Viernes, 6 de marzo de 2009 | Hoy
A LA VISTA
Una escueta y burocrática respuesta al pedido de una “maestra tortillera”, solicitando días de clase para participar en un congreso, dispara una reflexión sobre ese tiempo suspendido que impone la espera como un mecanismo domesticador.
Por Valeria Flores
El 19 de diciembre del año pasado, último día de trabajo en la escuela, recibo una nota de la Dirección Provincial de Enseñanza Primaria. Era la respuesta a una solicitud que había presentado en junio, peticionando el no cómputo de inasistencias para poder participar como expositora en las IX Jornadas Nacionales de Historia de las Mujeres y IV Congreso Iberoamericano de Estudios de Género, que se realizaría en Rosario durante los primeros días de agosto. Las maestras en Neuquén tenemos 6 días de licencia al año para concurrir a capacitaciones y yo había agotado más de la mitad de esa licencia, por lo cual me faltaba cubrir un día para asistir a dicho congreso. Participé del mismo con un escrito titulado: “El armario de la maestra tortillera. Políticas corporales y sexuales en la enseñanza”, en el que se expresa mi identidad sexual como lesbiana y las implicancias que tiene el identificarse con una elección sexual diferente a la (he-tero) normativa en el trabajo docente. Casi 6 meses después, el Consejo Provincial de Educación me respondía de forma negativa a mi solicitud, con el argumento central de que “la temática abordada no está comprendida dentro de los lineamientos pedagógicos establecidos por el CPE y no son pertinentes a las actividades de índole cultural, científica y educativa que contemplan desarrollarse en el ámbito educativo”.
¿No es pertinente una maestra lesbiana? ¿O lo no pertinente es que reflexione sobre su identidad sexual con relación a su trabajo? ¿O que escriba un término injurioso para referirse a sí misma? ¿O que lo escriba en referencia a un ámbito tan asexuado o heterosexuado como la escuela? Y así podríamos continuar interrogándosenos acerca de lo “impertinente” del caso.
Sin embargo, más allá del correspondiente reclamo por discriminación que inicié apenas recibida la nota, las resonancias de este hecho en el orden de mi temporalidad me afectaron profundamente. Un término que se reiteró en cada instancia a la que demandé alguna explicación o acción; una fuerza que transformaba las horas en surcos de anestesia sobre la indomable fluidez vital: esperar. Esperar que contesten la nota, esperar que se abra el expediente, esperar que pasen las vacaciones, esperar que circule el expediente, esperar que lo vean lxs vocales del CPE, esperar que cada unx se tome 20 días para decidir, esperar la opinión de unx expertx, esperar que decidan sobre mí, esperar que sea prioridad política (eufemismo para referirse a decisión política), esperar las condiciones, esperar que las cosas cambien, esperar que llegue el momento, esperar la resolución de las urgencias, esperar que me juzguen, esperar la próxima sesión del cuerpo colegiado. Esperar. No obstante, mi madre y mi padre no esperaban tener una hija lesbiana, en la escuela no esperaban tener una docente lesbiana, en la calle no esperan ver besarse a dos lesbianas, la gente no espera que hagas público tu deseo lésbico, los machos no esperan que las lesbianas ocupemos su territorio, las chicas bien no esperan verse atraídas por lesbianas, los trabajadores no esperan que entre sus filas haya lesbianas, tu ginecóloga no espera que su paciente les diga que no toma anticonceptivos porque es lesbiana. Y así transcurre la vida, entre una interminable lista de esperas y sucesos inesperados. Hay múltiples formas de la espera, no obstante lo que me irritó fue que nuevamente me vi despojada de mis decisiones, de mis elecciones, de mis deseos, de mi capacidad de actuar. Esperar es, justamente, “no comenzar a actuar hasta que suceda algo”. Como un modo de obediencia sujeta a los designios de los otros. Como parte de un código de género que modela el sistema sensorial de tu cuerpo y hace de la espera un registro natural en el que tu propia vida queda suspendida en una maraña de normas, leyes y creencias que te distancian de vos, una lejanía que se ata a algún lugar de poder que te es ajeno. Esperar no es sólo el tiempo naturalizado de la pasividad, es también espacio de un cuerpo cuya identidad se desprecia y se conmina al silencio y la exclusión. En la topografía de la espera hay cadáveres, cicatrices, mutilaciones, moretones, llagas, llantos, soledad, sangre. No hay apetito en la espera, sólo reflejo alimentario. Y yo, como muchxs otrxs, como aquel 19 y 20 de diciembre de 2001, hace tiempo que tenemos urgencia de saciedad, de enarbolada avidez. Por eso, con el afán diligente por restituirme la capacidad de acción, la facultad de no esperar asoma insolente entre las líneas de la burocracia estatal.
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