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Transparentes o de colores, de látex o de poliuretano, más delgados o más gruesos, ultra resistentes o sensitivos, lisos o texturados, con espermicida o con lubricante, con sabor a frutilla, a banana –y sí, obvio– o a vainilla. Con perlas vibradoras, analgésico para retrasar la eyaculación, anillos para sostener la erección, con escamas para hacer cosquillitas en lo profundo… los preservativos, condones o forros, después de casi 30 años de permanencia de la epidemia del sida, son bastante más que ese cilindro de goma capaz de estirarse para albergar una de 20 x 6 “reales”. Los condones son la barrera más eficaz para prevenir la infección por vih y otras its y, al menos en los últimos años –cuando se demostró que ni la fidelidad ni la monogamia servían para la prevención, o mejor, cuando se acordó pasar del mensaje moral a la práctica (circa 2006, Congreso Internacional de Sida)– son el centro de campañas de salud pública que, a lo largo y a lo ancho del mundo, se han propuesto contener la transmisión del virus. Además, claro, de haber desafiado a publicistas del mundo a conseguir investir al condón del erotismo necesario para usarlo en el momento adecuado. De ahí que esa simple funda que viene lista para ser desenrollada sobre el pene erecto, tomando siempre el recaudo de dejar un poco de aire en la punta para hacerle lugar al semen y evitar roturas por rozamiento, sea hoy objeto de disputas y controversias que si algo demuestran es el modo en que el VIH ha modificado las formas de vivir y hablar sobre sexo.
Lejos de apelar al sentido común, una declaración de ONUSIDA y de la Organización Mundial de la Salud, enmendada en marzo de este año, ensaya una definición que dice lo siguiente: “El preservativo masculino de látex es la tecnología individual disponible más eficaz para reducir la transmisión sexual del VIH y otras infecciones de transmisión sexual”. Una definición que se ahorra aclarar que también sirve para evitar embarazos no deseados, en tanto y en cuanto su principal objetivo es precisar que los preservativos son impermeables a los agentes infecciosos que pueden estar presentes en los fluidos genitales. Algo que no está de más subrayar, por cierto, si tiene en cuenta el renovado ímpetu con que el papa Benedicto XVI acusó, justamente, a la distribución de preservativos de “agravar” el problema del sida, amparándose, como lo viene haciendo la Iglesia Católica, en supuestas investigaciones científicas que ubicarían a la promoción de los preservativos entre las causas de la expansión de la epidemia. Y todo porque el VIH atravesaría los poros microscópicos en el látex. Es decir: mentiras, mentiras, mentiras.
La mayoría de los informes sobre fallas de los preservativos determinan que se deben a su uso incorrecto y no a roturas o supuestas filtraciones. De hecho, especialistas del U.S. Institute of Health que han buscando evidencia de porosidad en preservativos han concluido que la goma de látex no sólo no es de naturaleza porosa, sino que la posibilidad de que se produzcan orificios microscópicos –como resultado de defectos de fabricación o daños posteriores– no supone un mayor riesgo de contagio, ya que el virus del sida no es móvil; y alojado en un medio viscoso como el semen está ligado, en la mayoría de los casos, a células considerablemente mayores que él. De ahí que haga falta algo más que un orificio microscópico para que el virus –¡que no puede separarse del fluido que lo transporta!– pase de un lado a otro como Pancho por su casa. ¿Será casual la representación del virus elegida por la Iglesia de Benedicto como un bichito insidioso que busca atravesar el látex a toda costa para cumplir su castigo, perdón, su cometido?
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