió a la TV, también, con papeles en series como Arrested Development y Law & Order: Criminal Intent. Su nuevo disco, grabado en vivo en diciembre pasado, se llama Liza at The Palace, y tiene clásicos, además de temas de Kay Thompson. Y, cuando puede, reflexiona sobre la fidelidad de sus fans, y sobre lo que significa ser un icono gay de semejante estatura: “Probablemente Barbra Streisand, Cher y yo nos sentimos siempre unas descastadas por nuestra apariencia, no tenemos un aspecto convencional. A lo mejor eso es un icono gay: una persona que es querida por la gente que se siente diferente”.
Liza´s at the palace
15 de marzo a las 21
en el Luna Park.
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